Déjame salir, de Jordan Peele

Catarsis friki contra el racismo: el #BlackLivesMatter del terror

Es en el componente racial donde el director y guionista del film de terror Déjame Salir (Get Out, Jordan Peele, 2017) encuentra el enfoque autoral que diferencia su ópera prima del resto de películas de miedo y suspense. El realizador y conocido humorista afroamericano Jordan Peele es consciente de ello y por eso no duda en explotar este recurso durante la mayor parte del metraje, que relata la visita de Chris, un joven negro, a la casa de los padres de Rose, su novia blanca. La trama da lugar a todo tipo de situaciones incómodas en una especie de revisión millenial de ¿Adivina quién viene esta noche? (Guess Who’s Coming to Dinner, Stanley Kramer, 1968) que aborda los tópicos racistas del siglo XXI a la vez que se atreve a añadir nuevos componentes a la ecuación, como el conflicto de clase —mediante la tensión entre Chris y los empleados domésticos de los Armitage—.

Déjame Salir es un revulsivo anárquico contra un EEUU donde el racismo acapara los temas de actualidad y una respuesta extrema a los contundentes hashtags que poco a poco sustituyen en relevancia a los titulares de los medios de comunicación: el #BlackLivesMatter de los afroamericanos, por un lado, y el #BuildBridgesNotWalls de los latinos, por otro. A priori, el film no pretende ser otra cosa que buen entretenimiento y una exploración al género. En su último tercio, la película está plagada de elementos típicos del cine de terror: desde el científico loco de El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1920) hasta el encierro asfixiante de El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980), pasando por el sótano infernal de No respires (Don’t Breathe, Fede Álvarez, 2016) y las cintas de vídeo de Saw (íd., James Wan, 2004).

Peele retrasa conscientemente el giro que convierte a Déjame Salir en puro terror palomitero. Consigue así ganar en profundidad pero no puede evitar perder en el camino gran parte de la diversión que sí abunda en su recta final. Como contrapunto, el film de ciegos y ladrones No respires, la última gran propuesta de terror americana —que tiene también su particular dosis de agorafobia, sótanos y ciencia diabólica—, abraza el género desde el principio, sin remordimientos, y el resultado es fantástico porque no tiene miedo a hacer cien giros descabellados y sacar tiempo para uno más.

En Déjame Salir, lo primero es el componente racial; después viene la locura. Peele plantea el film como un enfrentamiento constante entre blancos y negros, pero no solo en su argumento, sino también en los elementos formales. Ya desde el diseño tipográfico del cartel y los créditos, el color negro se enfrenta al blanco, se superpone y choca sin llegar nunca a fusionarse, como agua y aceite. Las fotografías que abren el film y que sirven para presentarnos el oficio del protagonista son todas monocromáticas y, casualmente, muestran objetos pálidos en entornos oscuros —y viceversa—. Finalmente, el propio Chris protagoniza la lucha entre colores cuando se aplica en su piel espuma de afeitar o cuando la cámara hace un primer plano a la córnea de sus ojos aterrados.

El tono combativo de la película se diferencia así de otros cuatro grandes proyectos sobre la América afroamericana estrenados en EE.UU. en 2016. Y es que ha sido un año en el que las artes se han puesto las pilas para elegir su lado en las páginas de la historia: mientras Nate Parker proponía violencia, rebelión y memoria histórica como mapa al empoderamiento de la propia identidad étnica en su controvertido El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, Nate Parker, 2016), la estrella del pop Beyoncé escogía intimismo, dolor poético y sabor a sal de mar en su grandioso art-film Lemonade (íd., varios directores, 2016), del disco homónimo. Por su parte, Barry Jenkins hacía lo propio con un paseo a saltos por la memoria, la sexualidad y la búsqueda de uno mismo en su oscarizado Moonlight (íd., Barry Jenkins, 2016); y el documental I am Not your Negro (íd., Raoul Peck, 2016) ponía el foco en cuatro profetas del siglo XX —Medgar Evers, Malcom X, Martin Luther King y James Baldwin— para explicar el gran problema racial de EE.UU. hoy.

En estas propuestas audiovisuales la mirada se centra exclusivamente en las vidas de los personajes afroamericanos, creando un cine “de negros para negros” y un universo cinematográfico hermético y personal. A excepción de El nacimiento de una nación, donde los amos de los esclavos tienen una presencia importante, el resto no recurre a secundarios blancos relevantes porque no los necesita para contar su historia. En Déjame Salir, en cambio, la lucha entre bando negro y bando blanco, primero dialéctica y después física, lo es todo: unos tratan de ganar una igualdad real en una sociedad donde son minoría, sin olvidar sus raíces en el camino; otros no están dispuestos a perder sus privilegios pero se aferran a ellos con culpabilidad moral e histórica.

Irónicamente, el choque que plantea Peele es un reflejo de lo que les ha sucedido a dos de las obras afroamericanas que pretendían evitar la confrontación: Lemonade y Moonlight. Y es que en el circuito de premios ambas competían con un contrincante que representaba los valores y el contexto sociocultural de la sociedad blanca occidental. El álbum Lemonade (2016) de Beyoncé perdió el Grammy —los Oscar de la música— ante 25 (2015) de Adele en un fallo polémico que contó con la desaprobación de la propia cantante británica. Lo de Moonlight ya es historia: perdió y ganó en cuestión de segundos contra el gran gigante blanco La ciudad de las estrellas: La La Land (La La Land, Damien Chazelle, 2016). De esta forma, la loca y divertidísima media hora final de Déjame Salir se convierte, sin quererlo, en metáfora macabra de la actualidad mediática y en una especie de crossover entre la confusión final de la gala de los Oscars y La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, George A. Romero, 1968), ideal para verla justo después de I am Not your Negro, como catarsis friki.