Hacia el feel-good torture porn
El tiempo pone a cada cual en su sitio: como a otros asistentes a su pase en aquel festival de Sitges de 2008, Martyrs (íd., Pascal Laugier) me pasó por encima.
En aquel momento muchos contemplábamos la propuesta del francés como el vagón de cola de un tren que pocas veces ha pasado en la historia del género. Desde subproductos torture porn a la sombra de las obras seminales de James Wan (Saw, 2004), Eli Roth (Cabin Fever [2002], Hostel [2005]) o Alexandre Aja (Las colinas tienen ojos [The Hills Have Eyes, 2006]) a entradas asiáticas de gore inusitado como la tailandesa Art of the Devil (Khon len khong, Tanit Jitnukul, 2004) o la coreana The Butcher (Kim Jin-won, 2007), pasando por el Nuevo Extremismo Francés (término acuñado por el crítico James Quandt) representado en su vertiente de género por el citado Aja (Alta tensión [Haute Tension, 2003]), Xavier Gens (Frontière[s], 2007) o Julien Maury y Alexandre Bustillo (À l’intérieur, 2007), la ola de terror extremo daba sus últimas boqueadas en tanto el mundo se preparaba para salir del largo y oscuro túnel entre los escombros del 11-S de la mano de Obama. Martyrs, acaso adscribible a la susodicha corriente francesa, tenía ya demasiados referentes a sus espaldas con los que competir. ¿Competir en qué? La abundante hemoglobina de la cinta, y en particular su indeleble clímax, nos llevó a unos cuantos a interpretar equivocadamente su apuesta en términos cuantitativos de violencia gráfica. O, por usar el término crítico acostumbrado, pornográfica.
Porque lo que superó aquella Martyrs no fue tanto cierto límite de explicitud como a una cinefilia incapaz de abordar la expresión de la violencia al margen del canon estético y dramático legado por la generación anterior. Esta impotencia ya se había delatado ante el mencionado fenómeno del torture porn, películas cuyas cruentas imágenes se condenaban en función de su inoperancia para realzar unos guiones acartonados —psicópatas monstruosos, alambicadas tramas whodunnit, odas al instinto de supervivencia— en lugar de valorarlas, precisamente, por su rebeldía ante el corsé literario clásico, es decir, apaciguador de los horrores innombrables que jalonan nuestra existencia. Aquellos trabajos no se sometían a narrativa alguna más que a la propia del espectador como ser biológico, esclavo de por vida del sufrimiento o de su mera expectativa. Bajo una capa quebradiza de ficción se agitaban formas documentales en torno a la experiencia extrema de vivir y los filtros —emocionales, éticos, racionales— que nos permiten asimilarla. Todo lo contrario a la pornografía, que pretende hacer pasar por reales meras fantasías al gusto del consumidor.
Martyrs no era ninguna fantasía. Tampoco era complaciente. Nacía de una confluencia excepcional entre la inquietud de un realizador, concernida por la fragilidad física y psicológica del individuo ante los poderes que configuran su entorno —tema en el que ahondaría en El hombre de las sombras (The Tall Man, 2012)—, y un estado del género que favorecía un grado de exposición de la violencia sin parangón en su historia. Dicha violencia no se articulaba con arreglo a convenciones genéricas, sino a diferentes capas de un discurso con vocación desestructurante.
La capa más básica, patente en el gore de la primera parte y en una coda aún más extrema, ponía una vez más de relieve la potencial victimización de todo ser humano. A las grotescas mutilaciones y otros impactantes efectos de maquillaje se sumaba una fotografía en Super 16 que, en calculado detrimento de la profundidad de campo, capturaba la expresión corporal de las actrices en planos cercanos y nerviosos; su textura granulada, asimismo, confería materialidad a las sombras y las manchas de sangre, conformando una paleta siniestra y omnipresente al asedio de los cuerpos torturados.
Sin embargo, un segundo nivel impedía el disfrute cómplice que, no nos engañemos, a priori busca cualquier aficionado al terror. El primer visionado de Martyrs es frustrante, y el segundo insoportable, por la manera en que las escenas violentas se intersecan con un plano dramático que impone su propio ritmo. La prolongada autorreclusión de los personajes en la residencia familiar que asaltan deviene espacio mental que nos remite a El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962); el montaje asfixiante, sin apenas cambios de tono, difumina los límites entre el final de una secuencia y el comienzo de la siguiente. Un tempo incómodo que se exacerbará en la sesión de tortura del último tercio del metraje, donde Laugier nos niega la escalada sangrienta que (bol de palomitas en mano) esperamos. En su lugar nos muestra breves episodios de agresiones menos gráficas, aislados entre sí por las elipsis que marcan los fundidos en negro. Mientras aguadamos en la antesala de ese gimmick gore que, estamos convencidos, hará historia (hasta la llegada del próximo enfant terrible), el tiempo se desvanece… y nuestra conciencia emerge. Empezamos a darnos cuenta de que lo que contemplamos en ese interminable segmento son padecimientos despojados de todo propósito festivo o festivalero, una cuota impertinente de drama humano que ese mes creíamos cubierta con algún repaso de La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, Carl Theodor Dreyer, 1928). ¿Es acaso Martyrs un drama concienciado? ¿Cuál es la justificación para mostrar toda esa sangre?
La respuesta a estas preguntas no puede ser más desoladora. En la asignación de sentido a tanto dolor se interpone un retrato caricaturesco de la alta burguesía y otros poderes fácticos que destierra la película de cotas trascendentes. Hasta (literalmente) el último segundo, buscamos acomodo en la racionalidad de ese último quiebro de la trama, contaminado de parlamentos explicativos que remiten a la serie B y su habitual distancia de seguridad —a veces cínica, a veces moral— hacia los horrores narrados. Pudiera tratarse de una relativización de la violencia como la de la citada franquicia Saw, en la que las torturas obedecen a una moral rigurosa, extrema pero nada infrecuente en nuestro mundo, y sus meandros argumentales a conocidos esquemas narrativos del policíaco y del subgénero de psychokillers. Con una salvedad: mientras que la creación de James Wan y Leigh Whannell modula desde el principio su tono agresivo con dosis de humor negro y banalidad autoconsciente —esos cortes rapidísimos, heredados de los videoclips de finales de los noventa—, Laugier rompe la gravedad de la cinta cuando ya nadie mira el escenario y todos están buscando la salida de emergencia de ese infierno. Pero no hay salida.
El último plano corta en seco nuestra huida, obligándonos a dar media vuelta y mirar de frente todo el sufrimiento expuesto durante noventa minutos inapelables. El dolor, viene a decir Laugier, no es el activo que sugiere el martirio o cualquier otra instrumentalización por parte de las élites económicas e intelectuales a lo largo de la historia. El dolor es una experiencia autocontenida, ajena a atribuciones o constructos filosóficos, por elevados que sean. Anna no puede entender el dolor de Lucie, ni nosotros el de ellas. Tan solo podemos experimentarlo. La miseria no nos une: únicamente nos hermana, y casi siempre en contra de nuestra voluntad. Solo que a veces esta voluntad muy fuerte.
El triunfo de la voluntad
El Martyrs de Pascal Laugier, como hemos visto, no era un drama humano, sino existencial. Los diversos niveles expresivos de la violencia —sensorial, dramático y filosófico— se apelmazaban sobre su esqueleto narrativo hasta dar lugar a algo monstruoso, imposible de adscribir a los habituales conflictos de raíz literaria sobre lo humano y lo divino. El discurso de Laugier integraba tales cuitas en una holística del horror que comprendía la propia realidad del espectador.
Este dominio de lo expresivo no ha sido la tendencia predominante en los años recientes del género de terror. Por el contrario, si algo evidencian películas tan celebradas como Tú eres el siguiente (You’re Next, Adam Wingard, 2012), La mujer de negro (The Woman in Black, James Watkins, 2012), The Purge: La noche de las bestias (The Purge, James DeMonaco, 2013) o La invitación (The Invitation, Karyn Kusama, 2015) es una recuperación de la narrativa como vehículo preferente del discurso. Una tendencia que confirman reacciones aisladas a la misma como Posesión infernal (Evil Dead, Fede Álvarez, 2013) o El infierno verde (The Green Inferno, Eli Roth, 2013), pero sobre todo el conservadurismo lúcido de La cabaña en el bosque (The Cabin in the Woods, Drew Goddard, 2012), la cual alertaba sobre la necesidad de renovar los tropos ficcionales del género, siguiendo el ejemplo de esos partidos democristianos que eligen a líderes núbiles para regenerar su imagen con el único fin de perpetuarse en el poder.
En otro alarde visionario, James Wan prefiguró la transición a este nuevo terror narrativo en Insidious (íd., 2010) mediante el reemplazo de lo visceral por lo atmosférico. Las formas de representación del torture porn bloqueaban el discurso racional vía estímulos cognitivos de naturaleza no tan distinta a la de pasar una hora en la entrada de urgencias de un hospital o contemplar en internet espantosos vídeos de ejecuciones; sin embargo, el terror de atmósfera inquietante suele operar de manera contraria, incorporando en su estructura una salida narrativa o, al menos, una explicación convincente en los términos de la película que permita al espectador resolver la tensión. Tales ficciones tienden a abrir canales entre las imágenes y la razón sin pagar el oneroso peaje de los niveles más profundos de la realidad, abandonando las galerías ciegas de nuestra conciencia en favor de rutas diegéticas capaces de vehicular discursos más intelectuales.
¿Qué separa a esta tendencia de clásicos del terror atmosférico como La mansión encantada (The Haunting, Robert Wise, 1963) o El Resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980)? El propio Wan trazó la línea con Expediente Warren (The Conjuring, 2013), donde la geometría de los encuadres, el tempo intraescénico y un sobresaliente diseño de producción priorizaban lo climático sobre cualquier otro aspecto. El final, sin mayor vocación reflexiva que un episodio de Historias de la cripta (Tales from the Crypt, 1989-1996), dejaba en el espectador un vacío rápidamente ocupado por el recuerdo de las secuencias más impactantes —una de las cuales daría lugar al spin-off Annabelle (íd., John R. Leonetti, 2014)—, en contraste, por ejemplo, con Insidious y su sugerente ultramundo, que conectaba la atmósfera con el trasfondo dramático de los personajes. Lo que algunos veían como una insuficiencia de guion en realidad constataba la arbitrariedad de cualquier resolución narrativa ante la aproximación sensorial, salvajemente epidérmica de Wan al terror. Mientras que Wise o Kubrick armonizaban un sólido aparataje formal con un discurso profundo, Expediente Warren afirma orgullosamente la autonomía del primero, reducida la trama a simple asidero referencial al que aferrarse durante el tempestuoso visionado.
Dicho de otro modo, mientras que los subterfugios racionales quedaban a la intemperie del terror extremo de la pasada década, en el reino de la imagen-atmósfera son invitados a entrar y sentarse a la mesa del festín audiovisual… como convidados de piedra. El caso de una película como La bruja: Una leyenda de Nueva Inglaterra (The VVitch: A New England Folktale, Robert Eggers, 2015) es paradigmático: su éxito no se debe a su disquisición sobre las creencias que integran el inconsciente colectivo de la humanidad desde tiempos ancestrales, sino a unas imágenes moldeadas a partir de una lectura precisa de los estándares formales vigentes en la cinefilia actual.
Entre la radicalidad de Wan y la sumisión jesuítica de Eggers, la mayoría de autores del género en la actualidad se instalan en un parque de juegos para ficciones al amparo de una carpa de imágenes codificadas. Una vez establecido el tono dentro de pautas visuales y genéricas seguras, reprimen los relatos de su desembocadura en lo real, encauzándolos hacia estructuras de pensamiento tan críticas como distantes de nuestro mundo. Los códigos de género hacen así las veces de matraz de contención de una narración gaseosa, capaz de formar metáforas psicológicas de algo tan disruptivo como la maternidad (The Babadook, Jennifer Kent, 2014), sátiras de la adolescencia como alternativa a la tragedia (Excision, Richard Bates Jr., 2012), parábolas sociales tan fascinadas que acaban formando parte de lo que retratan (The Sacrament, Ti West, 2013) o testamentos de la institución patriarcal (Somos lo que somos [We Are What We Are], Jim Mickle, 2013]). La voluntad contemporánea de inhibición del horror en favor de ficciones debatibles, susceptibles de interiorizarse, llega hasta el punto de hacer de una premisa tan sobrecogedora como la de La habitación (Room, Lenny Abrahamson, 2015) la feel-good movie del año.
¿A alguien puede extrañarle, entonces, que Martyrs (Kevin & Michael Goetz, 2015) sea la feel-good horror movie del año?
Martyrs, la ficción
Si algo acusan las mutaciones del género desgranadas más arriba es la práctica ausencia de una crítica que las haya puesto en valor, bien en sí mismas, bien respecto del legado del que partían. Al desprecio habitual de la cinefilia oficiante de la liturgia de los festivales se une la incomprensión de muchos fans, reacios a entender el audiovisual más que como garante de una zona de confort en peligro desde el fin de su adolescencia.
A priori semejante contexto afásico invitaría a apreciar el remake de Martyrs como testimonio historiográfico del film original, de improbable inclusión en un canon deslavazado desde la crisis que atravesó el género en los 90. No obstante, su bajo presupuesto —al parecer, uno de los motivos de la espantada de Daniel Stamm (El último exorcismo [The Last Exorcism, 2010]) en una fase temprana del proyecto— denota el bajo riesgo que las productoras de Jason Blum y Peter Safran estaban dispuestas a asumir. Ello aconseja relativizar el interés crematístico como razón de su existencia, pero también dificulta hablar de reivindicación de la obra de Pascal Laugier a fuer de la evidente incomodidad a la hora de manejar el material de partida. El cambio de paradigma en los últimos siete años hacía imposible trasladar conceptos ajustados a la radicalidad de aquella época y aquellas claves de género a los nuevos tiempos atmosféricos y derivativos, volcados en esparcir aquí y allá semillas de ficción con la esperanza de reverdecer el desierto de lo real.
Es una de estas semillas, y no una reafirmación a contracorriente de la pedagogía del tormento de su predecesora, el auténtico germen de la nueva Martyrs. Desde el punto de vista de Mark L. Smith, guionista e impulsor creativo del proyecto, la experiencia de Anna y Lucie no es un viaje a los infiernos, sino a los cielos, como exclama la literalidad de los últimos planos de la película. En vez de utilizar nuestra empatía por los personajes para a través de ellos columbrar el horror del mundo, Lee prefiere obviar este para proferir un canto a dicha empatía. Con este fin introduce dos giros cruciales respecto al guion de Laugier en el que se basa.
El primero de ellos atañe al manejo del punto de vista. Mientras que en la versión de 2008 Anna relevaba a Lucie en el calvario programado por sus captores, el relato de los Goetz mantiene a ambas hasta el final. De esta manera Anna nunca llega a abandonar su condición de testigo de los padecimientos de Lucie, prolongados por necesidades del guion de Smith. Se pierde el efecto de subjetividad compartida con el espectador —característica del terror post 11-S— a cambio de una mirada externa, brechtiana, que permite abrir el discurso a lecturas emocionales sin cabida en el pozo de lamentos de Laugier. Nos arrebatamos con una relación entre dos mujeres sublimada por el dolor como artefacto poético, no como experiencia; es decir, disfrutamos una subjetividad filtrada de elementos corrosivos.
De este principio deriva el otro cambio sustancial del libreto: lejos del nihilismo de la original, Martyrs (2015) apunta a una verdadera trascendencia tras el martirio. Acaso no una estrictamente metafísica —algo difícil después de la burla de Laugier a tales consuelos terrenales—, pero sí emocional y a la carta, acorde con los tiempos de ensimismamiento afectivo que vivimos. El vínculo entre Anna y Lucie toma un cariz de comunión espiritual, un paraíso cerrado que las imágenes dotan de categoría ontológica, al mismo nivel de realidad que el resto de la cinta. Esta visión de los Goetz supera incluso en optimismo a su ópera prima Scenic Route (2013), donde sus protagonistas atrapados en el desierto recelaban del final tan feliz como inverosímil que les había deparado el destino.
¿Condenamos entonces Martyrs (2015) por alta traición al original? No todos los hallazgos de su antecesora son ignorados. Si Laugier dosificaba la violencia para boicotear el goce festivo del aficionado, los Goetz usan todo tipo de recursos para impedir un malestar que nublaría su mensaje: el rápido montaje del último acto marca un viraje al thriller que disipa toda sensación de fatalidad; el desplazamiento de la acción a exteriores soleados acaba a su vez con la claustrofobia; los diálogos en esquema plano-contraplano conservan la agencialidad de Anna respecto a sus secuestradores —ya explicitada en el guion por la liberación de un tercer personaje que en el original se presentaba, como todos los demás, sentenciado. La atmósfera ominosa de la primera hora de metraje también remite a Laugier, si bien sus ingredientes beben del neoclasicismo de Wan: una fotografía de contrastes entre tonos cálidos y ocres, una profundidad de campo que saca partido de interiores sugerentes y una música esclava de los avatares de la narración. Prolijos flashbacks descartan la desesperanza existencial al plantear lo macabro como consecuencia de un conflicto, no de su futilidad. Puede haber sacrificio, pero no victimización; no se asume la oscuridad como inherente a nuestra condición, sino que se la combate.
Como tantos remakes, Martyrs (2015) puede traicionar la obra en la que se inspira, pero no a su tiempo. Nos hallamos ante una ficción en fuga, ante el relevo de la violencia por su relato, ante un nuevo proxy de imágenes que salvaguarda la narración de aquellos horrores que amenazan con inhibirla. La última escena consuma esta huida declarada. El montaje que anuda pasado, presente y futuro en una emoción misteriosa. El crescendo de la música, que pide para sí unos segundos de tiempo ultraterrenal después de la última imagen. Y la belleza banal con que la cámara se desplaza por los rostros extáticos de Anna y Lucie, como si la compañía de un alma gemela supliera la necesidad de una trascendencia dreyeriana.
Martyrs (2015) no solo pretende ficcionalizar el sufrimiento que Laugier exponía en toda su crudeza. Su meta, aún más elevada, es imprimir la leyenda de ese sufrimiento. Y fracasa. Fracasa porque los hechos ya se imprimieron antes, y las imágenes de los Goetz no logran reescribirlos como un imposible feel-good torture porn. No pueden borrar la realidad de que, una y otra vez, nuestra condición miserable quedó de manifiesto durante los años más salvajes del terror cinematográfico: Martyrs (2008) es el bastión más fuerte de la memoria de aquella época dorada del género. Pero paciencia. Vendrán más imágenes cargadas de belleza y de futuro, y otras, y otras más, hasta que, tarde o temprano, ese bastión acabe por caer. Solo es cuestión de voluntad.
Brillante texto, Álvaro.
Excelente crítica y todavía mejor su habilidad para escribir. No he visto la nueva Martyrs, pero después de leer esto, concluí que prefiero quedarme solo con la original. Mejor invierto mi tiempo en otra obra.