Los temerarios del aire (The Gypsy Moths, John Frankenheimer, 1969)

Elizabeth: —Es usted muy directo.
Mike: —Querrá decir poco sutil…
Elisabeth: —Yo no he dicho eso. Creo que es usted bastante sutil, pero de una forma muy directa.

Es más que probable que estas palabras que intercambian los protagonistas del film minutos antes de acostarse juntos en el sofá, sirvan muy específicamente para definir el cine de Frankenheimer y muy particularmente la excelente película que me ocupa. Además, y de rebote, suponen una adecuada réplica a las descalificaciones, tan insistentes como injustificadas, a que se ha visto sometido su cine. Uno de los reproches más reiterados ha sido la tendencia al efectismo que a veces empañaba el resultado final, impidiendo que alguna de sus grandes películas se convirtiera en una obra maestra. El hecho de que semejante objeción pudiera contener cierta dosis de verdad en algunas ocasiones —pero en absoluto la invalidación radical de su cine que por regla general llevaba aparejada— hace que una película como Los temerarios del aire (The Gypsy Moths, 1969) sea especialmente valiosa dado que se trata de un film que prescinde total y absolutamente del efectismo a la hora de relatar la corta y decisiva estancia de tres acróbatas aéreos en Bridgeville, una pequeña población de Kansas, durante un agitado fin de semana que la celebración del día de la Independencia, y el trágico final de Mike, ampliarán algunas horas.

Si Kazan fue indiscutiblemente el mejor analista de la sociedad americana de los años 50-60, no sería descabellado afirmar que Frankenheimer ocupa un lugar similar por su descripción de la sociedad americana de los 60-70. Films como Su propio infierno (All Fall Down, 1962), Plan diabólico (Seconds, 1966), Yo vigilo el camino (I Walk the Line, 1970), suponen no solo lo mejor de la obra de cineasta neoyorkino, sino también un retrato perfecto de la mentalidad americana de la época, hasta el punto de que resulta extraordinariamente difícil encontrar cualquier creador que tenga una obra comparable —tanto en amplitud como en calidad— a la llevada a cabo por el antiguo ayudante de dirección de Sidney Lumet en televisión [1] durante ese decenio.

No parece casualidad que ambos cineastas recurrieran al dramaturgo William Inge [2] como guionista, a la hora de plantear sus parábolas —en Esplendor en la hierba (Splendor in the Grass; Elia Kazan 1961) y Su propio infierno respectivamente— sobre la llamada América profunda. Ni tampoco parece serlo que tanto Esplendor en la hierba como Los temerarios del aire estén situadas en Kansas, estado en el que Inge había nacido y donde fue educado y condicionado.

La razón de situar su film en el medio Oeste, proviene de una toma de partido política explícita, ya que el realizador afirmó estar obsesionado por esa zona de su país, ya que fue allí donde Nixon fue elegido presidente, y quería conocer y trasmitir como son en realidad sus habitantes, personas aparentemente desprovistas de emociones, y amantes de la vida tranquila, pero que, detrás de esa fachada, esconden corrientes subterráneas de extraordinaria importancia e intensidad. Y la llegada de tres extraños conmoverá los cimientos de la familia Brandon y dejará al descubierto lo que siempre ocultaron y se negaron a admitir. Y hablo de extraños a sabiendas de que uno de ellos —el más joven de los tres— Malcolm [3], no solo ha nacido allí, sino que allí vivió hasta el accidente que costó la vida a sus padres, y parte de su familia continua habitando esa típica ciudad americana “con su universidad y su base de misiles”. Pero es también un extraño porque desde los diez años en que abandonó Bridgeville, no ha vuelto a poner los pies en su patria chica, y no recuerda nada de sus tíos, como revela una primera conversación excepcionalmente conseguida, repleta de sobreentendidos, de lugares comunes y manidas referencias al tiempo que hace y a las peculiaridades de la ciudad, pero que delata una extraordinaria tensión, una enorme desconfianza y en última instancia, un absoluto desprecio por todo aquello que resulta diferente de lo que uno mismo conoce, puesto que entraña, en potencia, un formidable peligro para esa aparente seguridad trufada de temores y mentiras.

Pese a que el lamentable título español [4] no tiene nada que ver con el original, este remitía a un doble sentido: de un lado una alusión a esos personajes nómadas que van de ciudad en ciudad y no tienen posibilidad de echar raíces en ningún sitio, e igualmente una referencia a esas polillas que fascinadas por la luz, se acercan tanto a ella, que con frecuencia acaban por quemarse. Aunque la equivalencia entre los insectos y los paracaidistas acróbatas es obvia, en el film solo existe un —y muy discreto— plano que les relacione, cuando Mike, de retorno del prostíbulo donde Browdy se ha quedado solo, y a punto de entrar en la mansión Brandon, posa su mirada durante unos instantes en esas polillas “gitanas” que revolotean en torno a la farola de entrada de la casa, que curiosamente posee puertas que incorporan mallas anti-mosquitos. La atracción que esos insectos experimentan por la luz es similar a la que siente el trío protagonista por el riesgo, de tal forma que también ellos pueden acabar sucumbiendo a su fascinación.

Desde el punto de vista de la obsesión-fascinación por el peligro, y sin dejar de utilizar el mito de Ícaro como referencia, la película supone una superación y depuración de Grand Prix (íd., 1966), el mayor éxito económico de Frankenheimer y el film que le curó de su adicción a conducir coches a gran velocidad [5]. El Mike de este film tiene muchos elementos en común con el Sarti que encarnaba Ives Montard. Las similitudes en este terreno son grandes y no es casual que Frankenheimer haya buscado al responsable de los diálogos adicionales de aquel film, Willliam Haley [6]—cuya labor, al parecer llegó bastante más lejos— como único firmante, y adecuado cómplice en la adaptación de la novela de James Drought [7] en la que está basado el film.

La construcción de la película es extraordinariamente cuidadosa y precisa, con dos grupos de personajes —los tres paracaidistas por un lado y el matrimonio Brandon por otro, más Annie que no pertenece a ninguno, pero que se relaciona con ambos— que interactúan doblemente, tanto con el resto de integrantes de su grupo, como con los que pertenecen al otro.

Los tres paracaidistas —con colores rojo, blanco y amarillo para poder identificarlos— tienen diferentes edades y distinta manera de pensar, que ejemplifican diversas opciones que ayudarán a Malcolm a decidir a quién quiere parecerse. La figura paterna, de vital importancia —y aun mayor para un muchacho huérfano desde los diez años— es asumida por Mike, el mejor profesional, pero que parece hastiado de esta vida y apura la emoción jugando con la posibilidad de abrir el paracaídas cada vez más cerca de la tierra, ignorando una y otra vez la esencial regla profesional que tantas veces ha inculcado a Malcolm: “Que lo primordial es tener cuidado”.

Browdy es casi una caricatura —en un film repleto de sutilezas— de alguien cuyo único interés en la vida reside en el dinero. Si en el trabajo asume el papel casi literal del bufón —sus saltos, su labor como locutor—, su manera de comportarse hace que también en la vida cumpla similar cometido. Sus contradicciones son tan evidentes que no tiene inconveniente en irse de putas los sábados por la noche, para arrepentirse a la mañana siguiente en la preceptiva misa dominical [8], repitiendo la jugada cada semana. Ocupándose igualmente de las cuestiones materiales, cumple la función de facilitar el trabajo a los artistas, lo que en un hipotético trasvase al campo cinematográfico pudiera asimilarle tanto a productores como a representantes. Su presencia, explicita y completa una de las maneras posibles de abordar una profesión, pero en el film sirve prioritariamente de contrapunto ya que ni siquiera sus compañeros le manifiestan el menor respeto. La decisión final de trasladarse a Hollywood para ganar dinero haciendo de especialista, resulta tan coherente como incisiva.

Las características del matrimonio Brandon son muy distintas: John corrige y supervisa permanentemente a su mujer; a Elizabeth le falta el aire, pero su marido no permite que abra las ventanas porque la temperatura es asfixiante y entraría aire caliente. Lo que es emocionante para los paracaidistas resulta aterrador para ellos. El riesgo permanente que asume el trío, resulta incomprensible para una manera de pensar que prioriza fundamentalmente el miedo, las apariencias, y el que dirán.

Desde el inicio es patente el enfrentamiento que John mantiene con Mike. Convencimiento de su superioridad, provoca una competición que se inicia con el reto que lleva a Mike a impartir la conferencia en el club de mujeres de Elizabeth, y continua cuando John deja claro que considera obvio —ante el callado reproche tanto de Elizabeth como de Annie— que el prostíbulo es el lugar de la ciudad, donde sus indeseados huéspedes se han de encontrar más a gusto, y el lugar adecuado para pasar la noche del sábado. Quizá piense que se le escapa el tema de las manos cuando contempla a su mujer y a Mike pasear por los alrededores de la casa, pero a partir del momento en que comprende que puede perder a su mujer, el terror le atenaza totalmente. Informados posteriormente de que episodios como el de Mike se repiten cada cierto tiempo, comprendemos que John ya ha pasado por situaciones similares —maravilloso el plano en que John finge dormir—, que vive aterrado esperando —y temiendo— lo que sucederá cuando llegue el siguiente forastero, que por unos instantes liberará a su mujer de una vida de perpetuo aburrimiento y absolutamente desprovista de amor. Si John siempre ha sido un espectador de la vida en lugar de ser actor, a partir de ese instante su toma de partido se refuerza. No es capaz de asumir las consecuencias de sus decisiones —casi siempre por omisión, como la negativa a adoptar a Malcolm— pero con ello no evita sus efectos. El miedo le paraliza. Perpetuo testigo, es casi incapaz de hacer otra cosa que esperar que el paso del tiempo solucione —o agrave— los problemas [9]. Aceptando una vida amputada, cada problema que surge conduce a una nueva claudicación y aumenta su ya permanente precariedad. El intercambio de réplicas final del matrimonio, mientras apagan las luces de la casa, es tan revelador como demoledor:

Elizabeth: —Quería que me fuera con él. Me asusté solo de pensarlo
John: —Y yo también

El caso de Elizabeth es probablemente más patético aún. Sus elecciones en la vida han sido siempre por descarte. Su hermana le quitó el novio, Walter, y por eso se casó con John. No tiene hijos y su marido impidió que adoptara a Malcolm, porque se parecía demasiado a un Walter del que ella seguía enamorada, y que conducía borracho cuando provocó el accidente. Se asfixia en Bridgeville y de vez en cuando tiene desahogos con extraños para poder sobrevivir. Su encuentro con Mike la trastoca, porque la obliga a poner en cuestión toda su existencia, y replantearse unos conformismos que ha ido tan penosamente asimilando. Y cuando recibe la propuesta de que se fugue con él, tiene lugar este dialogo extraordinariamente significativo:

Elizabeth: —¿Siempre ofreces más de lo que se espera de ti?
Mike: —Solo a aquellos que piden menos de lo que desean.
Elizabeth: —Maravillosa libertad de elección.

La negativa de Elizabeth a acompañar a Mike, aniquila su última posibilidad de sobrevivir, pero al final de la película, tan muerto está Mike, como el matrimonio Brandon, aunque uno esté bajo tierra y los otros sobrevivan como zombies. Uno, al menos, ha elegido su forma de morir —saltar es también una forma de morir dice Mike—, y los otros solo se instalan en un conformismo cuyo denominador común es el temor como forma de prolongar una agonía solitaria.
Siendo uno de los directores más pesimistas que conozco —Seconds o La isla del doctor Moreau (The Island of Dr. Moreau, 1996) son absolutamente desoladoras en este sentido—, Los temerarios del aire es mucho más ambivalente, y la devastadora historia de Mike tiene su contrapartida en la optimista de Malcolm, que es capaz de elegir entre vivir y morir, y llevando a cabo el salto de la capa en el que Mike perdió la vida, logra demostrarse a sí mismo que no es un cobarde y que no necesita pasarse la vida saltando para estar seguro de ello. Igualmente le sirve para confirmar que la decisión de poner fin a su vida, fue plenamente voluntaria por parte de Mike, como lo fue la suya de vivir —de lo que es buena prueba el cable metálico de la anilla roto que muestra a Annie—, y que la decepción que supuso la negativa de Elizabeth a marcharse con Mike, no es más que el eslabón final de una cadena, que más pronto que tarde iba a acabar produciéndose.

Pero el dramatismo del suicidio de Mike, e incluso su incorporación por Burt Lancaster, el más conocido de los intérpretes, puede conducirnos a un espejismo. Si hay algo que difícilmente faltará en una película de Frankenheimer es un personaje a la búsqueda de la propia identidad, y evidentemente esto es absolutamente válido para su duodécima película, una de las más emblemáticas de su carrera. Por eso, el film prioriza la historia de Malcolm, por encima de la de Mike. El muchacho de Kansas que se tiró por una ventana para saber lo que se sentía al volar, se ha convertido en un hombre que tiene que decidir que quiere hacer con su vida. Y el film nos muestra los datos más relevantes que condicionan su decisión a la hora de elegir su propio camino. Probablemente que sitúe en la ciudad natal de Malcolm el momento de esta toma de decisión comporta una innegable connotación simbólica, que la hace mucho más representativa y contundente.

Lo verdaderamente trascendente —ya ha sobrepasado esa edad en la que puede ser adoptado sin preguntarle su opinión— es decidir en qué dirección quiere orientar su vida. Y tanto la historia de Mike como la de los Brandon son determinantes. Por eso el relato concluye con Malcolm abandonando —a los Brandon, pero también a Browdy, e incluso simbólicamente a Mike, no asistiendo a su funeral—, Bridgeville y unos fuegos artificiales que rematan el día de la Independencia. Todo ello evidencia explícitamente dos tipos de rechazos por parte del director y de la película. De un lado, y en clave personal, la fascinación del peligro. De otro, y mucho más importante, porque involucra planteamientos sociales y políticos, la manera de pensar de Bridgeville, de esa familia Brandon para quien la apariencia es lo primordial y el miedo y la represión el eje central de su vida. En clave política el ajuste de cuentas con una mentalidad capaz de elegir presidente a alguien de tan marcadas y siniestras características como Richard M. Nixon, no puede ser más directo global y categórico.

En el desenlace, Malcolm toma un tren sin rumbo conocido. Su decisión es solo el primer paso de su toma de partido. Sabe muy exactamente lo que no quiere ser, pero no conoce con igual exactitud hacia dónde dirigir sus pasos. Pero no es difícil comprender que rechazar lo que uno no quiere es el primer paso casi imprescindible para estar en condiciones de elegir lo más idóneo. Para consuelo de Frankenheimer existe al menos un habitante de Bridgeville, Malcolm, que decide abandonar y romper para siempre con la ciudad y todo lo que esta significa.

Algún tiempo después, el realizador abandonó EEUU y paso una larga temporada viviendo en París [10]. De vuelta su país, abandono la bebida y tuvo una segunda carrera de notable irregularidad. Finales de los 90 y comienzos de los 2000, nos devolvió el director de antaño. Murió inesperadamente en 2002 tras una operación de columna. Su último trabajo fue El camino de la guerra (Path to War, 2002) una excelente película para la cadena HBO.

1. Ya empieza a ser hora de desmontar de una vez por todas la serie de majaderías y falsedades que se han publicado sobre lo que los críticos de Cahiers denominaron “generación de las televisión”, a la que consideraban usurpadores del lugar que ocupaban algunos de sus directores favoritos, algo que, por cierto, ya habían hecho ellos de forma plenamente consciente con la anterior generación de cineastas franceses. Es obvio que las majaderías son opinables, pero por el contrario, las falsedades —con muy escaso trabajo— resultan fácilmente rebatibles. No es el momento de abordar con la extensión requerida este tema, pero conviene recordarlo, porque se trata de esos lugares comunes que se repiten de crítico en crítico, y de lector en lector, sin que nadie se moleste en comprobar la veracidad de la argumentación. En la estúpida descalificación global a la que fue sometido Frankenheimer, —y a la que el discípulo americano más tonto de los cahieristas, Andrew Sarris, contribuyó entusiásticamente como de costumbre— tuvo una gran importancia la acusación de haber echado a Arthur Penn del rodaje de El tren (The Train, 1964), manipulando los hechos, y ocultando a su vez lo sucedido con Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s; Blake Edwards, 1961)  que condujo a que su guionista le produjera El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, 1962) en desagravio— y más tarde con Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses; Blake Edwards, 1962), hechos que ellos conocían perfectamente, pero que convenía no airear porque desmentía y ponía seriamente en cuestión su más que tendenciosa exposición de los hechos.

2. Notable dramaturgo, que solo escribió dos guiones, uno original (el de Kazan) y una adaptación para Frankenheimer y que a los 60 años puso fin a su vida, convencido de que era incapaz de seguir escribiendo con la calidad de sus obras precedentes.

3. Personaje incorporado por el actor Scott Wilson porque el actor que rodo durante dos días, John Philiph Law, se rompió una pierna y tuve que ser sustituido.

4. La versión que se estrenó en los cines españoles, tenía varias amputaciones que trataban de desvirtuar el sentido de la película. Entre las más importantes se encontraban la desaparición de la escena en que Mike y Elizabeth se acuestan, así como gran parte de la escena del prostíbulo y parte de la escena de Browdy con la prostituta con la que pasa la noche e invita a presenciar la exhibición al día siguiente. Aunque no es el momento, va siendo hora de analizar en serio lo que supuso la censura en nuestro país. Aunque solo fuera para comprender como se gestó la cultura cinematográfica en nuestro país, y para que si llega a repetirse en el futuro —con algún que otro camuflaje— no nos pille desprevenidos.

5. Frankenheimer aseguraba que el no haber sido suficientemente bueno como piloto de coches de carreras, le salvo la vida, ya que su obsesión le hubiera impelido a competir y habría muerto como la mayor parte de sus amigos que ejercieron esa profesión.

6. Novelista y dramaturgo americano muerto hace dos años. Curiosamente estos dos trabajos con Frankenheimer constituyen su única aportación cinematográfica. En cambio tuvo una larga carrera como escritor y productor para televisión, relacionada fundamentalmente con sus obras teatrales.

7. Notable escritor estadounidense prácticamente desconocido en España.

8. Muy probablemente supone una burla por parte de los responsables del guion hacia una educación religiosa que ambos compartieron, ya que cineasta y guionista coincidían en tener una madre irlandesa que les educó en la religión católica que ambos —nacidos con un año de diferencia— abandonaron en su adolescencia.

9. El Don Tancredismo —una variante de dejar que las cosas se pudran mientras se mira en otra dirección— siempre ha tenido una gran tradición en la vida política española. Sus seguidores han proliferado. Era la filosofía básica de Franco y el franquismo, y en los últimos años cobra cada vez mayor actualidad e importancia. Hasta las comparecencias se hacen por plasma.

10. A lo que contribuyó en gran medida la muerte de Kennedy (Robert) amigo suyo con el que colaboraba y al que el director llevo hasta el hotel en el que fue asesinado, tras pasar el día juntos.

Harper, investigador privado (Harper, Jack Smight, 1966)