La fuga a Nunca Jamás
Érase una vez, un mundo de fantasía que atraía a niños y mayores. Un mundo dónde las ilusiones se hacían realidad. Un mundo dónde todos podíamos cruzar el espejo, dónde las princesas encantadas eran rescatadas por príncipes apuestos y en el que los objetos cotidianos lucían magia. En su centro había un fantástico castillo de cuento de hadas (literalmente) y hacia él convergían avenidas repletas de golosinas. Todos soñábamos con alcanzar algún día ese mundo… pero ahora debemos hablar de un mundo muy, muy lejano. Y no me refiero, nos entendemos, a distancia geográfica, sino real, emocional. Disneylandia, el espíritu que se nos presentó en la infancia, está ahora a años luz de nosotros, tal vez en un universo paralelo. La mítica de Disney y sus colaboradores es ahora prisionera de un parque temático, propiedad a su vez de una de las mayores corporaciones de esta tierra y su espíritu está, tal vez, diluido en una pócima de una bruja malvada, mezclado con fondos de inversión y fabricas textiles del lejano oriente.
No sorprende en absoluto, por todo ello, que Sean Baker pase de la trastienda de Hollywood que contemplara en Tangerine (íd., 2015) a la trastienda de Disneylandia. The Florida Project mantiene el tono de humor amargo que luciera aquella (así como en la obra previa, Starlet, 2012) pero asume dos diferencias básicas. Por una parte, centrando el grueso de la acción en un espacio limitado (frente al peripatetismo de Tangerine) y, por otra, girando en torno a una pandilla de niñas pequeñas en lugar de jóvenes travestis. Como sus anteriores obras, The Florida Project es tan divertida como dolorosa, mostrando las peripecias de Moonee, una niña de seis años, tan irredenta como ingeniosa, que pone en vilo a los habitantes de un destartalado motel en el que malviven un puñado de desheredados de la fortuna. Entre risas y llantos, Baker retrata una sociedad empobrecida, desprovista de ilusión alguna, sin aparente objetivo en la vida, que ha recalado de modo terminal en la habitación de hotel. Halley, la madre de Moonee, es el personaje más destacable de tan lamentable cuadro. Tan amorosa de su hija como irresponsable de ambas, exhibe tendencias poco recomendables para la puericultura mientras la niña escupe a los coches aparcados, molesta a los vecinos o corretea por los pasillos y los solares vecinos, reclutando compinches. Frente a ella, siempre protegiendo a la chiquilla, Bobby, el administrador (un espléndidamente contenido Willem Dafoe) parece una suerte de San Pedro, cuidando las llaves de tan precario paraíso y tratando de evitar abusos de las más inocentes.
Pero Sean Baker no niega la realidad, que acaba por imponerse. Al final, rotos los espejos mágicos, Halley entenderá que no es una niña perdida del grupo de Peter Pan y comprenderá, impotente, la magnitud de la tragedia. Y Moonee, el alma más libre del lugar, huyendo de la predestinación que la condena a repetir una vida fracasada, hará una fuga (¿imposible?) hacia la segunda estrella de la derecha, a Nunca Jamás, aunque para los espectadores la silueta de Disneylandia parezca un icono vacío.