El rostro de un ángel

Perdido(s) por las calles de Siena

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Es capaz de lo mejor y de lo peor”. Eso se suele decir de los futbolistas con mala cabeza, los que te clavan un hat trick y luego se autoexpulsan de tremenda coz en la boca a un aficionado lenguaraz. Tres partidos instalados en la excelencia, diez mesándose el flequillo al trote. Los genios son así; impredecibles, caprichosos. Siempre esclavos del “duende”.

Michael Winterbottom iba para genio. Junto con los Guy Ritchie, Danny Boyle y compañía se bastaron para renovar una escena británica que a finales de los 90 sobrevivía casi exclusivamente a base de los fogonazos de Stephen Frears y los alegatos de Ken Loach. 24 Hour Party People (íd., 2002) era más descarada que original, pero el descaro ya es un valor per se dentro del ring donde los cachorros de Spielberg se pelean por ocupar el puesto del padre. Por matar al padre. Menos descaro había en el porno de diseño de 9 songs (íd., 2004), pero Winterbottom tenía la buena costumbre, la educada costumbre, de dar una de cal y otra de arena. Con Código 46 (Code 46, 2003) se ganó la medalla de todoterreno, en Tristram Shandy (íd., 2005) volvió a sus andadas gamberras, y Un corazón invencible (A Mighty Heart, 2007) le postuló como mercenario fiable. Genova (íd., 2008) era madurez bien entendida, sin chocheos,  fue el comienzo de un idilio italiano que continuaría de la mano de su fetiche Steve Coogan en The trip to Italy (íd., 2010) y que ahora remata entregando esta El rostro de un ángel (The Face of an Angel, 2014). Entiendan “rematar” por lo que se hace con las reses en el matadero o con el toro en la plaza. Winterbottom no trae un broche de oro, trae una puntilla. Así ha sido su carrera, como la gráfica de una empresa estacional; picos y caídas en picado, y una habilidad asombrosa para no olerse los embolaos. Porque eso es El rostro de un ángel; un embolao  gigantesco que debe de tener mucho de confesional a juzgar por ese director en crisis acuciado por las exigencias del estudio.

Es precisamente por su empatía hacia el protagonista por donde El rostro de un ángel se va al garete. Había material para despachar un canónico thriller que dejara contentos a todos, para hacer la película que los productores ficticios ruegan a Daniel Bruhl que haga. Pero era material-trampa, tan evidente que sorprende que un director cincuentón no lo viera venir. La película se cimenta sobre la violación y el asesinato de una estudiante de Erasmus en 2007, un caso aún no resuelto, aún sub judice. Abandone toda esperanza de cazar al asesino quien se adentre en la historia. No hay asesino que cazar y a Winterbottom parece no importarle demasiado. Quedan los acusados y la víctima, pero son meros accesorios, recortes de periódicos, brindis al falso documental al que tanta ley le tiene amigo Michael. Queda también la posibilidad de atacar a los medios de comunicación y su sensacionalismo sociopático o ponerse a (pre)juzgar los mecanismos legales de un país que no es el suyo. Accesorios. Sólo accesorios. Se opta por el retrato del creador torturado y… La divina comedia de Dante. Porque sí.

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La aspiración es encomiable, la loa al director incorruptible, a la pureza en el arte. Winterbottom hace la película que a Bruhl no le dejan hacer, pero, ¿es realmente El rostro de un ángel tan “pura”? Sí, no le tiembla el pulso al dejar fuera de la historia casi todo lo que conforma el meollo de la propia historia, pero muestra la misma firmeza en breves escarceos de sexo gratuito para los que tiene que incrustar con calzador un romance de ascensor, forzado e irrelevante como los guiones del porno de los 70s. Quizá peor; aquellos guiones tenían una razón de ser. Y así avanza El rostro de un ángel; serpenteando figurada y literalmente entre los empedrados medievales de Siena, el único personaje con verdadero peso de la cinta. Aquí y allá Winterbottom se gira hacia la asesinada, convertida en su particular y “dantesca” Beatrice, y termina dedicándole los últimos minutos de su peor trabajo. El peor por farragoso, por olvidable. Por abrir más frentes que Hitler y, como Hitler, no triunfar en ninguno de ellos. Un monumento al circunloquio, a las charlas en las que se habla de todo y de nada que se finiquitan con un “así está el mundo”, un “en fin, qué le vamos a hacer”.

Pues eso mismo, Michael: “ya nos llamamos un día de estos”.