Mildred y el sheriff Willoughby miden sus fuerzas en la sala de interrogatorios. Ironía en sus palabras, desafío en sus miradas. Cada uno debe defender su postura, aunque comprenda la del otro. No hay maldad en su juego, ni mucho menos. Lo que hay es necesidad de proteger el trabajo bien hecho, y el derecho a pedir y obtener justicia más allá de las condiciones personales. Hay necesidad, en definitiva, de defender los propios valores. Unos valores que se revelan tan cercanos como alejadas son sus visiones a la hora de afrontar la investigación.
La conversación sube de tono, pero es importante mantenerse firme. Mildred acaba de taladrar el pulgar de un dentista descontento con los tres anuncios que atacan la falta de resultados en la búsqueda del criminal que violó y asesinó a su hija meses atrás. Willoughby debe reprender a una mujer que comienza a tomarse la justicia por su mano. Y en pleno acaloramiento… el sheriff, enfermo de cáncer, escupe sangre directamente a la cara de la interrogada.
En un microsegundo la ruda expresión facial de los dos cambia radicalmente: la cámara de McDonagh capta la culpa y el arrepentimiento en él, para inmediatamente cambiar el plano y mostrar la sorpresa y compasión en la de ella. Una escena planteada desde la sublime sencillez que implica la confianza plena en los actores y su capacidad de condensar el peso dramático en un momento cumbre: ese que resume lo que Jordi Revert califica como “poética de lo humano” en su crítica del film, una capacidad que el director ha demostrado en tan sólo tres films. Porque McDonagh encoge el corazón del espectador, haciéndole comprender a la heroína de lo que ha comenzado siendo un perfecto western (con un “lobo solitario” que sustituye el sombrero por el mono de trabajo, y la pistola por la publicación de tres desafiantes anuncios en una olvidada carretera), y al hombre que, aportando en gran medida el sutil humor negro firma de la casa, en el fondo sabe que ella tiene razón, pero no puede obviar las normas y leyes de la comunidad.
Para McDonagh no hay buenos ni malos, hay opiniones y creencias. Hay una sociedad del bienestar que no quiere darse pero enterada de que la maldad humana ocupa las calles desde tiempos inmemorables. Hay mucha frustración, fruto de un mundo que está evolucionando hacia la apatía. Hay un sentido distorsionado de la ética y la moral, y un egocentrismo desesperanzador, que el director y guionista pone de manifiesto, también, a través de una Mildred cuyo heroísmo no se libra de esta acusación… no hay más que analizar el trato hacia James. Y, en medio de este desolador panorama, el papel de Dixon se eleva como el reflejo de que puede existir un futuro mejor para todos nosotros. Uno en el que nos demos cuenta de nuestros errores, e intentemos subsanarlos, siempre, siendo conscientes de nuestro radio de influencia. Sin olvidar, sin sobrereaccionar… pero sin capitular.