Sólo con la primera imagen de Nosotros (Us, Jordan Peele, 2019), únicamente con un plano frontal de la pantalla de un viejo televisor de tubo —en el que se refleja la silueta absorta de una niña—, el director neoyorquino, a la vez que se autocita, consigue remitirnos al imaginario visual creado en su ópera prima, Déjame salir (Get Out, 2017). Este arranque, además de espejar el film —precisamente, una película que juega con las sombras y los reflejos— con su obra anterior, es también representativo del futuro del propio Peele, teniendo en cuenta su recién estrenado rol como narrador de la nueva temporada de The Twilight Zone, el retorno del clásico de la ciencia ficción catódica de los años sesenta. Parece difícil encontrar un maestro de ceremonias más convencido del potencial de la televisión como generadora de traumas, y con un interés tan definido por trasladar a otras dimensiones relatos de aparente cotidianidad.
Más allá de las evidentes conexiones con su debut, el nuevo film de Jordan Peele tiene una mayor tensión narrativa y es más potente a nivel visual —con una calculada planificación y una fotografía que alterna los claroscuros de los pasajes nocturnos y de interiores, con una luz abrasadora en las escenas diurnas—, además, se agranda al atreverse a mezclar varios registros sin dejar de apostar por un cine de género. En un segundo acto memorable encadena sin respiro dos set pieces que contienen las propuestas conceptuales y formales más interesantes de toda la cinta.
En la primera de ellas, la familia roja, y con ellos el tema del doppelgänger, invaden el domicilio de los Wilson. La figura del doble, del lado tenebroso de uno mismo —exaltada por la literatura del romanticismo y que recientemente ha sido recuperada por David Lynch en Twin Peaks: The Return (2017) para darle una triple vuelta— aparece para poner en duda nociones como la identidad y la conciencia. El doppelgänger alude a lo oculto, al mundo de las sombras, y la puesta en escena lo aprovecha, rodeando a los protagonistas de objetos reflectantes, para flirtear con la idea de un subconsciente liberado, tomando el control de los traumas y las frustraciones. Cada miembro de la familia Wilson tiene su particular réplica, vestida de rojo, con quien debe enfrentarse en un cara a cara contra su otro yo. De todos estos duelos sale vencedora la interpretación de ultratumba de una espectacular Lupita Nyong´o, en la piel de la vengativa Red (la Adelaide roja), que tras el escalofriante monólogo sobre sus orígenes, protagoniza un simbólico plano en el que aplasta el rostro de Adelaide contra una mesa de cristal —como si estuviera tratando de hacerla traspasar a otra dimensión— hasta que consigue quebrar el vidrio. Si la secuencia combina el terror y el suspense con pinceladas de humor, la progresión hacia la siguiente (la llegada a casa de los Tyler) es una arriesgadísima pero exitosa apuesta —de un atrevimiento casi inconsciente— por la tragicomedia más sangrienta; con anotaciones irónicas desde la banda sonora con los temas Good Vibrations de los Beach Boys y Fuck The Police de N.W.A. Y a la vez, de forma sutil, el relato se modula, y pasa de ser una alucinación íntima a una pesadilla con interpretaciones más abiertas, que incluyen la crítica sociopolítica. Es en este contexto donde encajan determinadas pistas sembradas hasta entonces (como la apocalíptica cita bíblica o las referencias a la campaña benéfica americana de 1986, Hand Across America). Y resuena con más fuerza la tajante aseveración “We are americans”, en una de las escasas afirmaciones precisas que había pronunciado Red en su discurso. Si algo había querido dejar claro (quizá lo único) es que ellos también son ciudadanos de los Estados Unidos (en una clara alusión al título original de la película).
Durante la secuencia en casa de los Tyler, cuando la sangre ya decora las paredes, se produce el plano más terroríficamente bello de todo el film. En mitad de la tensión por la supervivencia, en un impasse onírico y tras unos segundos de silencio, irrumpe por sorpresa una delicada melodía de violines mientras, con la cara ensangrentada, el personaje interpretado por Elisabeth Moss, recoge un pintalabios con delicadeza, lo mira fascinada, y se maquilla sin perder detalle de su reflejo en el espejo. En su mirada resuena todo el mensaje de liberación que Red había verbalizado unos minutos antes. Todo condensado en unos segundos de su rostro, interpretando a la silenciosa y perturbadora Dahlia, personaje cuya preocupación principal parece ser buscar su propio reflejo. Si la composición (titulada Femme Fatale) de Michael Abels para esta escena no se convierte en la pieza más recordada del score será por la pericia del norteamericano en reconvertir un éxito de hip-hop de los noventa (I Got 5 On It, de The Luniz) en una tétrica composición para cuerdas (Pas De Deux) que brilla en los momentos del clímax final. Para cuando esto ocurre, un guion excesivamente explicativo en todo el tramo final ya ha deshecho el potencial evocador que contenía el relato, y ha destruido la metáfora al hacerla visible. Además, se guarda otro giro, a modo de truco final, en un recurso excesivamente convencional que recuerda a los finales de otras épocas de M. Night Shyamalan. A estas alturas del metraje el lado menos sutil de Peele, como realizador y guionista, ha salido a la luz, cual doppelgänger liberado, para tomar las riendas de las últimas curvas. Deberemos esperar a sus próximos proyectos para confirmar qué versión de sí mismo se ha quedado a este lado del espejo.