Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976)

Todos podemos ser Travis Bickle

taxidriver01Si las circunstancias hubieran sido otras, Paul Schrader podría haber terminado muerto o encarcelado antes de mostrar su talento en el cine. El guionista y director de filmes como Yakuza (The Yakuza; Sydney Pollack, 1974), American Gigolo (íd.; 1980), Toro salvaje (Raging Bull; Martin Scorsese, 1980) o Aflicción (Affliction; 1997) pasó una muy mala época personal en la que estuvo vagando por las calles sin hablar con nadie durante semanas, alimentándose de comida basura, durmiendo en su coche y concibiendo oscuras ideas. Afortunadamente, se limitó a la escritura para explicarlo y de esa etapa quedó el libreto de una película que acaba de cumplir su 40 aniversario, manteniéndose tan espléndida e inquietante como en su primer día. Hablamos, como no, de Taxi Driver (íd.; Martin Scosese, 1976).

¿Por qué perturba Taxi Driver? ¿Por qué nos deja peor cuerpo que otras cintas más terroríficas, violentas o sangrientas? Porque nos habla del lado oscuro en el que todos podemos caer, del agujero en el que estuvo cerca de consumirse su guionista y que consume a diario a personas de todo el mundo, la no identificación con las cosas de la vida cotidiana, el sentimiento de saberse un marginado social. Se puede analizar Taxi Driver de modo simplista como la peripecia de un hombre extraño y solitario que consigue dar un sentido a su vida haciendo de justiciero urbano, pero todo eso no es más que el ruido y la furia de lo que subyace. Porque se habla de individualismo y de nihilismo, de que todos los personajes de Taxi Driver son islotes incomunicados y de que sus intentos por conectarse resultan infructuosos o frustrantes, de que estamos solos y difícilmente podemos hacer nada para remediarlo. Y que además de su alcance universal es la crónica del estado de un país en un determinado momento.

Travis Bickle (Robert De Niro) es un veterano del Vietnam que tiene problemas para dormir y se busca un empleo como taxista nocturno, para al menos estar entretenido y ganarse un dinero. En una época en la que Estados Unidos estaba muy harto y descontento del fracaso en Vietnam, Travis es símbolo de un país que no se reconoce a sí mismo, desnortado. Un país que entonces, a mediados de los 70, sufría también las consecuencias de una crisis económica a causa de los precios del petróleo, una crisis política con el escándalo Watergate y una crisis social, con un descontento generalizado del optimismo de los 60, que no había resuelto nada y unas calles de Nueva York que hacían evidentes las desigualdades sociales y un alto índice de criminalidad. Un ambiente en el que germinaron cintas como Harry, el sucio (Dirty Harry; Don Siegel, 1971) o El justiciero de la ciudad (Death Wish; Michael Winner, 1974), para tratar de dar un poco de alivio a un pueblo que vivía con impotencia la sensación de que el peligro acechaba tras cualquier esquina y no se podía hacer nada. Es en ese ambiente en el que se mueve Travis, que observa a través de su taxi, esperando una lluvia que purifique ese ambiente claustrofóbico, a esos Estados Unidos que tanto han cambiado desde el sueño de felices familias blancas viviendo en soleadas urbanizaciones en las afueras. Travis es racista, no tiene unas habilidades sociales muy bien desarrolladas, vive solo en un apartamento de medio pelo, desordenado y sucio y se entretiene viendo pornografía en cines especializados, acompañado de otros inadaptados como él, igualmente solos o en compañía de prostitutas. Y no es que sea un asceta, un anacoreta urbano que disfrute de la reflexión y del uso de su propio tiempo, sino que quisiera alguien “normal”, alguien con una buena chica a su lado, con la que pueda salir al cine o a tomar algo y con la que poder olvidarse de los tristes pensamientos que le asaltan todo el tiempo. Así se interesa por Betsy (Cybill Shepherd), una chica que es presentada como si fuera un anuncio publicitario, andando a cámara lenta, bella y estilosa, de las que nadie puede tocar, de las que atraen las miradas de cualquiera, incluso del propio Scorsese, que tiene en ese momento uno de los dos cameos que realiza durante el metraje. Betsy parece la promesa de esa vida soñada y a ella se dirige Travis, tratando de seducirla incluso en su puesto de trabajo, generando la envidia de Tom (Albert Brooks), el clásico compañero que va de amigo de las mujeres cuando lo que desea es otra cosa, un miserable sin arrestos para salir de su propia mediocridad, uno de esos que te contará lo bien que se lo ha pasado el fin de semana y del que no sabrás casi nada de lo que piensa, probablemente porque tampoco es muy interesante. Betsy sabe que ella misma puede quedar atrapada como mujer trofeo de alguien, en ese tipo de existencia en la que los días se suceden con idéntica cadencia y que la masa llena con pasatiempos que distraen de la pulsión de muerte. Por eso Travis no le repele de inicio, de hecho le provoca una gran curiosidad, por ser algo diferente a lo que ella está acostumbrada a ver. Ambos se atraen por su disparidad, su búsqueda de sentido vital y parece que la cosa marcha hasta que las propias contradicciones de Travis lo mandan todo al garete, cuando considera que una buena opción de cita es llevar a Betsy a uno de los cines porno donde acude regularmente. Él quería hacerla partícipe de sus aficiones, sin darse cuenta de que no todo lo que funciona con uno mismo funciona con los demás. Incapaz de verlo, Travis culpa a la otra parte y sigue en su objetivo de encontrar una redención, algo con lo que se sienta bien y en lo que los demás lo avalen. Y lo encuentra en Iris (Jodie Foster), una prostituta preadolescente que trabaja para Sport (Harvey Keitel).

Taxi Driver, 40 años después

Travis ha visto cómo la política no resuelve los problemas que él padece en el día a día, ha llevado en su taxi a gente mucho más trastornada que él (inolvidable el segundo cameo de Scorsese como cliente que observa a su mujer desde el taxi y explica cómo le hará daño) y al final solo parece reinar el caos y la injusticia. Pero en Iris ve un modo de reparar ese desorden desde sus cimientos, aunque una vez más las cosas no son necesariamente como las ve él. Iris parece feliz siendo prostituta, habla de la necesidad de las mujeres de vivir de manera libre con su cuerpo y no se siente explotada. Al fin y al cabo, Taxi Driver nos ofrece el punto de vista de su protagonista en casi todo momento, salvo una escena en la que Sport e Iris bailan juntos al ritmo de una canción romántica y donde ella siente amor, el espectador puede ser consciente de que Sport se aprovecha de la escasa edad de ella para engañarla con un supuesto amor con el que la mantiene junto a él. Finalmente, sin ser invitado, Travis lleva a cabo una matanza que cree que contribuirá a esa deseada limpieza de las calles de Nueva York, pero al final todo cambia para seguir igual. Hay un chulo menos en las calles y una chica menos dedicada a la prostitución, pero Travis continúa conduciendo su taxi por las calles de Nueva York, sin emocionarse especialmente por el reencuentro con Betsy, que parece haber olvidado su desencuentro y lo mira con otros ojos. Pero él no hace mucho caso, ella forma parte del pasado y ahora Travis sigue observando el mundo, quizá dónde ejecutar su siguiente misión. Quizá ahí ha encontrado su lugar, su bendición y su condena.

Taxi Driver es, para el que esto escribe, la mejor película de su director y una cinta clave en el cine de las últimas décadas, por su conjunción de talentos dando lo mejor de sí mismos. Scorsese radiografiando las calles neoyorkinas de los 70, bien ayudado por la cruda fotografía de Michael Chapman; Schrader planteando a la audiencia el dilema moral de situarse al lado del (supuesto) loco, la romántica y apocalíptica banda sonora de Bernard Herrmann o la labor de sus actores, encabezados por un De Niro que crea desde dentro y que pocas veces ha mostrado tanto dolor y desesperación sin caer en los excesos que luego le han hecho objeto de imitaciones y parodias. Dejaremos aparte momentos tan cacareados como el “¿hablas conmigo?” del espejo o el peinado mohawk y mejor nos fijaremos en muchos otros instantes en los que Travis interacciona con otra gente y en su lenguaje corporal deja claro su falta de adaptación al mundo.

Podemos pensar que Travis es raro, una anomalía lejana a nosotros, uno de esos personajes excéntricos que vemos rondar sin rumbo por las calles durante las noches y las madrugadas. Pero puede que no sea mucho más raro que cualquiera de nosotros, los que tenemos vías de escape para no dejarnos llevar por esa insania que siempre acecha, una insania que pudo llevarse a Schrader y que ha sido exorcizada a lo largo de los años en su filmografía. Usted difícilmente llegará a ser un zombi, a ser poseído por el demonio, atacado por un alienígena o un robot asesino o un asesino de poderes sobrenaturales, pero usted puede ser Travis y terminar como él si se dan las circunstancias. Cada vez que mira con rabia a alguien que no le gusta que se sitúa cerca suyo, cada vez que culpa a la otra parte de sus fracasos emocionales, cada vez que expresa sus descontentos con la sociedad de forma furiosa en redes sociales o en secciones de comentarios de diarios digitales, cada vez que echa un vistazo triste a las calles y considera que el mundo es idiota al tenerle olvidado y no entender el potencial que usted puede ofrecer. Cada vez que piense eso, no le quepa duda, es usted un poco Travis Bickle.

La casa del río (House by the River, Fritz Lang, 1950)