Habla, memoria
Agnès Varda y el muralista y fotógrafo JR se conocen (no en Meetic como él sugiere ante alguien que les pregunta, aunque todo podría suceder), se gustan, y deciden crear una película juntos. Se embarcan en una aventura por carretera buscando caras y lugares (título facilón a simple vista) donde estamparlas. A la vez que van entrevistando y fotografiando (y grabando) a gente anónima de la Francia rural, la nostálgica partitura del curtido -M- (Mathieu Chedid) que abandera el componente intrínseco de road movie deja huecos para que la nonagenaria directora se lance cantando Ring my Bell de Anita Ward con la radio de la furgo. Así, entre cafés, kilómetros, retratos, entrevistas y las historias que se esconden tras ellas, también se van entrevistando, se van «soltando», y se van conociendo a sí mismos, y por supuesto también se graban, sumando así al reto creativo la parte más difícil, que es el ensamblaje con lo metacinematográfico. Casi al principio, deciden que todo será un proceso en construcción, sin guion alguno, simplemente dejar que surja la historia, adentrándose en «lo desconocido», como dice uno de los hombres a quien entrevistan en su último día de trabajo, en referencia a lo que le espera tras la jubilación. Nosotros como espectadores suspicaces, podríamos sospechar de antemano, y partir de la premisa de que en el cine todo es mentira. Y así, al ver la película, en determinados momentos (por ejemplo cuando JR le muestra sus ojos a Agnès, siempre ocultos tras sus gafas de sol, para compensar de algún modo la puntual tristeza de su compañera, y ahora ya, por qué no decirlo, amiga) encontrarnos con la sensación de impostura, de premeditación y alevosía. Si lo han hecho con los divertidos desencuentros del inicio del film, ¿por qué no también ahora? Y aun así, es todo tan creíble, tan firme, que uno se niega a esas sensaciones, mintiéndose a sí mismo para tomar eso por autenticidad. Es difícil no creer que son momentos auténticos como, sin ir más lejos ese otro, inmediatamente precedente al de las gafas, en que Agnès habla de sentimientos encontrados cuando la «sucia rata» de Godard (difícil, pero probablemente afortunada, traducción del «peau de chien» del francés original) se introduce en la película sin hacerlo, es decir, dándoles esquinazo (esto también me lo creo). O en aquel en que Jeanine, la hija del minero, se echa a llorar cuando ve su rostro a gran escala estampado en la pared de la casa de la que esperemos nunca logren echarla. Ahí no hay imposturas que valgan. Si Varda o esa mujer fuesen tan buenas actrices, ya lo habrían demostrado con creces a estas alturas. Esos momentos son la Verdad, con mayúsculas. La Varda, par favar (no he podido evitarlo).
A nivel personal me trae recuerdos de mi propio road trip francés realizado hace un par de años, y me gusta que, como yo entonces, se acerquen a una desierta playa normanda fuera de temporada, a Le Havre (ciudad portuaria y obrera homenajeada previamente por Kaurismäki), o también que disfruten de la quietud de un pequeño cementerio (a visitar la tumba de Cartier-Bresson). Pero más allá de mis querencias personales, Caras y lugares me interesa porque, entre otras muchas cosas, habla con tino de algo complejo como es la memoria y sus caprichos, y lo hace casi siempre a través de los recuerdos de Agnès (dice mucho de lo que supone ser fotógrafo, ser director, o en definitiva alguien que se dedica a capturar la realidad —y a veces, para mal o para bien, a deformarla a su antojo—, que recuerda más las fotografías que tomó en la playa a Guy Bourdin, o el momento concreto en que las tomó, que al propio Guy), y del poder evocador de los lugares, que sobreviven a los rostros y, paradójicamente, nos los acercan desde un pasado que ya no volverá. El título, después de todo, no está tan mal.