Realismo mágico infantil, japonés e intimista
En la última película de Mamoru Hosoda, la llegada de un nuevo miembro de la familia, la que será la hermana de Kun, Mirai, provoca que ocurra algo fantástico: ahora, el jardín de su moderna casa de arquitectura vertical se convierte en un lugar de fantasía y viajes temporales, algo parecido a lo que sucedía en La chica que saltaba a través del tiempo (Toki o Kakeru Shôjo, Mamoru Hosoda, 2006), en la que cruzar unas vías de tranvía permitía a la protagonista volver atrás en el tiempo para cambiar alguna mala decisión. En Mirai, ese portal-jardín permite a personajes del entorno más cercano al pequeño protagonista —desde su perro hasta su bisabuelo, pasando por su propia hermana en edad adolescente— que se le aparezcan con total claridad para llevarle a escenas pasadas de la vida de sus familiares y hacerle vivir aventuras casi oníricas. Son algo así como los cuentos que nos leían antes de irnos a dormir, breves fábulas que nos ayudan a entender mejor nuestras emociones.
Mirai pertenece al realismo mágico, ese género en el que un niño puede estar igual de entretenido jugando con el vaho de una ventana que hablando con su perro sobre la calidad de la comida que le echan. La obra de Mamoru Hosoda pertenece, además, a un realismo mágico intimista, en el que el viaje del héroe clásico puede servir también para narrar la complejidad de la maduración del mundo interior de un niño, ya sea el de “el nen Sala” del Raspall de Pere Calders —aquel cuento maravilloso del escritor catalán en el que un niño daba vida a un cepillo para convertirlo en su perro—, o en este caso, el de Kun. Y es que lo que propone el relato es universal: la llegada de un nuevo miembro a la familia hace inevitable que la atención y protagonismo se reparta. Así, Kun se siente celoso de su hermana Mirai —futuro en japonés—, a la que dice “no soportar”, pues siente que sus padres ya no le quieren porque pasan todo el tiempo con ella. Él no lo entiende, pues la ve aburrida, está todo el día durmiendo, lo que le frustra aún más. Kun recurre a rabietas y lloriqueos para llamar la atención, un comportamiento del todo comprensible, pero nada soportable. Por suerte para el pequeño —y para sus padres—, esas odiseas por el tiempo y las vivencias de sus antepasados hacen que, poco a poco, Kun aprenda a convertirse en todo un hermano mayor.
Así, el director y animador japonés da forma a una película que visualmente es apabullante. Expresiva y sensible en sus animaciones, logra cautivar en su retrato detallista del mundano mundo contemporáneo, pero también en sus intensos viajes por el espacio-tiempo. Y es que la animación tradicional y digital confluyen y conviven en armonía —al igual que tradición y progreso, que realismo y fantasía— mediante movimientos de cámara arriesgados, como los veloces desplazamientos transversales y elípticos a través de la vertical casa, pero también gracias a los coloridos escenarios dibujados a mano. Pero que sean vivaces no los hace menos aterradores. Su particular diseño de la estación ferroviaria de Tokyo resulta abrumadora, con unos interminables andenes que revuelven al espectador al trasladarnos a la sensación de cuando, de niños, nos perdíamos por los pasillos del supermercado. De todos modos, Hosoda nos compensa con su capacidad de enternecernos a través de su precisión y delicadeza en el retrato de personajes: véanse las muecas que hace el bebé al sonreír por primera vez. Esa agudeza bárbara para capturar momentos puramente cotidianos del entorno familiar la comparte con Hayao Mizayaki y su obra cumbre del realismo mágico infantil, Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988). Es imposible olvidarse de aquella escena en que Satsuki y Mei eran de lo más felices comiendo hortalizas en la huerta de la vecina. De esa obra bebe el ritmo contemplativo, pausado, ameno, infantil de Mirai, que ayuda al director a cultivar esos momentos en los que nos transmite su profunda comprensión del comportamiento humano. Y lo hace con sencillez y lucidez, por ejemplo, en el instante en que el padre de Kun se pone a cocinar y coge el trapo del suelo para limpiar la encimera, lo que provoca que su mujer le mire con afable condescendencia para decirle que se ha equivocado. Un detalle mínimo, al fin y al cabo, pero que desprende un cariño casi poético en la observación de nuestras conductas.
El país del sol naciente avanza como un tren hacia una sociedad más tecnológica, más progresista —se intuye un cierto aire feminista en la película de Hosoda—, pero sin dejar atrás sus tradiciones más singulares. Desde la aparición del supersticioso Festival de las Niñas hasta la banda sonora, Mirai es una preciosidad folclórica. El cineasta nipón es capaz de transmitir la importancia que da a la familia en un país en que el individuo se intuye cada vez más solitario —el índice de solteros en Japón no para de crecer, tal y como refleja el ensayo de Aziz Ansari, Modern Romance—. La visión de Hosoda de la crianza y de la educación de los niños describe una tarea compleja, donde la conciliación laboral y familiar es cada vez más difícil y educar a un hijo puede ser de lo más agotador. Porque es imposible no desquiciarse y convertirse en la “mamá demonio” cuando tus hijos no ordenan el cuarto, o cuando se niegan a ponerse un pantalón. Pero también es emocionante cuando, de un día para otro, los niños deciden que ya son tan mayores como para aprender a ir en bici solos, y lo logran. O cuando, de pronto, se dan cuenta de que sus padres también tuvieron que aprender a ir en bici, de que también eran desordenados; en definitiva, de que también fueron niños… con nombre de pila y todo.