Tomorrowland y el mundo del mañana

Expectativas perdidas

Hace poco más de una docena de años, J.J. Abrams era un prometedor creador televisivo, con un par de buenos éxitos que lucir, y Damon Lindelof su cómplice habitual tras haber escrito hasta 78 episodios de diversas temporadas y producido muchos más. También por aquel entonces Abrams dio su famosa conferencia hablando de Perdidos (Lost, Abrams, Lieber y Lindelof, 2004-10; ABC) y comparándola con  un juego visual de muñecas rusas, como una caja misteriosa que podía contener las maravillas que el espectador ansiaba contemplar. Según su concepto la serie era, básicamente, un envoltorio brillante con el que estimular las expectativas del espectador. Cada caja esconde otra y luego otra,  y así sucesivamente, permitiendo cada una de ellas imaginar, especular, ilusionarse, con las múltiples posibilidades del guion urdido por Lindelof y colaboradores. El problema de Perdidos fue que tras tres temporadas, las expectativas eran tales, tan elevadas, que Abrams, como productor, se lanzó a una fuga hacia adelante, en dos temporadas más, que la narración de Lindelof  y colaboradores no pudo mantener. Al fin, las cajas se revelaron totalmente vacías de contenido y los más perdidos fueron los espectadores que vieron sus expectativas absolutamente faltas de respuesta.

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Parece que Lindelof tiene su talón de Aquiles en tal estrategia. Aunque en su haber consta el guion de la brillante Star Trek: en la oscuridad (Star Trek: Into Darkness, J.J. Abrams, 2013) es también el culpable cómplice de dos cajas vacías más, Prometheus (íd., Ridley Scott, 2012) y Guerra Mundial Z (World War Z, Marc Forster, 2013). Tal vez sea por ello que Tomorrowland y el mundo del mañana (Tomorrowland, Brad Bird, 2015) brilla primero y se desluce después. La película de Brad Bird se estructura, una vez más, como una caja que debe desatar nuestras expectativas. Tomorrowland  nos habla de un mundo del futuro, una tierra en la que los sabios y científicos del mundo entero pueden crear, libres de ataduras y de frenos burocráticos. No obstante, Tomorrowland no es tanto el futuro, como otra dimensión, la dimensión de la utopía, del deseo, de las expectativas… Lindelof desarrolla y expande la estrategia de la caja de sorpresas a un mundo entero al que se puede acceder no sólo mediante un artilugio sino también mediante la fe y la ilusión. Es así como, en épocas distintas, el pequeño Frank Walker y la joven Casey Newton reciben la invitación de Athena para llegar a Tomorrowland. Ambos tienen la inteligencia y la ilusión precisas para hacerlo. Brad Bird, que ya saltara de la animación a la acción real (es un decir) en Misión imposible, protocolo fanstasma (Mission: Imposible, Ghost Protocol, 2011), nos propulsa con agilidad y buen humor a este mundo. El viaje del pequeño Frank, ambientado en los primeros sesenta[1] , es ejemplar en su propuesta. Por una parte, a nivel visual. Por otro lado, a nivel esencial, porque se trata, precisamente, del traslado del mundo real al soñado mediante una atracción de feria. El pequeño Frank y su invento se embarca a propuesta de Athena en una barquita de It’s a small world para verse transportado inesperadamente a Tomorrowland. El deseo de aventuras, las ilusiones, la energía del pequeño son los factores necesarios para conseguir aquello que se desea. Años más tarde, en un mundo distinto, el viaje de Casey no será menos brillante pero se mostrará con mayor frialdad, con menos encanto. Son nuevos tiempos y aunque las expectativas sean las mismas, incluso los adolescentes están más desencantados.

Tal como decíamos, pues, Bird y Lindelof (también productor de la película) construyen su obra despertando nuestras expectativas: naves al espacio intergaláctico, trenes voladores, piscinas flotantes en las que puedes zambullirte en la superior para caer en la inferior… El mundo soñado se nos muestra tan deseable a nosotros como lo es para Frank y Casey. Desafortunadamente, como sucediera en Perdidos, llega un momento que los sueños no pueden materializarse. Y nos vemos limitados por la rutina y los modelos, restrictivos, del cine industrial. A partir de determinado momento, nuestras expectativas no respuestas, Tomorrowland resulta ser el despojo de lo que se nos prometió. Si los dos protagonistas se enfrentan a un juguete roto, la película, con su malvado de pacotilla y su apresurada resolución, nos despiertan de nuestro sueño. Nos queda la brillantez del diseño de Bird y su innegable capacidad para la acción, fundidas en un par de secuencias brillantes: la lucha en la tienda trekkie y el espectacular despegue desde la Tour Eiffel de un prodigio que emulando la obra de Verne, propulsa, aún más, nuestras expectativas.  Es, en tales momentos de brillantez, cuando vemos coincidir las expectativas de director, guionista y espectador.

1. En un entorno semejante al de la excelente El gigante de hierro (The Iron Giant, Brad Bird, 1999), una de las mejores y más ignoradas obras de animación que tiene en común con la última obra de su director el perfil enérgico, imaginativo y atrevido de su joven protagonista.