El irlandés, de Martin Scorsese

Reunión de maestros pintores

Parece que Scorsese plantee con El irlandés una improbable redención de la Mafia por parte del espectador. La historia de Frank Sheeran (De Niro) no semeja tanto el reguero de crímenes y paredes pintadas por la sangre de los ejecutados ni la crónica política de tres décadas de los Estados Unidos de América sino el trayecto vital, personal y profesional, de un grupo de amigos. La cinta arranca con el coche de Sheeran, partiendo para un largo viaje que comparte con su mujer y con sus amistades íntimas, Russ Bufalino (un inmenso Joe Pesci) y su pareja. Un viaje que Sheeran, con gafas, rotulador y regla, diseña sobre el mapa para asistir a una boda (una enésima boda de la hija de capo mafioso que reúne en capilla la flor y la nata de la familia, como hemos visto en obras anteriores, con Coppola como referente). Un viaje de dos parejas maduras, casi ancianas, que comparten paradas para fumar y moteles de carretera. Un viaje que, según se verá más adelante, tiene una agenda oculta. Un viaje, en definitiva, que es un pretexto para narrar la historia de los dos personajes masculinos a base de sucesivos flashbacks, desde su encuentro casual hasta el momento de la narración.

Saltando a continuación décadas atrás, veremos cómo Sheeran traba amistad con Bufalino, se convierte en su hombre de confianza y, tras un ascenso a base de pequeños encargos, llega a ser su asesino de confianza. Sheeran pasa de chico de los recados a “pintar paredes”, salpicándolas con los sesos de numerosas víctimas. En esta fase de la película, Scorsese se centra en el ascenso de este irlandés que ha adquirido notoriedad por su eficiencia, evitando embrollar el hilo narrativo con historias de guerras de bandas, aunque señalando con sobretítulos el destino final (habitualmente sangriento) de los personajes que van apareciendo en pantalla.

El irlandés cobrará una mayor relevancia más allá de la primera hora de metraje cuándo Scorsese nos descubra, sin estridencias, mediante los comentarios soltados aquí y allá por unos y otros, cómo la mafia encumbró a los Kennedy para recuperar “su” Cuba, la de los casinos y la prostitución y cómo se sintieron traicionados por Jack y Robert Kennedy. Toma no obstante un enfoque distinto al que usara Coppola en El padrino II (The Godfather: Part II, 1975) que vinculó directamente con la Historia la trama y peripecias de Michael Corleone. Sin renunciar a tocar, diríase que, de modo inevitable, los mismos temas, Scorsese los pone a la par como determinantes y como paisaje de la historia de Frank Sheeran. Veremos también la relación entre la Mafia y el Sindicato de Transportistas, una entidad tan poderosa como para detener el pulso del país y liderado por un personaje carismático, Jimmy Hoffa. Y es en este punto dónde Marty alcanza los mejores niveles de su filmografía al introducir al líder sindical (un Pacino en el modo arrollador que le luce tan bien) y transformar a Frank de chico de los recados a guardaespaldas y amigo íntimo de Hoffa. No estamos ante el Scorsese frenético de Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) o El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013)  ante el director de los travellings vertiginosos o los montajes picados, sino ante el Scorsese tranquilo que ya narrara una sensible historia de amor no correspondido en Casino (1995)  o el que evitara al máximo las torturas y muertes de los predicadores jesuitas en Silencio (Silence, 2016) El irlandés es en su prolongado tramo central la historia de dos amistades, la de Sheeran y Bufalino, por una parte, la de Sheeran y Hoffa, por otra. Y, simultáneamente, una descripción veraz y fiel de los métodos mafiosos, desde su financiación y sus relaciones con el poder (el fallido golpe a la Bahia de Cochinos, el asesinato de Kennedy o las relaciones con Nixon hasta el Watergate), a su organización interna, basada en relaciones de confianza, vestidas de amistad, pero sujetas al poder. Este tramo central de El irlandés contiene el mejor cine de Scorsese, su capacidad de síntesis narrativa y descripción en imágenes de sentimientos (algo a lo que evidentemente no son ajenos ni la fiel montadora, Thelma Schoonmaker ni el guionista Steve Zaillian). Pese a perderse en algún momento de modo innecesario con pasajes como el del Loco Joe o faltar información sobre la relación con Nixon y el partido republicano, El irlandés construye un personaje trágico, creíble no sólo por ser real sino por obra y gracia de De Niro y Scorsese. Un hombre cuya realidad, cuyos valores y decisiones, no le pertenecen, sino que le son dictados por un ente superior. De Niro, lejos de aparecer como un asesino calculador, es un profesional que ejerce discretamente y que está tan subyugado por la Organización que no se puede ni tan sólo plantear conflicto ético, salvo en el fugaz momento en el que ve, entiende, que él no tiene opción alguna de decidir.

Aunque habrá posteriormente a nivel argumental dos o tres secuencias clave en la película, la celebración y la entrega de medallas a Frank Sheeran por parte de la Familia (el irlandés acogido y celebrado por los sicilianos), marca un inicio de un tercer bloque narrativo en el que la decadencia es presente en todos los personajes.  A partir de esta secuencia, la decrepitud se instala en los protagonistas (mediante digitalización o maquillaje, con efectos algo dudosos) y Scorsese transforma al conjunto de capos supervivientes en una pandilla de petanqueros melancólicos. Es una serie de secuencias que, tras los más de 140 minutos previos, se antojan excesivas y un tanto dudosas. Bufalino, Sheeran y Salerno, entre otros, han vivido más allá que muchos de sus compañeros, para sufrir cárcel, cáncer, artrosis y prostatismo. No se habla de la pervivencia de la organización sino de la soledad del “coronel” y hallamos aquí un punto de condescendencia hacia los que mataron u ordenaron matar. Han sido apartados de sus propias vidas y dejaron de tener sentido. De Niro, solo y olvidado, encara cada noche una puerta entreabierta, esperando tal vez la muerte que debería haberle llegado.

…Sin embargo, quizás no sea la nostalgia de la mafia sino la que Scorsese (nacido en Queens, 1942) siente de los buenos viejos tiempos disfrutados con los amigos. Nostalgia de los rodajes de antaño en compañía de este puñado de viejales, Harvey Keitel (Brooklyn, 1939), Robert de Niro (Manhattan, 1943) o Joe Pesci (Newark, 1943), y de todos los fotogramas que han ido pintando juntos.