Entre la anulación y el jaco
Tan sólo hace falta un poco de pesimismo y perspicacia, que acostumbran a enlazarse conjugando la realidad en tajante imperativo, para comprender que nuestro albedrío no es tan libre como parece. Tampoco hizo falta matar y diseccionar a Dios para descubrir que algunas libertades, como la mental, orgánica y social, trascienden el omnipresente yugo de la moralidad y tienden a ser inexorables o, más aún, ineludibles. Y aunque Charles Bukowski empezara su poema El corazón sonriente con aquellos sediciosos versos, «tu vida es tu vida, / no dejes que sea golpeada contra la húmeda sumisión», basta con reflexionar sobre las personas cuya felicidad, o parte de ella, dependen de nuestras vidas (referenciando el ensayo Sobre la libertad de J. Stuart Mill, 1859), intentar detener un solo latido a voluntad o tratar de no pensar, ni siquiera pensar en no pensar, para alcanzar la disyuntiva: ¿A qué someterse? ¿A qué no?
Ante este despropósito vital, tanto el cine como la literatura han respondido de distintos modos, distinguiendo entre su muestrario temático a dos de ellos que se repiten y redefinen constantemente: la deserción narcótica y la descarga esencial del desfibrilador.
A modo de resumen ideático y contextual, en 1938 el filósofo francés Jean-Paul Sartre escribe su primera novela, La Náusea (La Nausée), una exploración existencialista de cómo la existencia de los elementos inanimados repercute en el individuo catalizando su noción de existir y, a su vez, induciéndole un vértigo al que Sartre denomina náusea. Más adelante, en 1967, el escritor Georges Perec escribe Un hombre que duerme (Un homme qui dort), novela entorno a un joven cuya indiferencia y soledad sumen su existencia en un vacío insípido, en una carencia de vida y de no-vida. Precisamente, esta última obra, claramente nutrida por el existencialismo sartriano y convertida en la película homónima de 1974, con Bernard Queysanne y el mismo Perec en la dirección, sirve de ejemplo cinematográfico para la llamada al despertar existencial.
Un hombre que duerme se presenta en pantalla, a primera cata, como un ensayo cuya línea argumental se ciñe a un texto de Perec interpretado en voz en off por la actriz Ludmila Mikaël y un puñado de imágenes, casi siempre repetitivas, pero sutilmente diferentes. De hecho, estas imágenes son planos que parecen un guiño antitético al fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson, contra el “instante decisivo” y a favor de una poética arquitectónica que no muta ni tampoco dice: el lenguaje mudo de la piedra doblegada, el sombrío y rígido silencio del ser humano que dejó de ser. Se exhibe la pesada escenografía de la monotonía (aglomeraciones de gente, espacios solitarios, sonidos de goteo, paso y engranaje, un joven Jacques Spiesser como protagonista que apenas interactúa con su entorno), junto con una voz, en un inicio plana, que representa la rutinaria futilidad del día a día y que, después agresiva e insidiosa, increpa al personaje y a la vez nos interpela, nos incardina en ese ciudadano anónimo, taciturno y hueco en el que nos hemos convertido. Casi parece una mutación de la sinfonía urbana hacia el solo humano, un riff insulso e interesante entre la masiva orquesta de la urbe, como el tintineo percutido de un triángulo que, a su vez, es la trinidad convulsa de la rutina, la libertad y la existencia, estadios a los que la voz narrativa recurre continuamente:
En La Náusea, tomando dicha obra como punto de apoyo para la novela y película Un hombre que duerme, Sartre esclarece esa sensación de turbador y extraño limbo:
Como detalle de atrezzo, cabe destacar la presencia de un cuadro en concreto, emplazado en la habitación del protagonista, al que la cámara dedica un plano de vez en cuando: La reproducción prohibida (La reproduction interdite, René Magritte, 1937). Y es así. Ese estudiante de sociología vacío, sin más intención que durar a duras penas («No necesitas más que esa calma, ese silencio, ese sopor: que sólo el subir y bajar de la caja torácica siga dando fe de tu paciente supervivencia»), carece de yo porque no existe o no ha decidido manifestarse. Está anulado.
Sin embargo, Un hombre que duerme trata de despertar a ese sujeto, pues lo reconoce, nos reconoce, como un oquedal donde, a veces, muy poco, el oxígeno puede anarquizarse e irrumpir en esas brasas todavía ardientes incendiándonos, calcinando la maleza que oculta la belleza de este bosque de alma perennal que nos contiene. Y esta interpretación del realismo sórdido que negamos recuerda también a otra novela, esta vez de Irvine Welsh, sublimada en un conocido filme de finales de los ‘90, pero con más y al mismo tiempo menos crudeza, despiadada e implacable, y muy humana, a pesar de su supuesta fractura redentora: Trainspotting (Danny Boyle, 1996).
Poco puede decirse ya de esta cinta que idolatraron diversos colectivos y que fue, entre muchas cosas, una especie de concienciación sobre la drogadicción, aunque, claro está, también una llamada a la idea de la libertad a través de los narcóticos, dependiendo de la lectura que se le conceda. Una crítica social, una crítica al sistema, una crítica a la droga y a la mentira de la rehabilitación y el cambio. Una crítica a todo, al fin y al cabo. Nihilismo de calle moderno que haría que a Nietzsche se le erizaran los bigotes.
Trainspotting, al igual que Un hombre que duerme, también quiere hacernos despertar del sopor y exponer la imposibilidad existencial de nuestro tiempo. Nos muestra la evasión extrema, tanto que es nociva, para después, en Trainspotting 2 (Danny Boyle, 2017), revelarnos que no existe el desenganche, que el truco para sobrevivir consiste en ceñirse a algo, pero que ese algo nos haga sentir vida, o al menos lo parezca. Esto justifica el recurso del yonqui que posee emociones como protagonista, dueño ignoto de una sabiduría amargamente lúcida; porque ha rebañado con su paladar reseco el fondo y vuelve en sí para escupir el poso elemental de la inexistencia. Y aunque todo no sean más que palabras, eufemismos, conjeturas; Trainspotting supo dominar al mono que monta el caballo enseñándole que, a veces, es preciso soltar las riendas, bajar y admirar el trote solitario de los yos que se apartaron, pero siguen con el pie clavado en el quicial de nuestra puerta oscura.
Revisando ambas películas sólo puede vislumbrarse una conclusión, la más destacable de entre muchas otras, a la par que exasperante: que «algo se ha roto». Vivimos, nulamente, como autómatas que obedecen una jerarquía cronológica. Actuamos por imitación y miedo. Nos asusta mirarnos dentro y descubrir cuáles son nuestros deseos tanto como lo hace mirar a alguien a los ojos y descubrir que su felicidad está hecha de arcilla húmeda. Escogemos un trabajo, un grado, un horario, un vehículo, porque nos enseñaron cómo hacerlo, cómo creían que debíamos hacerlo. Escogimos narcotizar casi cada segundo de nuestra existencia, a favor de la “normalidad” o la normalización, para ignorar, para huir, para no ver el problema.
Y el problema es que nos eyacularon, nos gestaron, nos nacieron, nos hicieron. No pudimos decidir y nos encontramos cara a cara con el desastre de un sobre-vivido mundo al que no importamos una mierda. Y entonces nos moldearon a medias. Nos mostraron el umbral de cómo pensar y hablar, de cómo sentir, comer, follar, engendrar y trabajar; pero nadie nos enseñó jamás a saber, a querer y a rehusar vivir. Y todo a cambio de la mutilación del sueño y la vejación de la verdad. Nuestro sueño, nuestra verdad. Tan insignificante como corroborar que alguien más aquí respira, tan catártico como confirmar que tú, a pesar de todo, aún respiras. Y cuando el asco, el terror, la desesperación y el desamparo nos cercenan el manojo de venas tibias que llevamos dentro, sólo queda espacio para no sentir y esperar a que todo, a su debido tiempo, al fin termine.
Pero no se trata de anular, sino de reanudar, de despertar. Y así, a brusca sacudida, Un hombre que duerme y Trainspotting tratan de abofetear el sopor que subyugó a nuestras conciencias, las dosis bajo seguimiento de evasión y la nulidad de no saberse parte de un perfectísimo e irreductible mecanismo de alienación. «Elije vida», dijo con sorna un Mark Renton hasta el culo de heroína. Y Bukowski, nuevamente, desde la oscuridad de algún tugurio maloliente, entre torbellinos de aliento a alcohol y cigarros aplastados en la barra, continuó con su poema:
«Mantente alerta. / Hay salidas. / Hay una luz en algún lugar. / Puede que no sea mucha luz pero / vence a la oscuridad. / Mantente alerta, / los dioses te ofrecerán oportunidades. / Conócelas. / Tómalas. / No puedes vencer a la muerte, pero / puedes vencer a la muerte en la vida, a veces. / Y mientras más a menudo aprendas a hacerlo, / más luz habrá. / Tu vida es tu vida. / Conócela mientras la tengas. / Tú eres maravilloso. / Los dioses esperan para deleitarse / en ti.»
Osho nos habló del robot no como el futuro de la tecnología, sino como la sátira de lo que somos. Los creamos y les heredamos la etiqueta de autómata, olvidando a la vez que somos nosotros quienes ante las nuevas situaciones nos limitamos ha reaccionar con los patrones que nos hemos acordado, siguiendo el camino que no altera nuestros latidos, porque ahí hay «confort». Olvidamos responder, olvidamos reinventarnos. Seguimos enfadados con nuestras madres por quitarnos el paríso en la tierra y dejarnos en medio del campo de batalla.