Mujeres, sueños, lecciones magistrales y límites de este mundo
267 largometrajes en 21 salas. El volumen del IFFR es desbordante, especialmente si tenemos en cuenta la cantidad de actividades paralelas (exposiciones y montajes artísticos, masterclass y charlas profesionales) que se vinculaban a las proyecciones. Aun contando que incluía obras ya vistas en otros festivales más cercanos (La forma del agua, A Prayer Before Dawn, As boas maneiras, Marlina…, vistas en Sitges; A fabrica de nada, Milla, Zama, en l’Alternativa), o estrenos inminentes como El hilo invisible, The Florida Project, The Death of Stalin o Lady Bird, y aun a dieta de pan y agua, el IFFR (como muchos otros festivales) no podía ser enteramente abarcado. Nos resignamos, pues, y aquí comentamos lo que dio tiempo a ver.
El dolor, en femenino: Poisonous Roses, Silent Mist, The Widowed Witch
A pesar de su casi constante presencia, las mujeres están obliteradas en Silent Mist (Zhang Miaoyan, 2017). Su papel es mayormente pasivo y sólo toman relevancia en el momento (generalmente demasiado tarde) en que se revuelven contra la violencia o la injusticia que las acecha constantemente. Silent Mist nos desliza mediante travelling sinuosos por callejones y canales desiertos, siguiendo a menudo a las jóvenes que transitan, apresuradamente, por ellos. Esta historia de un pueblo en el que la violencia contra las mujeres es un hecho común, denuncia tanto la agresividad de los hombres como la cómplice pasividad de algunas mujeres. Las violaciones aparecen casi como consentidas por la comunidad y son llevadas a cabo tanto por delincuentes sexuales como por los supuestos agentes de la ley. Del mismo modo, muchos padres o madres evitan la denuncia y se limitan a buscar una salida al problema mediante una boda concertada. Silent Mist denuncia con franqueza una lacra social que, me temo, no es exclusiva de esta película. Lamentablemente, termina por perder al espectador en los prolongados travelling sin que éstos puedan aportar mayor énfasis a la trama.
Obliterada más allá de su pequeño dominio, la obsesiva protagonista de Poisonous Roses (Fawzi Saleh, 2018) quiere mantener atado a su hermano. Estamos en El Cairo aunque no es el Cairo de las Pirámides ni tan siquiera el Cairo de la lucha entre el integrismo y otros actores. Es el Cairo cotidiano de la miseria, de la superstición y de las cloacas al aire libre. Fawzi nos traslada con maestría a un submundo que algunos cairotas desconocen, evitando tanto los subrayados como los excesos costumbristas, haciéndonos, prácticamente, oler los malolientes callejones y los asfixiantes ambientes de los curtidores. Es en este contexto desagradable en el que ella, con el chador a cuestas, se mueve con decisión, llevando, se diría que implacablemente, la comida a su hermano. A diferencia de Silent Mist no hay un asesino acechando, no hay excesiva oscuridad. Sin embargo, los movimientos continuos por callejuelas y canales contienen y mantienen la tensión que se diluía en la película china. Cada día, como un rito, tal vez como un castigo, como una señal de que es allí donde se debe estar, ella avanza como un fantasma hasta el trabajo de su hermano. Aparentemente inmune a la miseria que la envuelve, aunque insatisfecha en su trabajo lavando baños, ella quiere que las cosas sigan como están. No se plantea una mejora, simplemente no quiere que su hermano marche a Italia. Poisonous Roses hurga en la tragedia cotidiana, en la misérrima condición de los fabricantes de pieles curtidas o de cola y nos muestra hasta qué punto es difícil el cambio, puesto que las víctimas son también culpables de la situación. Estas rosas nos clavan las espinas por la dificultad de empatizar con la protagonista y la dificultad de aceptar que la posible emigración del hermano sea sólo vivida como una derrota por ella. Con escasas posibilidades de ser estrenada en su propio país, con un director que evitaba tras la proyección efectuar comentarios que pudieran entenderse como políticos, Poisonous Roses se revela como una obra tan impactante como dolorosa.
La protagonista de The Widowed Witch (Cai Chengjie, 2018) decide dejar de estar obliterada y tomar las riendas de su destino. Una de las mejores obras del festival, premiada con el gran premio, la película presenta el personaje más destacable de entre todas las obras vistas. La película arranca con una secuencia onírica en color en al que dos personajes avanzan por la nieve y dónde ella explica cierta sensación de culpa. Se encadena con una secuencia en plano subjetivo, bordada mediante el montaje, a lo largo de la cual sabremos que ha sufrido un accidente, que está en un estado que le impide comunicarse con los demás y (narrado de modo indirecto, mediante la redacción que escribe su sobrino) que su marido ha muerto en la explosión. La secuencia culmina con la violación a que es sometida por su cuñado. The Widowed Witch, pues, narra también las temibles condiciones a las que son sometidas las mujeres en la China rural, un gélido territorio dónde habitan (como en Poisonous Roses) la superstición y la miseria. Allí, sin un hombre a su lado, una mujer no es nada. Sin embargo, Erhao, la protagonista, hace de tripas corazón y, siendo acusada de bruja y sin medios de supervivencia, opta por dedicarse al chamanismo tratando de ayudar a la gente que lo merece. Comparable en su carácter y en la interpretación de Tian Tian con tantos personajes del mejor Zhang Yi Mou, vivirá diversas peripecias con pícaros y malvados en una tragedia contada con apuntes de comedia y fantástico. El director y el director de fotografía optan por la combinación de un formidable blanco y negro con toques de color mediante los cuales oponen al gélido entorno la calidez del alma de la protagonista, enfrentada a los fríos condicionantes de una sociedad que parece muerta. Realmente una obra que se vio en versión reducida en veinte minutos respecto a la presentada en otros festivales asiáticos (con el título Shaman), que merece contemplarse en toda su integridad.
Sueños, irrealidades y tiempos muertos: Jonaki, Insect, Tiempo compartido
Hay diversos modos de recoger en imágenes cinematográficas los espacios y situaciones que dibuja la mente. En este IFRR pudimos contemplar diversas opciones harto diferentes.
En este ámbito Ambiguous Places (Akira Ikeda, 2017) gana la partida a Guarda in alto (Fulvio Risuleo, 2017). Esta última desarrolla una historia casi infantil en la que una banda de niños disfrazados pugnan por la captura de gaviotas robot teledirigidas por monjas, con los que se topan una aeronauta francesa y un panadero italiano. Aunque ciertas imágenes podían emular el cine de Gondry, el conjunto, aunque agradable, es simple y poco ambicioso. La japonesa, por su parte, recrea uno (o tres enlazados) sueños de aquellos reiterativos, en los que sabemos que hay que llevar a cabo una tarea y en los cuales topamos continuamente con obstáculos absurdos que nos impiden llevarla a cabo. Desarrollada con una serie de escenas filmadas a menudo en plano frontal, con puntuales presencias de imágenes surrealistas (dalinianas, incluso) y mediante una interpretación buscadamente neutra, Ambiguous Places consigue a la perfección su objetivo de llevarnos de la butaca al subsconciente hasta un final tan súbito como propio de los sueños.
Comentaba el director de Jonaki (Aditya Vikram Sengupta, 2018), que su abuela procedía de una familia india de tendencia anglófila, con auténticas costumbres británicas, y que fue obligada a una boda que no deseaba y que la hizo infeliz, A lo largo de su vida vio la Decadencia y Caída del Imperio Británico y, al final de sus días, antes de entrar en coma, se sumió en un estado de estupefacción durante el cual parecía haberse trasladado a tiempos mejores. Jonaki representa, precisamente, las posibles ensoñaciones que ella tuvo en ese periodo. El resultado es una película atmosférica, que revisa algunos pasajes de su vida pero que evita situarse en la biografía sino que se desliza hacia el fantástico. Obra que puede calificarse de atmosférica, capta más sensaciones o sentimientos que instantes reales. Las diferentes escenas se engarzan mediante modulaciones de luz, sonido y/o edición, pudiendo desplazarse de uno a otro periodo de la vida de la protagonista. En paralelo, y de modo progresivo, los delicados decorados, irán llenándose de ruinas y espacios abandonados, de modo simultáneo al fin de la vida de Jonaki y al fin del Raj. Una de las joyas del festival por su innegable capacidad de hacer vivir la ensoñación misma.
Jan Svankmajer juega en otra liga e Insect (2018) se mueve según sus propios parámetros. Basada en unos cuentos checos de los años 30 de los hermanos Capek, recurre a la aparición animada de insectos para describir la agresividad o egoísmo de diversos personajes. Tratando de aproximar la fantasía a la realidad, Svankmajer trabaja a tres niveles que se van alternando o mezclando en un mismo plano: el desarrollo de la producción de la película en sí misma (con comentarios del propio director y sus colaboradores sobre la trama o incidencias del rodaje), la preparación de la representación teatral del cuento y el desarrollo del mismo, que a su vez acaba por fagocitar a los actores (con unas referencias burlonas que nos llevan de Kafka al método Stanislavski). Impregnada de un espíritu de slapstick, Insect resulta divertida e insólita, ocultando tras un humor simple altas dosis de malicia.
The Bottomless Bag (Rustam Khamdamov, 2017), sin ser una obra específicamente onírica, funciona como Insect hacía desde el momento en que el relato contado por un personaje (o varios) transmite la sensación de estar sumido en diversos mundos paralelos. Con una elaborada puesta en escena y una fotografía saturada en blanco y negro, esta delicatessen arranca a la par que la historia que será narrada posteriormente por una cuentista y con la llegada de la misma al palacio Así se irá desarrollando, como vasos comunicantes, que transmiten más dudas que certezas, de uno a otro relato. Aunque procediera del cuento que inspiró Rashomon o Hombre, The Bottomless Bag estaría mucho más vinculada al espíritu juguetón y artificioso de Las mil y una noches, a tenor de los retos que la protagonista establece con los demás aristócratas mientras procede a la narración. Esta, por su parte, se reelabora ante los ojos del espectador y aunque, finalmente, cueste entender completamente la trama, la sensación resultante es de placer por la contemplación de una filigrana.
No son oníricas ni La fleurière (Ruben Desiere, 2017) ni Tiempo compartido (Sebastian Hofmann, 2018). Sin embargo, la suspensión del tiempo que se vive en ambas se acerca a dicha sensación. La fleurière puede inicialmente tomarse como un thriller en la que un par de atracadores planea el asalto a la caja fuerte de un banco. Sin embargo, no tardaremos en darnos cuenta de que las intenciones de Desiere son distintas. La fleurière es el relato de los tiempos muertos en los que los tres colegas conversan, comen o salen a ventilarse. Debiendo de cruzar una cloaca en época de lluvias, deben mantenerse en “hibernación” para no ahogarse en el sumidero. Es en este estado en el que todos ellos hablan de su país, de su posible retorno, de madres o amigas, de los gitanos y de la xenofobia. Hablan de canciones y matan el tiempo. Desiere recoge con gran sutileza estas sensaciones, opiniones y temores. Finalmente el asalto no se verá más que parcialmente y no sabremos más de la suerte de los ladrones. Unos pocos planos finales permitirán contemplar el vacío dejado tras su marcha de la floristería y la ausencia.
Tiempo compartido fue una de las más estimulantes obras del festiva. Sebastian Hofmann sitúa una escena inicial en un extraño lugar que no podremos contextualizar hasta amucho más adelante. A continuación, se nos presentará un par de historias. Por una parte, la de Andrés y Gloria, trabajadores de un resort y pareja que ha sufrido una tragedia. Por otra parte, la de Pedro, Eva, su mujer, y su hijo, que vienen a disfrutar sus vacaciones en este lugar. Inesperadamente, la policía trae otra familia al apartamento de Pedro y la dirección del resort les obliga a compartirlo. Por otro lado veremos cómo Andrés y Gloria han seguido caminos distintos. Mientras él sobrevive bajo medicación como empleado en la lavandería subterránea del centro, ella es la empleada modelo elegido por los nuevos patrones americanos para promocionar el resort. Las dos historias irán convergiendo, pero lo realmente importante, más allá del elaborado guion, es el tono que Hofmann imprime a la película. Salpimentada de diversos momentos de comedia en la relación de Pedro, su familia y sus forzados convecinos, la historia flota continuamente en el ámbito del fantástico. El uso de la música, la aparición nocturna de la policía en carrito de golf, los planos generales en picado del centro del hotel, los subterráneos por los que Andrés se desplaza, otorgan a la obra una inquietante lectura. Progresivamente veremos como la locura de Andrés se acaba contagiando a Pedro y nos lleva a un final en el que ambas historias, más que encontrarse, se mezclan. Hay sin duda hilos sueltos o ambigüedad en parte de la resolución escogida por Hofmann. Pero es en este ámbito de la incertidumbre dónde la imperfección es un valor. No llegamos a saber hasta que punto puede o no existir una conspiración, hasta dónde Pedro y su familia han sido objeto de estudio, pero la desazón que nos han ocasionado es considerable. Hay quién valora Tiempo compartido como una denuncia de este tipo de vacaciones. Sin embargo, el resort es más bien un escenario de fondo en el que desarrollar más adecuadamente historias cotidianas para poder representarlas como la viven sus protagonistas, como una pesadilla.
Las lecciones aprendidas de Paul Schrader
Hace aproximadamente año y medio, Paul Schrader nos hablaba en Sitges sobre la frustrada relación que vivía con la industria, especialmente tras la mutilación de Dying of the Light (2014).
En su charla de Rotterdam, comentó las lecciones aprendidas tras tal situación. Rebobinando ligeramente, recordemos que Schrader ya tuvo sus problemas con los productores de la precuela de El exorcista (a la que accedió tras la desaparición de John Frankenheimer) que, no siendo bien valorada por ellos, fue repetida, íntegramente, por Renny Harlin. Comenta Schrader que en la actualidad ya no hay productores interesados, mejor o peor, en el cine sino que éste se ha convertido en un modo de inversión para fondos de capitales. Es por ello que, al planear cambios en su la edición de Dying of the Light, le fueran denegados, marginándole de cualquier decisión y dejándole como un mero espectador. Tras un conflicto de derechos con la productora, en el que renegó en público del resultado, no hubo manera de conseguir la autorización para un posterior Director’s Cut que fuera satisfactorio para él, aun sin contrapartida económica alguna.
Paul Schrader comentó de nuevo esto en una extensa charla en el IFFR, dónde admitía que el material rodado tampoco era especialmente logrado y quería, por ello, introducir cambios en la versión final modificando la edición. Irónicamente, planteó que no querría una “mancha en su expediente”, por así decirlo, y pidió la autorización, entre otros, del principal protagonista, Nicholas Cage aunque (según Schrader) a éste no le venía de una “mancha” más en su carrera. Fue en una charla con alumnos (y colaboradores con los que preparó la posterior Dog Eat Dog (2016) que presentara en Sitges) dónde apareció el nombre de Ben Rodríguez, director de fotografía y montador… y experimentador con material ajeno. Tras editar con él la desaforada Dog Eat Dog, con altas dosis de histeria, frenesí, giros sorprendentes y virajes de color, acordaron crear Dark, a partir de un disco con material de Dying of the Light y también de la filmación con iphone de las imágenes de la propia película tomadas de una pantalla de televisión. El material resultante permite deformaciones de la imagen y virajes de luz a tono con la situación argumental y, especialmente, con el deterioro moral y físico del personaje central (afecto de demencia). El remontaje de las escenas filmadas de pantalla, con grano grueso, con las imágenes originales, más la distorsión de color y sonido (y las muecas de Cage) dan lugar a una nueva película, con resonancias de un cine más actual que el relativamente de tipo moderno rodado por Schrader. Dark es, por ahora, un borrador, un work in progress, que posiblemente no vea la luz más allá del material que se pudo ver en el IFFR y que queda a disposición de investigadores académicos en la universidad dónde Schrader colabora. No es una obra acabada ni, aunque lo fuera, una obra redonda. Pero deja ver una creación, un objetivo y unos medios artísticos para lograrlo que no estaban presentes en absoluto en la versión estrenada. Y deja ver, también, el esfuerzo de un autor que en los setenta vivió la eclosión de los Hollywood Brats (junto al mismísimo Marty) y que ha decidido seguir en la brecha sin renunciar a la autoría.
Como epílogo de su charla queda su nueva obra, First Reformed (2017) a la que él mismo no dedicó demasiadas referencias. Historia de un sacerdote torturado por la culpa, al que se le cierran las puertas de una posible redención y que decide ejecutar la justicia de modo rotundo, es mucho más clásica que la propuesta de Dark. No obstante, esta modesta variación sobre el tema de Taxi Driver, es más solvente que funcional y se beneficia de un buen trabajo de Ethan Hawke en un papel que resulta divertido por sus tribulaciones enólicas y por unos divertidos apuntes de humor negro.
Los límites de nuestro mundo: Western, Rabot, Dragonfly Eyes
¿En que mundo vivimos? ¿dónde queda nuestra identidad, nuestra humanidad? Hay múltiples opciones de retratar nuestro entorno y todas ellas pueden, como estas tres obras muestran, ser completamente válidas.
Rabot (Christina Vandekerckhove, 2017), de todas ellas, es la que sigue la pauta de documental ya conocida. Saltando adelante y atrás en el tiempo, la directora sigue a un grupo de residentes de unos bloques sociales a punto de ser derribados en la ciudad de Gante. Todos ellos tienen orígenes humildes y algunos se afincaron en el bloque tras su construcción, en la que fue la oportunidad de integrar cerca del centro de la ciudad a familias de múltiples orígenes raciales. La realidad es dura y unas décadas más tarde las viviendas y el ambiente social se ha degradado socialmente, habitando en las diversas escaleras personas con patologías y adicciones o parejas de ancianos inquilinos. Pese a su identidad de documental, hay suficientes historias como para desgranar múltiples argumentos. Hábilmente la cinta urde un/una protagonista ausente que dará pie a reflejar las identidades de sus vecinos, la del bloque en general: un personaje que se suicidó lanzándose al vacío. Varias de las entrevistas iniciales aluden a dicho personaje que, según la versión, es hombre o mujer, salta de uno u otro piso, tiene unos u otros antecedentes. El fantasma encarna el peor mal de la construcción del Rabot, el aislamiento y el desconocimiento del vecino. Progresivamente Vandekerckhove nos familiariza con algunos de los inquilinos. Hay una pareja de ancianos en la que él cuida con atención a una mujer depresiva, que alterna la vida en el apartamento con estancias en un hospital psiquiátrico. Hay una familia desestructurada de adictos. Una pareja de ancianos turcos, uno de los cuales cuida de su gemelo, disminuido mental. Otro anciano que se esfuerza en llevar adelante la rutina diaria y otro que desaparece, fallece, durante el rodaje. El contraste entre su cocina y sala de estar mientras prepara la comida y los mismos espacios cuando las autoridades evalúan los objetos que ha dejado atrás son especialmente sensibles. Hay, evidentemente, inmigrantes (turcos, filipinos, africanos, magrebíes) que, según algunos son los culpables de la degradación del inmueble. Hay, evidentemente, egoísmo y xenofobia evidentes entre los autóctonos. Durante una parte del metraje da la sensación que la directora de Rabot ha buscado las historias más duras para elaborar su obra. Creemos que debe haber situaciones menos conflictivas. Sin duda. Pero también hay que ser conscientes que tal entorno, sembrado de pobreza, enfermedades y racismo, con insuficientes recursos de la sociedad, difícilmente conlleva una mejora. Hacia el final de la película, habiendo alternado las imágenes de mudanzas y los espacios que la mudanza dejó vacíos, habiendo fracasado en diversos intentos de reunir varios de los personajes, la cámara se centra en unos pocos. Hay, por una parte, una pareja, que contrasta con la ternura de la antes mencionada. Ella es una ghanesa psicótica, obesa, diabética y alcohólica, que suele sentarse en la entrada del edificio a gritar y escupir. El es su exmarido, que dejó la convivencia pero que durante todos los años transcurridos ha cuidado de ella y ha procurado, a distancia, por los hijos que ella dejara en Africa. El tiempo transcurre a su alrededor mientras consumen cerveza, lata tras lata. Alternativamente aparece otro pequeño núcleo familiar, un viudo y su pequeña hija, que viven en otro piso. Hacen de las tripas corazón recordando a aquella madre alcohólica que un día no pudo afrontar las crisis y acabó con su vida. Entre unos y otros, un tercer vecino, mientras prepara un gran acuario para la mudanza, recuerda el día en que una vecina aporreó a gritos su puerta pidiendo ayuda. A él le habían dicho que no se metiera en problemas y no abrió. La mujer se suicidó poco después… Vandekerckhove nos deja pensando qué habríamos hecho. En esa situación o en cualquiera de las situaciones diarias de Rabot. Y en cuantos Rabot tenemos cerca de casa.
Western (Valeska Grisebach, 2017) complementa perfectamente a Rabot, con su estructura llena de elipsis y sus personajes complementarios. Como los granjeros que incomodaban a los rancheros vallando el campo, como los petroleros o los mineros que echaban a perder las tierras de granjeros o rancheros, un grupo de obreros alemanes construye en un remoto valle búlgaro una carretera y unas canalizaciones. Aunque aislados en el monte, no tardarán en contactar con los habitantes del lugar… Western se retrotrae en un principio, con cierta ironía, a los ambientes de enfrentamiento de La pradera sin ley, Raíces profundas, El jinete pálido o La puerta del cielo, por citar algunos referentes. Hay un personaje protagonista que se distingue del grupo, con pasado indefinido (aunque le denominan legionario), que monta a caballo y que sabe moverse en ambos lados de la frontera. Sin embargo, afortunadamente, no hay tiroteos. Según se vea, la frontera está más allá o más aquí, Grisebach deja claro que no se trata de un tema geográfico, habida cuenta que los alemanes están allá dada la importancia de Bulgaria para Europa en sí misma y de que los búlgaros ven a los alemanes como los ciudadanos de los que ellos quisieran ser compatriotas. La frontera está en la voluntad, en la capacidad, de entendimiento entre unos u otros. El legionario cabalgará al poblado, establecerá el primer contacto, entablará amistad, con niños primero y con adultos después, para finalmente iniciar un romance etéreo (como los que se sugerían en los westerns clásicos, nunca expuestos) con una “indígena”. Como en Flecha rota, el enfrentamiento surgirá antes con sus propios compañeros, con los que siempre marca distancias, que con los búlgaros. Y de este modo la directora define la necesidad, tal vez la urgencia, del entendimiento con el otro. En un tono calmado, plagado de elipsis temporales (que en ocasiones son de horas, en otras de semanas), Valeska Grisebach desliza la historia hacia adelante hasta un momento en el que toda certeza de futuro, toda estabilidad, se tambalea. No todo el mundo estará siempre a tu lado. Ni hay enemigos mortales, más allá de un par de enfrentamientos armados, ni amigos para toda la vida. Hay un desencanto en el final de Western (en el no final, mejor dicho) que se materializa después de flotar por todas las imágenes de la cinta. Es, quizás, su mejor virtud, aunque también un inconveniente. Nos hemos sentido tan remitidos al cine clásico que el menor atisbo de modernidad nos hace añorar los cánticos épicos que cerraban Shane gritando su nombre.
Tal vez, si supiéramos mejor cuál es nuestra identidad, podríamos construir un mundo más justo. Pero parece ser que nuestra sociedad no lo permite. Dragonfly Eyes (Xu Bing, 2017) es una obra tan compleja técnicamente como simple argumentalmente… ¿o tal vez no? Bing arranca la historia con un personaje que, tras una estancia en un monasterio budista, opta por volver a la sociedad para encontrar un motivo de vida y una identidad. Desubicada en su entorno, conectada inicialmente con un compañero y finalmente acosada por él, la protagonista decide emprender una huida a otra ciudad china. Las tribulaciones de ambos llevaran finalmente a tal cambio de identidad que invertirá sus papeles, lanzándola a ella a una inesperada fama y a él a un retiro espiritual, con cambio de sexo incluido. Dragonfly Eyes se basa en el uso absoluto de imágenes tomadas de cámaras de seguridad urbanas, de edificios privados, de entornos comerciales, de red de transportes… por los ojos de la libélula transcurre la vida entera de China, con ciudadanos anónimos que se mueven, trabajan, se aburren, se pelean, viven e, incluso, mueren. Xu Bing lleva a cabo una tarea titánica de revisión de imágenes para construir mediante las mismas tan peculiar historia. Pero, además del mérito técnico y del alarde de paciencia e imaginación, su conclusión va mucho más allá del mero proyecto de comedia en base a found footage, del programa de zapping con golpes y doblaje chistoso. Dragonfly Eyes mira con la neutralidad de las cámaras la cotidianeidad más aburrida de los humanos de China, tan colocados en un carril unidireccional como las vacas a las que los protagonistas dedican una parte de su vida. Xu Bing no mira la realidad con la poesía que evoca Valeska Grisebach o la vocación documental de Christina Vandekerckhove. Sin embargo, su obra va más allá de las imágenes reales y frías de las cámaras y evidencia una paradoja curiosa sobre los habitantes de este mundo. Difícilmente conseguiremos la vida deseada, pero las herramientas que la técnica pone a nuestro alrededor pueden permitir avanzar hacia ella. Así, en su huida, serán los blog y las redes sociales las que permitan alcanzar el éxito a la protagonista. Y pese a que el mismo camino puede ser seguido por su perseguidor, hay otras técnicas médicas que facilitan el cambio. Son irónicamente los mecanismos de control los mismos que certificarán y anonimizarán cambios de identidad. Si en Impermanence (Zeng Zeng, 2018) otra obra presente en el IFFR, los cambios de identidad (o el escondite) mediados por estancias en un monasterio, no parecen ser suficientes para ocultarse al pasado y al destino, la realidad que se escribe en las redes sociales o en las cámaras de grabación sí llega a ser la única verdad posible. Xu Bing y Dragonfly Eyes van más allá de otras opciones argumentales o documentales, modificando la verdad contenida en una imagen, en una comedia tan entretenida como crítica sobre nuestro modo de ver la vida y entender nuestro entorno.