75 Mostra Venecia 2018 – Parte 3

Autoficciones

El auge de la autoficción en la literatura encuentra su eco en el mundo del cine. Uno de los grandes exponentes de esta clase de narración es el coreano Hong Sang-soo, cuya obra puede ser analizada, según se ha comentado a menudo, como una suerte de autobiografía progresiva, un espejo más o menos límpido que refleja el desarrollo de su vida personal.

Partiendo de esta base, la crítica corre el riesgo de adentrarse en los fangales insulsos de la prensa rosa. Al fin y al cabo, ¿qué relevancia tiene la experiencia personal del autor en la lectura de su obra? A veces parece que el valor de una película pueda residir en su sinceridad, su transparencia, en este destriparse y mostrar las entrañas al espectador; pero todo esto no tiene nada que ver con la verdad que, en palabras de Godard, se manifiesta en el cine veinticuatro veces por segundo —y menos teniendo en cuenta que la verdad en el cine nace con la aceptación de un pacto ficcional—.

De autoficción se habla en la nueva propuesta de Olivier Assayas, Doubles vies (2018). Sin entrar propiamente en el juego, la película ofrece un retrato del panorama literario y cuenta con un escritor totalmente seducido por las posibilidades del género, incapaz de abandonar este constante reciclar su vida en material para novelas, disfrazando pobremente a sus actores. La exposición de intimidades propias y ajenas le cuesta más de una reyerta con aquellos que cuestionan el derecho del novelista a incluirles de forma diáfana en su literatura.

Doubles vies

Doubles vies (Olivier Assayas, 2018)

Esta es simplemente una de tantas líneas temáticas y narrativas que Assayas traza en Doubles vies. La película, muy dialogada, altamente discursiva, funciona a ratos como retrato polifónico de una serie de vidas entrecruzadas, sincera en su representación de las falsedades y los afectos de unos personajes sólidos y respaldados por una gran tarea interpretativa. Sobre esta base de intimidad se plantea un ensayo coral sobre el mundo contemporáneo, abordado principalmente desde las encrucijadas de la industria editorial —con las eternas discusiones sobre la pervivencia del papel frente a la llegada del libro electrónico—, aunque el debate alcanza una gran variedad de temas, redes sociales incluídas. La polémica se construye siempre desde perspectivas cruzadas, entrelazando opiniones para componer un fresco absoluto, aunque no moralizante, de nuestro tiempo. Sin embargo, el muestrario de incertidumbres y patologías del individuo moderno aparece tan reconcentrado, tan debatido, que rezuma intencionalidad a cada fotograma. Uno sale con la sensación de que Doubles vies es un retrato del presente pensado para el futuro y hecho por alguien que lucha por no sentirse parte del pasado.

Volvamos a la autoficción. Se estrenó también en Venecia, fuera de competición, la floja Les estivants (2018) de Valeria Bruni Tedeschi, sobre las vacaciones de una directora de cine en la suntuosa mansión familiar de la Costa Azul, donde tratará de superar la reciente ruptura con su pareja y terminar el guión de su próxima película. Los mecanismos de la autoficción están claros: desde el reparto, encabezado por la propia Bruni Tedeschi (que también cuenta con su hija), hasta los rasgos de su personaje, que coinciden en ascendencia, clase social e incluso ocupación profesional.

Puede que el único interés de esta comedia dramática insulsa, llena de actuaciones histriónicas, sea precisamente su teorización sobre la autoficción y las repercusiones del género, puesto que la protagonista también prepara una película basada en su propia vida y, como ya sucedía en Doubles vies, aquellos que ven las miserias familiares expuestas en el guion no se muestran demasiado contentos. De los reproches cruzados surge alguna cuestión interesante; por ejemplo, el poder del artista para contar un conflicto personal a su manera, imponiendo su versión, con libertad para proyectar una imagen concreta de sí mismo y caricaturizar a sus antagonistas.

Carlos Reygadas también interpreta el papel principal de su nueva película, Nuestro Tiempo (2018), y lo hace junto a su mujer, Natalia López. Sus hijos completan el reparto de este drama eléctrico y torrencial sobre una crisis de pareja que amenaza la estabilidad de una familia de rancheros. Tras años de matrimonio viviendo en la soledad de las llanuras mexicanas, Juan y Esther deciden abrir su relación, una decisión que surge del amor y también de un cierto agotamiento; empieza así un descenso a los infiernos de los celos y la desconfianza, donde salen a flote todas las miserias y las inconsistencias personales, y se hace evidente una profunda incapacidad para conciliar el pensamiento racional con los brotes de la emoción.

Nuestro tiempo

Nuestro tiempo (Carlos Reygadas, 2018)

Se conjuran en el personaje de Reygadas los elementos de una masculinidad dominante, posesiva, tallada a imagen de los toros de su crianza, que se embisten hasta despeñarse. A lo largo de tres horas de metraje, y respaldados por una bellísima fotografía a cargo de Diego García, asistimos a los esfuerzos erráticos de Juan para corregir el rumbo y esclarecer, en su búsqueda de la honestidad, los vínculos entre amor y posesión. Sin embargo, una pátina de autocomplacencia recubre ciertos tramos de la película, incluso cuando los personajes se abandonan al patetismo más descarnado, y uno se lleva la sensación de que hay ciertas miserias que afloran al margen del guion.

Espejos y Venganzas

Hablamos ya en la primera parte de la crónica de Manta Ray (2018), del tailandés Phuttiphong Aroonpheng, cuyo silencioso protagonista se convierte en el espejo de su amigo cuando este desaparece, ocupando su trabajo, su casa e incluso adoptando el mismo peinado. El mito del doble —del reflejo, de la sombra— resurgió a lo largo del festival, tomando formas distintas en películas como Shadow (Ying, Zhang Yimou, 2018) y Jinpa (Zhuang si le yi zhi yang, Pema Tseden, 2018).

Ambientada en la China de los Tres Reinos, hacia el siglo III, Shadow es la historia de un guerrero forjado en la penumbra para sustituir a su maestro, que se encuentra demasiado débil para luchar. El parecido físico entre ambos permite que la sustitución se lleve a cabo en secreto y eso reduce al guerrero a una mera sombra despojada de voz e identidad. El caso de Jinpa es distinto: esta suerte de road movie tibetana producida por Wong Kar-wai empieza cuando un camionero recoge a un hombre en medio de las llanuras y le acerca a la ciudad. La historia se construye sobre un viejo proverbio tibetano según el cual la gente olvidará tu sueño si se lo cuentas, pero acabará convirtiéndolo en su propio sueño si llegas a involucrarles. El camionero se obsesiona con el relato de su pasajero, y así los caminos de los dos personajes discurren ya para siempre de forma paralela, espejándose, hacia un mismo destino.

Ambas películas son también relatos de venganza. Con una fotografía espectacular, oscura, cenicienta, y grandes escenas de acción, Shadow explora los límites de la abnegación y reclama desde ahí una voz, un espacio, el derecho a dejar una traza en el mundo por pequeña que sea. Lejos de la suntuosa melancolía de Zhang Yimou, Pema Tseden narra Jinpa desde una poética austera, minimalista, sorprendente en el extraño discurrir de sus escenas oníricas. Otra historia de ajustes pendientes, abierta –o no– a la posibilidad de perdonar y escapar así de la rueda cíclica del odio y la restitución.

Jinpa

Jinpa (Zhuang si le yi zhi yang, Pema Tseden, 2018)

Más historias de venganza nos llegaron en la sección oficial a cargo de Yorgos Lanthimos y Jennifer Kent, única mujer en competición este año en un festival que parece empeñado en no corregir el rumbo. El griego apostó esta vez por un escenario histórico para ambientar La favorita (The Favourite, 2018), hilvanando una trama de favores y confabulaciones alrededor de la frágil reina de Inglaterra (una Olivia Colman en estado de gracia). Lanthimos se aleja del hieratismo glacial que permeaba sus películas anteriores y llena los diálogos de verborrea ocurrente, entrando de lleno en un registro cómico. Sin embargo, a través de recursos distintos (desde la caricatura en el registro interpretativo hasta el ojo de pez que asoma en el aspecto técnico), el director impone la misma distancia de siempre respecto a sus personajes, a los que mueve por los magníficos escenarios como piezas de ajedrez.

Kent ofrece una perspectiva mucho más humana —aunque también dolorosa— en The Nightingale (2018), que explora las dinámicas de poder en la Tasmania de principios del siglo XIX. Su protagonista, la joven Clare, deambula por las zonas selváticas de la isla en busca de los hombres que destrozaron su vida. La tierra supura abuso y violencia y Kent no aparta la mirada, obligando al espectador a confrontar el relato en toda su crudeza. Las jerarquías determinan el orden de la vida en la isla: los oficiales frente a los soldados, el hombre frente a la mujer, el blanco frente al negro. Y enmedio de toda esta crueldad, Clare se arrastra en compañía de Billy, un aborigen que desbroza el camino y sigue el rastro de los perseguidos; y florece en esta desesperación una nueva resiliencia, una hermandad.