A veces me da por pensar que de haber nacido Platón en el siglo XX, habría encontrado en el cine un sistema muy pedagógico para explicar a sus alumnos su teoría de las ideas. Como en el mito de la caverna, en el cine disponemos de un grupo de personas encerrado en una sala oscura, una proyección que se sucede frente a sus ojos y unas sombras que representan una realidad que desconocen y de la que tan solo ven sus siluetas… En su anterior película, El país de las maravillas (Le Meraviglie, 2014), Alice Rohrwacher utilizaba esas mismas sombras y cueva platónicas en una escena que simbolizaba el proceso de maduración de la pequeña Gelsomina. Con la muchacha y su recién descubierto primer amor proyectando las sombras de sus cuerpos sobre las paredes de una cueva, Rohrwacher representaba aquel momento vital en que —como le ocurría a aquel habitante de la caverna de Platón— toca salir del nido para averiguar, comprender y abrazar la realidad que hasta entonces nos era presentada a través de simples sombras.
Lazzaro feliz no deja de continuar con esa idea de la realidad mostrada desde una doble vertiente, su feliz (pero limitada) simpleza y su apesadumbrada (pero rica) complejidad. Por un lado, el engaño que padecen los habitantes de Inviolata (cueva y sombras), se contrapone a esa segunda mitad de la película en la que, años después, ya liberados, nos los reencontramos en el mundo actual (fuera de la cueva). También como en el mito platónico, el grupo mayor se mofa del individuo que ha tenido una experiencia distinta a la suya, y se impone a él sin miramientos. La diferencia con respecto al mito, en este caso, se halla en un detalle que no es para nada nimio: mientras que en la alegoría de Platón el malogrado era aquel que, habiendo vivido, llevaba al grupo el conocimiento adquirido (la masa prefiere mantenerse ignorante), en Lazzaro feliz es la bonhomía la que no encuentra acogida en sociedad. No resultaría del todo desacertado pensar, pues, que si el conocimiento fue tratado y mirado con desprecio y desconfianza durante parte de nuestra historia como Humanidad, en la era que nos ha tocado vivir quizás ese papel haya mutado hacia un valor como la bondad.
Lazzaro es en sí mismo una sombra, una idea en el concepto platónico de la palabra. No estamos ante un personaje, sino ante la personificación de un ideal, el de la bonhomía. Presentándolo como un bloque estanco, sin matices ni poros por los que se pueda filtrar corrupción alguna, Rohrwacher puede hacer viajar a su “personaje” a lo largo del tiempo sin necesidad de más explicaciones. En una alocada pero plausible interpretación de la película, Lazzaro (o la bondad encarnada en humano) es presentada a un grupo de adultos años después de haberla perdido de vista. La inocencia, filtrada a través de los nítidos ojos de Adriano Tardiolo, se quedó en la cueva de la que todos ellos salieron, la misma cueva de la que salió Gelsomina en El País de las Maravillas para abrazar su siguiente etapa de madurez. De esta forma, Rohrwacher (nos) cuestiona qué lugar queda para la bondad e inocencia puras en el mundo de los adultos y en el mundo actual; esto es, para todos nosotros, que con nuestras conductas en el día a día creamos aquello a lo que llamamos con desdén “la sociedad”.
Por todas estas razones (más allá de su interés cinematográfico, del cual habló largo y tendido el compañero Antoni Peris en su crítica de la película), Lazzaro feliz ha sido una de las favoritas del 2018… Cuando una película (que no deja de ser, recordemos, un cúmulo de sombras que evoca una realidad) logra transgredir la separación realidad/ensoñación para invitar al espectador a salir a su realidad cuestionándose, mirándose y queriendo actuar para mejorar… es cuando el cine, por más que de sombras esté hecho, se convierte en aquello que realmente merece la pena: pura vida.