La tercera edición de la Americana Film Fest (Festival de Cine Independiente Norteamericano de Barcelona) fue pródiga en viajes a ninguna parte, compañeros silentes que aparecen a mitad de ruta y traumas que impiden plantearse siquiera la posibilidad de volver a casa.
Tras la primera crónica del festival a cargo de mi compañero Antoni Peris, ahora os proponemos un itinerario con detours, palizas, equívocos, encerronas y manicomios donde se reza un montón. Ah, si… y también mucho amor. Que no falte, ¿eh?
Desencuentros: ‘no way home’
King Jack (Felix Thompson, 2015) vendría a ser la versión ficción de la excelente Rich Hill (Andrew Droz Palermo & Tracy Droz Tragos, 2014), vista en este mismo festival el año pasado. Si aquella apostaba por el seguimiento continuado en el tiempo de los tristes avatares de tres proto-víctimas recién llegadas a la adolescencia (y que parecían la versión teen del Steven Avery de Making a Murderer), la presente se centra en apenas un fin de semana de otro aspirante a white trash de pleno derecho: el vapuleado rey ‘rata’ Jack. Vapuleado por el hermano mayor, sin la confianza de una agotada madre trabajadora… y blanco de las chanzas de un vecindario con aversión a cualquier muestra de debilidad. Jack necesita reivindicarse, foguearse, bailar con la más honesta, ganar por una vez. La llegada de un primo con una madre aquejada de problemas mentales quizás le obligue a dejar de correr y enfrentarse a su némesis local, al más puro estilo Paul Newman en La leyenda del indomable (Stuart Rosenberg, 1967).
Yosemite (Gabrielle Demeesteere, 2015) estaba inspirada en dos cuentos del actor y eterno aspirante a hombre orquesta James Franco y su ubicación geográfica resulta tan equívoca como el título. Porque sí, la acción arrancaba en el conocido Parque Nacional de Yosemite, pero tan solo a manera de anécdota. Un padre —¿superando un divorcio?, ¿cargando sin más con los hijos los días prescritos en el acuerdo?— pasea con sus vástagos por un entorno amenazante, mucho más si a uno se le echa la noche encima. Lo único que conocemos de él es que profesa una fe excesiva en un único libro, ese que nos aguarda en los cajones de las mesitas de noche en las habitaciones de cualquier motel de carretera estadounidense. A la vuelta (¿o quizás ocurre antes?) sabremos de la existencia de otros dos compañeros de clase de sus hijos. Ambos marcados por la ausencia de la figura paterna; el uno, enganchado a rudimentarios chats de madrugada (estamos a mediados de los ochenta), el otro, veterano del Vietnam dedicado en cuerpo y alma a retroalimentar su trauma. En este panorama de abandono de facto, nuestros tres escolares deberán de buscarse nuevos amigos, nuevas aventuras, nuevas amenazas. Vivir tratando de superar lo que ya no pueden superar sus mayores.
Quizás Yosemite se pase de sutil. Su directora no está por la labor de ponérnoslo fácil: su poética de la sospecha hace que estemos continuamente temiéndonos lo peor. Que ese desconocido que acoge a un menor en su casa a cambio de cómics y Coca-Cola quiera algo más. Que esa pistola que esconde papá debajo de la cama esté ahí para desencadenar el drama. Que la fauna salvaje que aguarda su oportunidad entre las sombras no sea, comparada con el hombre, más que animales desamparados, perdidos mientras trataban de volver al bosque.
Abundando en los desencuentros, una de familias que están dejando de serlo. O que evolucionan hacia algo distinto, lo que quiera que sea. La muy simpática People Places Things (James C. Strouse, 2015) plantea crisis de cuarentón de traca: divorcio, nuevas obligaciones como padre, indecisión en el plano laboral… contado todo sin cargar las tintas, entre la simpatía mumblecore de un Noah Baumbach y la ligereza en los diálogos de un Woody Allen inspirado. Orgullosa de su propia pequeñez, vamos.
Pero si ha habido una película con una protagonista necesitada de reformular el concepto familia, esa ha sido Wildlike (Frank Hall Green, 2014). ¿Cómo es posible parir una historia tan deliciosa con un punto de partida tan sórdido? Mackenzie, adolescente víctima de su propia belleza, recala en Alaska. Rebotando de familiar en familiar, como si no supiesen muy bien qué hacer con ella, dónde aparcarla. Sólo sabemos que su madre no está en condiciones, que mejor que se vaya lejos de Seattle… por un tiempo indeterminado. Allí será víctima de un depredador con el que comparte apellido, pero que lleva tiempo esperando su oportunidad (¿había ocurrido ya en algún momento del pasado?). El caso es que Mackenzie, toda inocencia interrumpida, decide salir huyendo a la carrera, sin rumbo fijo, sin más planes de futuro que no dormir a la intemperie y tomarse algo caliente antes de acostarse. Sola, por fin.
Y aquí es donde la película se escinde con una naturalidad maravillosa y se transforma en una ruta iniciática, a resultas del encuentro con un tipo en apariencia taciturno pero que acaba resultando un Bogart encantador con herida todavía sangrante. ¿El final? Pues como en Casablanca, pero cambiando el avión por un ferry. Wildlike fue una de las joyas del festival, un derroche de sensibilidad a medio camino entre, pongamos, Old Joy (Kelly Reichardt, 2006) y Hacia rutas salvajes (Into the Wild, Sean Penn, 2007).
Digging for Fire (Joe Swanberg, 2015) sería la versión conservadora de todo lo visto anteriormente. La crisis de fin de semana que sufren el par de pijillos protagonistas no provoca ni frío ni calor. Y eso que el punto de partida resulta más que interesante: la aparición de un hueso y una pistola en el jardín de una casa desencadena un vendaval de emociones contradictorias en este par de treinteañeros con pánico a reconocer su nueva condición (padres). La familia, en definitiva, es aquí una gran cosa. Y separados, nuestros dos protagonistas parecen no ser nada: el uno se dedica a montar fiestas con amigotes (con esa preocupante tendencia a asociar diversión con cervezas, coca y chicks for free) y la otra a irse de compras, visitar a otras amigas más acabadas que ella y ligarse a Orlando Bloom en un bar. Pero sólo un poquito, ¿eh? Sus (casi) infidelidades acaban en un episodio de crecimiento personal y súbita madurez. Hasta el vago vocacional del marido decide enterrar la chupa, quintaesencia de la adolescencia perdida. Como si les diese vértigo la sola posibilidad de empezar a conocerse a sí mismos…
El miedo a convivir con uno mismo —o esa necesidad gregaria “inherente al ser humano”, según algunos políticos— también puede acabar contaminando pueblos enteros, arrasando cualquier vestigio de razón, haciendo inviable cualquier tentativa de volver al H-O-G-A-R. En Prophet’s Prey (Amy Berg, 2015) su directora nos sitúa a las puertas (entrar se antoja misión imposible) de una comunidad fundamentalista mormona, capitaneada por un enfermo mental que monopoliza el mensaje divino para así controlar la voluntad y los depósitos bancarios —por supuesto— de sus desamparados fieles. Warren Jeffs es el nombre de este ilustre hijoputa, que a pesar de acabar sus días entre rejas se las apaña para seguir sometiendo a su particular reinado del terror a unos 10.000 alienados de difícil reinserción. Toda una trama con excusa mística organizada con una única finalidad: poder violar a menores. ¿Lo más terrible? Que sus franquicias psicopáticas se reparten por cuatro estados de los EE.UU. y que mientras los pobres desgraciados siguen esperando la llegada del fin del mundo (la zanahoria existencial por antonomasia), mucho nos tememos que el horror —quintaesenciado en esta cama-altar para las iniciaciones— continúa campando a sus anchas por los pasillos de ranchos recónditos. Quizás el desencuentro definitivo sea este: el de un rebaño manipulado a placer por un Dios que resulta ser un depredador sexual.