Perdida

Palabras textuales

Well, I guess you’d say, what can make me feel this way? My girl

My Girl, The Temptations.

Perdida (cartel)

Parte I

La fotografía es nuestro exorcismo. La sociedad primitiva tenía sus máscaras, la so­ciedad burguesa sus espejos. Nosotros tenemos nuestras imágenes.

— Jean Baudrillard

Perdida desbancó en Estados Unidos a Cincuenta sombras de Grey de los puestos más altos en las listas de ventas. Su autora, Gillian Flynn, es mejor narradora que escritora, y si bien su tercera novela se ve lastrada por algunos de los vicios de la literatura de aeropuerto —en versión sofisticada—, hace gala de una admirable agudeza en sus observaciones acerca de la configuración de la identidad en nuestros tiempos y de la impostura postgénero que pone los cimientos a la pareja heterosexual de hoy. Todo ello integrado en una narración ambiciosa: policíaco de corte clásico mutado en intriga hitchcockiana de falso culpable que deriva, finalmente, en una sátira despiadada de la condición mediática del hombre moderno.

Nick Dunne y Amy Elliott Dunne son un feliz matrimonio de periodistas que, tras perder sus respectivos empleos, se muda de Nueva Yok a Carthage, pequeña ciudad a orillas del Misisipi. Cuando ella sea aparentemente secuestrada, una serie de pruebas incontrovertibles terminarán por convertir a Nick en el principal sospechoso de la abrupta desaparición de su esposa. El declive de la relación —agravado por el cambio de estatuto social al que los ha empujado la recesión económica— es, desde la primera página, el núcleo temático aparente en una obra que trasciende la crítica a la institución matrimonial. La clave está en una digresión que Flynn pone en boca de Nick: «No estoy seguro de que, llegados a este punto, sigamos siendo realmente humanos, al menos aquellos de nosotros que somos como la mayoría de nosotros: los que crecimos con la televisión y el cine y ahora internet. Si alguien nos traiciona, sabemos qué palabras decir; cuando muere un ser amado, sabemos qué palabras decir; si queremos hacernos el machote o el listillo o el loco, sabemos qué palabras decir. Todos seguimos el mismo guión manoseado. Es una era muy difícil en la que ser persona. Simplemente una persona real, auténtica, en vez de una colección de rasgos seleccionados a partir de una interminable galería de personajes».

Palabras inscritas en el tejido de la Hiperrealidad. La era del simulacro en todo su esplendor, donde la identidad no es sino juego de máscaras que cambiamos y mantenemos según nos convenga, a la vez que intentamos articular una narrativa coherente del yo, pues «el hombre se inventa un programa de vida, una figura estática del ser, que responde satisfactoriamente a las dificultades que la circunstancia le plantea. Ensaya esa figura de vida, intenta realizar ese personaje imaginario que ha resuelto ser. Se embarca ilusionado en este ensayo y hace a fondo la experiencia de él. Esto quiere decir que llega a creer profundamente que ese personaje es su verdadero ser» (José Ortega y Gasset, Historia como sistema). Ambos, Nick y Amy, están atrapados en su telaraña identitaria particular, lo cual atañe muy particularmente a la cuestión del género: Nick, que se concibe a sí mismo como un postfeminista, se ve crecientemente amenazado por el fantasma de la misoginia, encarnado en la figura de un padre que, antes de verse asolado por la demencia senil, mantuvo relaciones únicamente frustrantes con las mujeres; Amy, por su parte, asume conscientemente el rol de la «Chica Enrollada», buena conocedora de lo «guay» que le resulta esta pose a los tíos: «Las Chicas Enrolladas nunca se enfadan; solo sonríen de manera disgustada pero cariñosa y dejan que sus hombres hagan lo que ellos quieran. «Adelante, cágate encima de mí, no me importa, soy la Chica Enrollada».

El matrimonio, en Perdida, es el punto de inflexión en el cual los personajes cejan en su empeño persistente de construir una ficción convincente de uno mismo para el otro. Sellado el pacto «hasta que la muerte nos separe», las máscaras se hacen añicos contra el suelo, revelando la impostura que se agazapaba tras la efigie proyectada por ambos. El plan de Amy —fingir su propio asesinato para que Nick sea culpado y condenado por ello— tiene, como fin, no ya exponer a su marido ante los demás, sino humillarlo frente a sí mismo. Obligarlo a reconocerse en los crueles insultos que adornaron el hogar conyugal a lo largo de los meses previos a la fuga. Verlo derrumbarse de impotencia, masacrado por la opinión pública antes de recibir la inyección letal.

Perdida

Amy es un personaje fascinante y ambivalente que tiene tanto de femme fatale neurótica como de vindicadora antipatriarcal, actualización de la New Woman ibseniana en una era donde los medios de comunicación de masas empiezan a visibilizar la parte más morbosa y rentable de los dramas cotidianos femeninos. Así, hace del maltrato físico y del síndrome de la mujer blanca desaparecida sus armas arrojadizas. A diferencia de la Nora de Casa de muñecas, Amy deja la puerta abierta a la destrucción de su marido. Una crucifixión a la intemperie de las masas que tendrá lugar en el campo de batalla contemporáneo por antonomasia: el territorio de las imágenes, que ha suplantado la inmediatez de lo tangible. Imágenes que devienen a la postre relatos una vez han pasado por el filtro de la opinión pública, forzando a Nick a ponerse a la altura de su calculadora cónyuge con tal de que su ficción —constituida sobre el tópico del marido arrepentido que reconoce sus errores y que solo desea redimirse en brazos de quien más lo ha amado— prevalezca, salvándole el pescuezo.

La victoria de Amy se explica por su capacidad de diseñar un relato identitario más robusto no solo que el de Nick, sino que el de sus propios progenitores. Siendo ambos escritores, desde que ella nace se dedican a trabajar en una saga novelística de enorme éxito internacional, La Asombrosa Amy, bildungsroman que no es sino una reedición idealizada y limpia de defectos de su hija. Un modelo de perfección que puede ser leído como reflejo oblicuo del nuevo sujeto del ciberespacio, en tiempo de redes sociales y yoes de diseño, donde convivimos con proyecciones virtuales de la persona reducidas al formato de un ‘perfil’ público; Amy, a efectos prácticos, lucha contra una celebérrima página de Facebook acerca de ella, pero creada y gestionada por otros. Vencer implica erigirse en demiurgo de la colosal narrativa colectiva que, a fin de cuentas, modelan —o creen modelar— los demás a partir de la mediatización de nuestra imagen. La derrota de Nick pasa por integrarse en el happy ending que Amy ha concebido con perversa astucia, vendiéndoselo a la América del siglo XXI, golpeada por un capitalismo agónico, pero todavía —y acaso más que nunca— ávida de fábulas restituidoras y tranquilizadoras, monumentos simbólicos a una serie de valores tradicionales cuya preservación exige a sus fieles una fe cada vez mayor.

Parte II

El cinematógrafo es una escritura con imágenes en movimiento y con sonidos.

— Robert Bresson, Notas sobre el cinematógrafo.

Perdida parece escrita para ser adaptada por David Fincher, cineasta adicto a sumergirse, sin bombona de oxígeno, en los fondos abisales de la América actual, consciente de que «el único relator íntegro, fiable, de nuestra contemporaneidad ha pasado a ser nuestro reverso tenebroso» (Diego Salgado). No es la primera vez que el realizador retrata la demolición de un matrimonio —recordemos a Mills y Tracy, la pareja adorablemente demodé de Seven (Se7en, 1995), devorada por las fuerzas oscuras que han reorganizado lo real—. Por otra parte, la novela de Flynn se amolda cómodamente al imaginario fincheriano, arrastrando al personaje principal a una ascesis forzada —el ejemplo de The Game (íd., 1997) es paradigmático— e internándolo por la senda de lo anormal merced a un poder tenebroso que lo obliga a aprehender la naturaleza ficcional y la precariedad del orden social instituido: «la civilización es una fina capa de hielo sobre el profundo océano del caos y la oscuridad» (Werner Herzog).

Este despertar tiene lugar gracias a la presencia de un personaje tocado por el Diablo —o una «figura nietzscheana», como apunta Roberto Morato en el artículo que dedica al filme en el n.º 448 de Dirigido Por—, ya sea la Ripley que gesta a una nueva Reina Madre Xenomorfo; John Doe, psychokiller moralista y visionario; la enigmática compañía CRS, experta en la venta de «experiencias» —faceta clave del capitalismo de hoy—; Tyler Durden, Übermensch y adalid generacional; Raoul, incontrolable working class villain; el Asesino del Zodiaco, menos un peligro de carne y hueso que el fantasma anímico de una nación; Benjamin Button, criatura monstruosa que asoma por las fisuras del siglo pasado; Mark Zuckberger, la cabeza más visible de una nueva camada de emprendedores; Lisbeth Salander, demonio amoral experta en el hackeo de narrativas socialmente consensuadas; o Amy, esposa brillante y manipuladora.

La evidente coherencia temática de Perdida con la filmografía previa de Fincher, así como el hecho de que la película conserve íntegramente la riqueza de subtexto del original —el libreto lo firma la propia Gillian Flynn, que afronta su primer guión cinematográfico— podría despistarnos y hacernos pensar que nos encontramos ante una buena película. Nada más lejos. Si algo ha caracterizado, a lo largo de estos tiempos, la gramática del director, ha sido la marcada violencia interna en su concreción del audiovisual, una tensión entre la configuración racionalizada, falazmente armónica, de la cotidianeidad, y lo excepcional, lo anormativo. Un extrañamiento de lo conocido que toma diversas formas, pero cuyo territorio expresivo esencial es el de la imagen, desde la tortura elíptica en Seven hasta la perturbación ontológica de lo fotográfico por el terrorismo digital en El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008), pasando por la apropiación de las estrategias del videoclip y del spot publicitario en El club de la lucha (Fight Club, 1999) o la presencia impalpable del asesino en serie en Zodiac (2007), que obliga a quienes investigan el caso a trazar, según creen ellos, los contornos imaginarios del criminal, que no es en realidad sino el diagnóstico moral de unos Estados Unidos cuyos ecos repercuten en el presente.

Perdida

Es verdad que los modos clásicos —aunque el espíritu posmoderno, como veremos, no se ha marchado— hacia los que ha virado el cine de Fincher en esta última etapa de su carrera están igualmente presentes en Perdida; baste aludir a los fundidos en negro que separan, en el primer tramo, las pesquisas de Nick y las evocaciones del diario de Amy. O, precisamente, los aires de screwball comedy de las primeras entradas del diario, aquellas que narran los años más felices de la relación, rodadas con pulcra elegancia. No obstante, precisamente el talante artificioso de estas postales románticas —contrapuesto al naturalismo lánguido con el que se retrata la vida en Carthage—, así como su carácter de memorias manipuladas, son un diáfano ejemplo de la extraordinaria inteligencia con la que Fincher ha empleado durante estos años estrategias típicamente posmodernas al invocar las ruinas del clasicismo —relacionado, como en el caso que nos ocupa, con una tradición ideológica periclitada— para meditar acerca del fin de una manera de entender el mundo, o acaso el mundo a través de lo audiovisual..

Lástima que este sea uno de los escasos aspectos en los que Perdida nos recuerda lo talentoso que puede llegar a ser su principal responsable. El cineasta no se muestra capaz de aportar nada decisivo al tratamiento de imagen y sonido —pese al virtuosismo de la fotografía de Jeff Cronenweth y de la música de Trent Reznor y Atticus Ross, que trascienden, como todos los grandes trabajos en estos campos, su papel técnico—, pero tampoco sortea los múltiples baches de un guion accidentado y poroso. El nulo atractivo de un tramo inicial que progresa entre pista y pista se debe a las múltiples y torpes interferencias narrativas en las pesquisas de Nick, desde flashbacks a conversaciones que echan luz sobre la naturaleza de su matrimonio; tampoco la guerra mediática entre los amantes, no exenta de apuntes de trazo grueso, guarda más interés que el meramente conceptual. La pátina de «clasicismo» que recubre lo que vemos apenas logra disimular las carencias de un trabajo visualmente plano. La visita al centro comercial abandonado, tan poco inspiradora fuera de la idea en sí misma, es el mejor ejemplo. A Fincher la jugada le sale mejor cuando apuesta por la comedia negra, apoyándose en las acertadas interpretaciones de unos Ben Affleck y Rosamund Pike a quienes sus respectivos papeles sientan como un guante.

No sabemos si por simple pereza, por la conciencia de que la adaptación de una novela de tanto éxito auguraba de por sí buenos resultados en taquilla o por el hecho de no saber cómo abordar el libreto de Flynn en términos estéticos, Perdida es un paso en falso de un David Fincher remolón, en el mejor de los casos. Oculto tras el guion, limitándose a transparentar las ideas sin preocuparse, casi en ningún momento, de hacerse oír por encima del texto. En el peor de los casos, hablaríamos de un artista quizás definitivamente acomodado en el estatus que ha conquistado, conformándose con ofrecer un producto fácilmente asimilable a su universo particular, pero sin echarle ese pulso a la parte «escrita» que hizo que películas como La habitación del pánico (Panic Room, 2002) o Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres (The Girl with the Dragon Tattoo, 2011) fueran tan notables.