Arnaud Desplechin se ha subido al carro al que en su día se subió François Truffaut y años más tarde Richard Linklater o Tsai Ming-Liang. Sí, a ese carro al que en breve también se subirán David Lynch y Mark Frost. En Tres recuerdos de mi juventud retoma el personaje de Paul Dedalus que Mathieu Amalric interpretase hace más de veinte años en Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle) (1996), y hace lo propio con el actor, aunque únicamente le conceda el prólogo y el epílogo del film, que como su título indica nos habla de la juventud del veterano buscavidas, ahora profesor de antropología, que comienza a rememorar su pasado en la cama de una amante a la que en breve abandonará para siempre en algún territorio perdido de lo que un día fue la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas. Desplechin, contrasta entre la adolescencia (y, brevemente, la infancia) y la madurez de su personaje, y en paralelo se divierte también combinando recursos de viejo (casi de anciano, aunque aún le quede bastante para eso), como por ejemplo la vista de catalejo para observar momentos puntuales del pasado, con otros artilugios si no más nuevos sí al menos más actuales, como la pantalla dividida, que utiliza puntualmente, pero precisamente por ese contraste, tal vez de forma menos anecdótica de lo que pudiera parecer, para narrarnos una historia de aprendizaje, de adolescencia, aunque no sean otra cosa que los recuerdos de un veterano, sí, y en la que consigue transmitir la inocencia inherente a esa época con la ayuda de los también debutantes, aprendices, en el mundo interpretativo Quentin Dolmaire (Paul) y Lou Roy-Lecollinet (Esther). El primero de los recuerdos, contrarresta lo trivial de su duración respecto al metraje total, impactando desde el principio con un Paul infante amenazando a su madre con un cuchillo para que no se acerque a sus hermanos, y con una economía narrativa que el film necesita para no alcanzar las tres horas del film predecesor arriba mencionado nos relata hechos importantes para su posterior desarrollo como son su infancia en casa de su tía y la muerte de su madre, y el inexistente proceso de duelo. El segundo recuerdo es otra anécdota de un viaje a Rusia en plena pubertad, que también deja algún momento para la galería (el joven Paul partiéndose la cara a sí mismo sin ir más lejos), pero la película no es sino el tercer recuerdo, el de Esther, su amor de la adolescencia, un romance que se intensifica epistolarmente, entre celos, infidelidades triviales y promesas de amor eterno, y en las distancias cortas se tensa y destensa alternando fiestas yeyés con la intimidad de los dormitorios en los que Desplechin rueda con la inocencia propia de sus personajes el amor (y el sexo) a los veinte años. También es un trayecto entre géneros, aunque sean de mentira, que viaja del terror al cine de espías con paradas en la comedia para terminar convirtiéndose en un drama sobre ese amor adolescente que, junto con otros sentimientos, como queda demostrado en el epílogo, a los cincuenta todavía no han borrado las huellas de su lejano paso.