Caluroso y honesto retrato generacional
¿A quién te llevarías a una isla desierta? empieza con el plano de un joven sumergido en una piscina, una imagen muy similar a la que inicia Dolor y gloria. Pese a que en este caso la piscina es hinchable y el baño no se da a altas horas de la noche, ambos personajes hundidos, literal y metafóricamente, comparten el mismo problema: el insomnio. Si Salvador Mallo no podía dormir por culpa de sus constantes dolores físicos y por la fuerte depresión que estos le provocaban, ‘Eze’ no puede hacerlo por el sudor. El sudor que te pega a las sábanas húmedas, el sudor del día más caluroso del verano madrileño, pero también el sudor que provoca el miedo, la inseguridad y la ansiedad ante el porvenir.
Tomando como punto de partida una mudanza que va a separar sus vidas enfrentándoles solos a la vida adulta, los cuatro jóvenes protagonistas de ¿A quién te llevarías a una isla desierta? deciden poner punto final a su convivencia saliendo de fiesta y emborrachándose, una decisión despreocupada ante tan incierto futuro, pero típica de la generación millenial a la que Jota Linares pertenece y retrata —con acierto y profundidad— en su película. Sus personajes, efectivamente, viven con la presión constante de ser exitosos en un mundo en el que lo más normal es fracasar, en el que los sueños a menudo son tan inalcanzables que acaban siendo simples idealizaciones, en el que el mercado laboral es cada vez más precario y desolador.
Esa voluntad de ser un drama generacional no necesita incluir verborrea vacua sobre Instagram o Twitter. Linares es capaz de hacernos saber que sus personajes son veinteañeros al borde del abismo no solo por su fisicidad juvenil o por sus decisiones, sino a través pequeños detalles con valor dramático. Hay escenas en las que la reproducción desde Spotify de Insurrección de El Úlitmo de la Fila hacen aún más significativo un abrazo, u otras en las que una camiseta que se creía perdida de la Expo 92 es capaz de trasladar a alguien a la infancia. También hay momentos en los que hacerse un selfi trasciende el postureo, pues esconde una promesa bonita pero imposible de cumplir, y otros en los que cantar al unísono Años 80 de Los Piratas hace arder aún más la pasión de una pareja.
De lo que sí peca el guion es de una estructura un poco descompensada. Si bien el inicio funciona correctamente como presentación de personajes y de conflicto, se incluyen escenas que por mucha fuerza dramática que tengan —como aquella en la que aparece Beatriz Arjona—, aportan poco a la historia y al desarrollo de unos protagonistas que da la sensación de que llegan al momento climático un poco verdes, menos definidos de lo que cabría desear. De hecho, el instante en que todo explota escala demasiado rápido y quizás se alarga en desmesura. Además, pierde poco a poco veracidad por la excesiva verbosidad con la que los personajes expresan unas ideas imprudentes, pero dichas con una lucidez guionizada, imposible. Por suerte, la película remonta con un epílogo brillante en su sutileza, demoledor y a la vez esperanzador, real.
La puesta en escena de Jota Linares es austera y naturalista, con unos decorados y un vestuario que transmiten la sensación de que el aire del caluroso y acalorado piso es cada vez más irrespirable. Asimismo, el sudor se siente como físico, abrasador y pegajoso gracias a la cálida fotografía, que ayuda a reafirmar esa intención de intimidad y cercanía con la que se mueve la cámara. Se hace énfasis en las miradas a través de primeros planos, elemento con el que el director no pudo jugar en la obra de teatro homónima en que se basa la película. Y es que la dirección de actores es soberbia, todos transmiten carácter y emoción no solo por lo que dicen, sino por lo que callan, por lo que observan. Jaime Llorente y María Pedraza son el reclamo para ver la película —por algo son los actores fetiche de Netflix España—, pero su trabajo hace incuestionable su estatus de estrellas. Pol Monen está muy bien, aunque es Andrea Ros la que más brilla a lo largo del filme, especialmente en el epílogo, donde desprende un aura inconmensurable.
De este modo, Netflix suma a su catálogo una película honesta y generacional, capaz de transmitir ilusión y desolación a la vez, de emocionar. ¿A quién te llevarías a una isla desierta? duele igual que una torpe despedida, que un beso —o abrazo— dado tarde y mal, o lo que es peor, no dado por vergüenza. Pero también electriza y conmueve tanto como un reencuentro, aquellos en los que la perspectiva y el tiempo lo son todo, cuando ya hemos madurado tanto como para curar un corazón roto. Jota Linares tiene una voz poderosa, y vale la pena que la escuchen.