En una década creativamente complicada para Pixar en la que se suceden secuelas mediocres sobre coches a medio gas, monstruos universitarios atrapados en una trama de videojuego y peces sin memoria que desearían no haberla recuperado jamás, es difícil decidir si Coco (íd., Lee Unkrich y Adrián Molina, 2017) supone un oasis en medio de un desierto creativo o, por el contrario, un espejismo que esconde una ausencia de ideas definitiva. Sea como fuere, el film es un milagro audiovisual y posee una profundidad que nada tiene que envidiar a ese otro gran oasis/espejismo que fue Del Revés (Inside Out, Pete Docter y Ronnie del Carmen, 2015), obra maestra que personificaba la mente humana y abrazaba la tristeza ante una sociedad en constante búsqueda de la felicidad.
Coco narra el viaje de autodescubrimiento de Miguel, un niño mexicano que durante el Día de Muertos se adentra en el Más Allá para buscar la forma de acabar con una tradición familiar que le impide perseguir su sueño de ser músico. Bajo esta premisa, Pixar se atreve con algo mucho más delicado que el mundo de los sentimientos de Del Revés, algo aún más abstracto y también más ancestral: el imaginario colectivo de todo un pueblo, el mexicano. El estudio del flexo no solo se atreve capturar la esencia de una fecha señalada en el calendario de 127 millones de personas —el Día de Muertos del 1 y 2 de noviembre— sino que va más allá, plasmando pinceladas de su cultura, su historia y su identidad individual y social a través de un sinfín de detalles. El resultado final denota un tremendo respeto a la fuente original —México, como un todo— y una preocupación por no ser acusado de apropiación cultural a pesar de todo lo yanqui que desprenden Pixar y Disney —de ahí viene la perfecta fusión idiomática entre inglés y español en su versión original, la elección de un reparto formado exclusivamente por voces mexicanas y la decisión de no doblar la película al español de España—.
Así, mientras seguimos a Miguel en sus aventuras sobrenaturales, presenciamos de paso las obsesiones de Frida Kahlo; bailamos al son de la guitarra de los mariachis; seguimos a los alebrijes, guías espirituales de las leyendas náhuatl; nos dejamos embriagar por la flor de cempasúchil, que conecta el mundo de los vivos con el de los muertos; y nos emocionamos con la sabiduría rural de las abuelitas. Coco quiere ser el fiel homenaje a las tradiciones mexicanas que no consiguió El libro de la vida (The Book of Life, Jorge R. Gutiérrez, 2014), otra película con la misma temática, producida por Guillermo del Toro, donde prima la diversión por encima de la profundidad narrativa y donde el Día de Muertos y la cultura del país funcionan más como vehículo para el desarrollo del triángulo amoroso que como personaje central.
Es tal vez en la forma de imaginar la sociedad del Más Allá donde Pixar se toma mayores licencias creativas y donde se le ve más el plumero yanqui: hay una policía aduanera que vigila que nadie que no esté en una ofrenda pase a la Tierra de los Vivos y el sistema de clases se posterga después de muerto. La lucha pasa a ser entre aquellos que son recordados tras la muerte, que disfrutan de un estatus de ciudadano de primera, y los que son olvidados, que viven como indigentes en barracones. Aunque se trate de una forma de organización moderna y que nos resulte familiar, la frialdad del Otro Lado chirría en contraste con el acogedor mundo rural en el que viven Miguel y su familia. Esta tendencia, sin embargo, viene siendo costumbre en los universos creados por Pixar, donde los personajes viven en sociedades organizadas, industriales y capitalistas: véase la cadena de producción de recuerdos en Del Revés o de gritos en Monstruos S.A. (Monsters Inc., Pete Docter, 2001); la sociedad gentrificada de Cars (íd., John Lasseter, 2006); o la red estatal que protegía a los superhéroes en Los increíbles (The Incredibles, Brad Bird, 2004).
Coco es por tanto tremendamente imaginativa y plagada de referencias culturales, pero carece de la magia despreocupada de otras aproximaciones cinematográficas a la muerte, como la propuesta anárquica y radical de Tim Burton, rey de la belleza en lo macabro, en La novia cadáver (Corpse Bride, 2005). Y es que, aunque ambas versiones coinciden en el espíritu alegre de los fantasmas, la de Burton buscó un choque de mundos enfrentando la música y los colores chillones del Otro Lado con un gris e inerte Mundo de los Vivos. En Coco la grieta entre realidades no es tan marcada, aunque esto es así para ayudar a la lógica narrativa del film, donde los muertos existen solo porque los vivos los recuerdan.
La película es una experiencia inmersiva visualmente apabullante, llena de colores y texturas que hacen que el conjunto se aprecie no solo con el oído, que vibra al son de La llorona, sino también con el sabor, el olor y el tacto. El viaje de Miguel es un digno sucesor para millennials de El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939) donde el protagonista, que desea marcharse lejos de su familia, acaba perdiéndose en un mundo desconocido y encontrándose a sí mismo, recibiendo una emotiva moraleja final que es todo un golpeteo entre zapatos de rubí al son del mantra “Como en casa en ningún sitio”.