Adults in the Room (Comportarse como adultos), de Costa-Gavras

Comportarse como adultos (Adults in the Room, 2019) es la última propuesta del mítico cineasta Costa-Gavras, padre (en teoría a su pesar) del cine político contemporáneo, desde que en 1969 —hace cincuenta años— moldeó con Z (íd.) la combinación perfecta de espectáculo y compromiso. En esta ocasión, partiendo del libro de memorias del exministro griego de economía, Yanis Varoufakis —una obra  compleja y a priori de escasa narratividad—, el director greco-francés ha conseguido un filme modélico.

A sus 86 años, Gavras sorprende por su vitalidad, manteniendo completamente intacto su pulso narrativo y entregando un título efervescente muy reconocible en su filmografía, tanto por el discurso como por la forma en que lo envuelve: el relato del individuo frente al engranaje, la tragedia griega brechtiana, la aproximación divulgativa al proceso que desnuda las injusticias, y la utilización de un estilo directo y eficaz, totalmente vertiginoso. Pero, asimismo, el filme resulta sorprendente por algunos elementos de estilo menos habituales, apuntados ya en alguno de sus títulos más recientes (en casi todos los coescritos por el dramaturgo Jean-Claude Grumberg), con rupturas de la diégesis, como los apartes o ensoñaciones, apuntes a modo de ensayo, e incluso con la inclusión de expresivos y explicativos efectos visuales. Esto se sublima particularmente en el memorable final —que no desvelaremos, por supuesto—, pero del que se puede decir que rompe con la creencia, expresada en algún momento por el propio Gavras, de que el cine político es incompatible con el musical.

Gavras presenta algunas novedades: escribe la película en solitario —algo infrecuente dado su hábito de colaborar con escritores notables o guionistas consagrados, desde Jorge Semprún al citado Grumberg, pasando por Franco Solinas o Joe Eszterhas—; y al mismo tiempo hace explícitos los referentes políticos a los que alude (primeros ministros, ministros, autoridades europeas, instituciones) aunque la mención a los personajes tienda a la utilización del nombre de pila, algo que en el pasado tendía a disimular, muchas veces para protegerse y para proteger a la película.

La historia comienza con la victoria del partido Syriza en las elecciones griegas, que llevan al poder a Alexis [Tsipras] (Alexandros Bourdoumis), y a Yanis [Varoufakis] (Christos Loulis) a ser nombrado ministro de economía. Empieza así su batalla contra las instituciones de la Unión Europea, encabezadas por el ministro alemán de economía, Wolfgang [Schäuble] (un excelente Ulrich Tukur, cuya condición de discapacitado en silla de ruedas le hace parecer de modo no subrayado pero evidente un émulo del Dr. Strangelove de Kubrick), y por el pulido, pero pérfido presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem (Daan Schuurmans). Estos villanos quedan retratados con la habitual sorna del director, como pérfidos personajes de opereta, como sus fascistas de Z o sus funcionarios americanos de Desaparecido (Missing, 1982), con cierto encanto e hipocresía como si fuesen antagonistas de un thriller de Hitchcock.

El proceloso viaje del ministro de país en país, sus constantes reuniones en Bruselas, sus encuentros de alto nivel van tejiendo una tela de araña político-burocrática, cuya finalidad transparente es evitar que Grecia pueda sustraerse a la deuda, y en última instancia, si fuera necesario, empujarla fuera del euro, con múltiples trampas, mentiras y presiones para doblegar al gobierno. Paralelamente, de modo algo desdibujado, se narra la relación del protagonista con su esposa (una recuperada Valeria Golino), que desembocará en otra escena clave, de notable fuerza y naturaleza completamente simbólica y enrarecida, en la que un grupo de manifestantes silenciosos rodean a los personajes en un restaurante.

El viaje del héroe expresado visualmente con la querencia de Gavras para fijar la perspectiva (Varoufakis observa desde su coche la realidad exterior: las múltiples quiebras de los comercios en las calles; la llegada de las nuevas autoridades griegas a Bruselas, con las enseñas europeas reflejándose en el cristal del coche…) es la expresión de la construcción complejísima de un guion muy elaborado. El director utiliza siempre el punto de vista del protagonista para guiar la acción, mientras maneja diferentes líneas temporales, pues el filme tiene un prólogo, pero empieza con un tiempo presente en el que el ministro ya ha dimitido y conduce a un flashback que dura toda la película. Resulta del mismo modo asombroso como Gavras dota de interés e incluso intriga a una situación histórica reciente y conocida, logrando generar tensión en cada secuencia. La cámara del cineasta se mueve de modo enérgico e inquieto, con una iluminación realista pero contrastada —la fotografía de Giorgos Arvanitis, operador habitual de Theo Angelopoulos, en su primera colaboración con Gavras, es soberbia—, creando una atmósfera opresiva y gélida pero naturalista. Gavras construye a su héroe habitual, en este caso Varoufakis, como simple coartada o contenedor para narrar lo que le interesa, el sherpa narrativo para mostrar (y desmontar) el proceso, como si fuera el equilibrio idealizado entre el diputado Lambrakis (encarnado por Yves Montand) y el juez Sartzetakis (interpretado por Jean-Louis Trintignant) de Z.

Con la complicidad de un Alexandre Desplat en estado de gracia que emula al mejor Mikis Theodorakis con una banda sonora presente y brillante, llena de temas basados en la música popular griega, Gavras enhebra la historia como la coreografía metafórica de un sirtaki y muestra un laberinto kafkiano —como en La confesión (L’aveu, 1970)—, que se atisba paulatinamente, hasta que al final se hace explícito, desnudando el perverso engranaje. Pero esta idea adquiere tintes posmodernos, propios de nuestra era, en la que el fascismo cuartelero y la intervención americana son sustituidos por el neoliberalismo líquido y voraz de las instituciones europeas, dominadas por una burocracia disparatada y sin alma, y por una ideología basada en la lógica del dinero virtual ajena a cualquier planteamiento moral o humano.

En definitiva, esta película magistral que equilibra envidiablemente tonos y texturas (drama, comedia, farsa, thriller, filme histórico, con momentos metafóricos y musicales, e incluso insertos documentales, a partir de imágenes de archivo como en el inicio y el final) no deja de ser el cierre del círculo de la obra de su autor. Un título personalísimo, obra compendio de todos sus films, desde la mencionada La confesión, pasando por Sección especial (Section spéciale, 1975), —en su retrato de un circo institucionalizado y tiránico—, hasta llegar a todos sus últimos títulos sobre la crisis sociopolítica europea —del paro y la inmigración presentes en Arcadia (Le couperet, 2005) y Edén al oeste (Éden à l’ouest, 2009), al mundo de las finanzas retratado en El capital (Le capital, 2012)—.

No obstante, si hay un filme de Costa-Gavras que palpita en el fondo e incluso en la superficie de Comportarse como adultos, ese es Z. Existe una conexión profunda y circular: desde la estructura narrativa y el tono imparable, lúdico pero contundente hasta la reflexión sobre el poder; su alcance universal partiendo una historia local ambientada en la Grecia contemporánea. Si Gavras comenzó su periplo político con Z (su tercera película como director), retratando el caso Lambrakis y el golpe militar en Grecia, lo culmina (al menos de momento) con un regreso a ese mismo escenario. Gavras retrata la crisis actual de la democracia con una mirada demoledora, pero al mismo tiempo llama a la resistencia; retornando al mismo tiempo a su Ítaca original.