Calvary

Nihilismo, ¿impostura o desesperación?

No desesperes; uno de los ladrones se salvó. No presumas; uno de los ladrones fue juzgado

— San Agustín

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Calvary —la segunda entrega, tras El irlandés (The Guard, 2011), de la extraña “trilogía del suicidio” del cineasta irlandés John Michael McDonagh— comienza con un hombre que amenaza de muerte al propio cura que le está confesando. Un asesinato futuro (una semana como plazo), premeditado, totalmente ilícito, como respuesta ante la injusticia que sufrió cuando era niño y fue violado por la Iglesia (y por un representante de ella) y luego, impasible ante su dolor, por la sociedad. Pero no es un thriller al uso. El director no basa su juego en el whodunit; de hecho, el sacerdote conoce su identidad. Se reserva un as en la manga en su sorprendente final, y no, precisamente, por el hecho de desvelar el misterio, el whowilldoit

El calvario que sufre el padre James (un inmenso Brendan Gleeson) en este drama en siete actos, correspondientes a los días de la semana, está plagado de un nihilismo aterrador, propio de un mundo abandonado por Dios: desde la quebradiza hija desubicada y adicta al desamor, al carnicero desafecto de todo tipo de empatía, pasando por el anciano escritor que está cansado de vivir, el multimillonario que sufre detachment, el que se quiere alistar en el ejército, hasta llegar al redimido serial killer.

Calvary, Sundance Film Festival 2014

Desprende estilo esta película, un modo de hacer cine propio de un auteur que deslumbra e hipnotiza por su estética sutil, su ingenio, su crepuscular fotografía y su humanismo. Sin embargo, todas las frases tienen sentido, en conjunto y en sus partes individuales, todo está calculado al milímetro, dejando nulo lugar a la improvisación, al lenguaje natural. Absolutamente todos los diálogos son trascendentes y elevados (cuesta creer que en la Irlanda profunda, la Irlanda devastada por la crisis económica y existencial, se hable así), conformando, por otra parte, todos las microhistorias, un agregado de sketches deshilvanados sin una estructura homogénea que las compacte. El director parece no relajarse en ninguna escena al pretender abarcar toda su crítica a la sociedad irlandesa en cien minutos en este puzzle demasiado perfecto para ser real y, sobre todo, verosímil. Vanidad que será absuelta, por otra parte, porque es una gran tragicomedia, la infausta crónica de una muerte anunciada, enriquecida por un cinismo propio del pesimismo más amargo, el provocado por la desalentadora convicción de la pérdida de confianza en el género humano.

Cinismo, sarcasmo, humor negro, personajes que esconden su dolor entre juegos de palabras como impostura. Una fábula sobre el perdón ante la incomprensible existencia de la injusticia y la institucionalización del mal.