Deuda de honor

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Si el viaje es un recurso narrativo tan común en cualquier época o tradición es porque es muy socorrido. Un viaje puede ser metáfora prácticamente de cualquier cosa. Desde el tránsito de la vida, donde lo importante es el viaje en sí y no el principio o el final, hasta el camino de la iluminación, que es un viaje en el cual todo aquello que tenemos nos lastra y todo de lo que nos desprendemos nos facilitaría llegar, o el descenso hacia la locura, que implica una lenta e inexorable pérdida de la noción de lo real. Ahora bien, si esa universalidad tiene algún sentido es porque a lo que más se parece un viaje es a la narrativa en sí: se plantea una situación de comodidad (estar en el punto x) que se ve violentada por un acontecimiento dado (llegar al punto y) que sólo se puede lograr después de superar varios conflictos inevitables (el viaje entre ambos puntos).

Más que un western podríamos decir que Deuda de honor (The Homesman, Tommy Lee Jones, 2014) es una película articulada alrededor del viaje. Todo cuanto ocurre en la película tiene poco que ver con la ambientación de la época más anárquica y oscura de EE.UU., glorificada hasta la extenuación incluso cuando se pretendía crepuscular o una deconstrucción de la misma, como con la situación de la mujer no sólo en aquella época, sino también ahora. Aquí se retratan los pasos de Mary Bee Cuddy, una piadosa mujer del medio oeste, quien, por encargo de la Iglesia, deberá recorrer el camino de Nebraska a Iowa para llevar hasta una institución mental a tres mujeres que han perdido la cabeza. Aunque no se las clasifica dentro de la enfermedad mental favorita de la época, la histeria, en todas ellas ésta viene asociada por un problema derivado de su posición como mujeres: Arabella Sours ha perdido tres hijos por difteria, Theoline Belknapp ha matado a su propio hijo para que no muriera de hambre y Gro Svendsen sufre malos tratos de mano de su marido por no ser capaz de darle un hijo.

Mary Bee Cuddy no es una excepción. Al haber sido rechazada en repetidas ocasiones por poco atractiva y excesivamente mandona, en palabras de sus propios pretendientes, la protagonista siente que nunca será capaz de encontrar un hombre y, lo que es peor, tampoco de quedarse embarazada. Está tan enferma como las demás, pues sufre depresión, por los mismos motivos, por un hijo que no llega o se fue, pero con más entereza para abordar el mundo que la rodea. Pero es esa entereza por lo que ese mundo circundante la castiga: no ser más femenina, más vulnerable, no ser, en último término, algo que los hombres puedan poseer o acusar de sus propios problemas. No estar desvalida. De ahí el escaso sentido de llamar western a una película ambientada en el oeste, pero que prefiere recrearse en una tragedia más íntima.

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De ahí que el papel de Tommy Lee Jones, haciendo el papel del bandido George Briggs además de ejercer de director, sea el más ambiguo de todos. Ayudando a Cuddy primero por el dinero, después por algo situado entre el amor y la culpabilidad, su entrada podría haber significado un descenso hacia las formas clásicas del western, con sus tiroteos y sus machadas plagadas de testosterona, para caer en exactamente lo contrario; no, ni siquiera al inevitable encuentro con los indios llegan a disparar una sola bala, sacrificando uno de sus caballos por el camino, para solucionar la situación sin recrearse en los tropos propios del género. Deuda de honor es una película de sutilezas. Todo trata sobre la pérdida, cómo es vivida la pérdida, pero no sólo desde el punto de vista femenino, sino del oprimido en general: hombres incluidos, al estar oprimidos bajo un sistema que no les permite exteriorizar el dolor; la última parte de la película se centra en Briggs, su descenso hacia la violencia y, en parte, el retrato de esa misma masculinidad que hasta ahora se había visto negada: ahora sí hay violencia, física y verbal, que acaba necesariamente en un destino funesto. Con él alejándose de ese maldito diablo que afirma es el oeste.

Mal que le pese a muchos, más que un western es una historia sobre cómo el heteropatriarcado aniquila cualquier principio de humanidad en las personas. Cómo se edifica a través de silenciar cualquier forma de sentimiento o de comunión con el prójimo que no incluya derramar su sangre, o al menos derrotarlo. También radica ahí la glorificación de aquella época funesta, tanto en el western como en el pensamiento occidental en general, en tanto tabula rasa donde cualquier forma de orden podía ser interpuesta sobre un territorio virgen, por colonizar, siempre y cuando fuera mediante el uso de la violencia. Es Briggs quien finalmente logra llevar el encargo hasta sus últimas consecuencias no necesariamente siguiendo su anterior estilo mezcla de intimidación y diplomacia, también quien recuerda a la malograda Cuddy y, de paso, el que se desentiende del oeste cayendo en exactamente el mismo vicio que éste, al desatender su memoria en ese último viaje.

Pero, ¿qué es el homesman del título original? En el antiguo oeste, aquel que llevaba de vuelta hasta su tierra natal a los colonos arrepentidos de haberse ido hasta el nuevo mundo. En ese sentido es en el único que podemos considerar que Briggs es protagonista por encima de Cuddy, cuando lo consideramos en términos simbólicos. Toda la película trata del hombre conduciendo a la mujer hacia su tierra natal, hacia un estado de violencia física y psicológica insoportable —exigiéndole ser madre, pero negándole la posibilidad de serlo—, incluso si sólo es en el campo simbólico.

Las mujeres en casa criando hijos o muertas o locas si no valen para eso; los hombres cultivando su violencia allá por donde van, salvo cuando el que tienen enfrente es más poderoso y deben rendirse ante él. Ese es el viaje que nos propone Deuda de honor: una mirada brutal hacia lo que siglos de roles de género nos llevan haciendo.