Las identidades amputadas
Una mano cercenada huye de la sala de anatomía patológica para reencontrarse con su cuerpo de origen. Se encarama al alfeizar de la ventana, se enfrenta a una paloma y salta al vacío, hacia la calle… ¿Otra rareza propia del Festival de Sitges? Sin duda. Y por allí triunfó, merecidamente, como en los Festivales de Annecy y de Cannes. Porque ¿Dónde está mi cuerpo? no es sólo la historia de esta mano sino, sobre todo, la historia de su dueño, la historia de Naoufel. Una historia, como pueden ser tantas, de numerosos inmigrantes, que pugnan por salir adelante en territorio hostil, una historia de identidades amputadas.
La aventura de la mano perdida a través de París se asemeja, en cierto modo, a la del humano menguante, enfrentado a situaciones cotidianas que de improviso implican inmensos peligros. La mano, hábilmente animada, se enfrentará a pájaros, huirá de ratas, recorrerá avenidas y espacios subterráneos, viajará en metro y se hundirá en los canales de la periferia parisina, cruzará autovías urbanas y subirá a edificios vacíos. Pero, por encima de todo, marcará la relación con la historia de Naoufel, que se nos irá narrando en paralelo, con intermitencias y saltos temporales para forzarnos, como espectadores, no a identificarnos con el protagonista sino a comprender su sufrimiento.
Porque Naoufel no es exactamente como todos los emigrantes. Habiendo disfrutado de una infancia en una Arcadia feliz dónde tuvo acceso a la diversión, la cultura e incluso a una formación musical, es arrancado bruscamente de la misma y proyectado a una banlieu dónde compartirá piso patera con compañeros poco interesados, o muy frustrados, en cambiar su situación vital, más allá de conseguir material excitante para completar las fiestas. Juergas en las que Naoufel no encaja y rechaza hasta ser, él mismo, el que actúa como elemento discordante. Jérémy Clapin nos mostrará a Naoufel como un joven herido, triste y solitario quien, pese a todo, trata de perseverar para cambiar su destino de nuevo. En paralelo, la odisea de su mano revela la misma perseverancia.
El diseño en los escenarios y en la animación de Clapin va de la mano, válgase la redundancia, de una excelente capacidad narrativa. La acción es continua pero no apresurada. La información se dosifica, obligándonos a sentir la pérdida que padece Naoufel, con la ayuda de las cintas de casete que contienen su corta y trágica historia. Y, sobre todo, manteniendo en todo momento un tono sensible sin caer en la sensiblería. Clapin cuida a su personaje evitando condescendencia o demagogia. Naoufel deviene, así, un personaje real, con sus deseos, sus frustraciones y sus contradicciones, sus aspiraciones y su rabia, su inocencia y sus miedos. La itinerancia de su mano es autónoma, pero a la vez es reflejo de sus acciones. La mano que nada en los arroyos helados, que corre por las aceras o que se defiende de los depredadores es la misma mano que, en su infancia, tocó el piano o jugó con aviones, la misma mano que manipula la grabadora con los recuerdos de infancia, conduce la motocicleta de repartidor o corta los tablones de madera, en sus sucesivas etapas de su vida… La misma mano que, en gesto automático, ajusta la montura de sus gafas en innumerables ocasiones o que llama al interfono que puede cambiar su vida.
¿Dónde está mi cuerpo? resulta, en definitiva, una delicia que va más allá del cine de aventuras y refleja el drama de la emigración de modo más efectivo y menos discursivo que las opciones de, por poner unos ejemplos, Loach, los Dardenne o Guediguian. Naoufel ha perdido su mundo y necesita, simplemente, encontrar un lugar en el que ahora le ha tocado vivir. Basta una buhardilla desde la cuál rehacer su vida. Subir a las azoteas, contemplar París desde las alturas, es su modo de asaltar los cielos. Sólo le falta una amistad, una pareja con quien entrelazar las dedos.
Más allá de las trepidantes aventuras de la mano, hay dos secuencias emotivas que tienen lugar con los personajes humanos. Una de ellas tiene como protagonista a Gabrielle, la joven de quién Naoufel se enamora no tanto por sí misma sino por que la relación implicaría un cambio positivo en su vida. Transcurre en la azotea del edificio abandonado al que él accede para contemplar París desde lo alto, aspirando a una vida mejor. Allí Gabrielle contempla el iglú de madera que Naoufel le construyó, refugio simbólico de amistad y amor frente a la hostilidad del mundo; ahora está realmente envuelto de nieve y parece que el intento de fiesta en su interior esté muy lejos. Ella comprende entonces el valor del esfuerzo que Naoufel hizo por aprender un trabajo, ganarse su simpatía y construir un espacio común para ambos, por encima del mundo exterior.
Hay otra secuencia construida a la perfección, una de las más bellas vistas este año en las pantallas. Naoufel, repartidor sin gran dominio de la moto, es derribado bajo la lluvia por un auto que le tumba estropeándole su vehículo. Mojado y con la pizza rota y deteriorada, llamará al interfono de la mujer que pidió la cena. Clapin muestra inicialmente la soledad, el desamparo de Naoufel cuándo sabe que recibirá un chasco como respuesta. Pero a continuación, sutilmente, el incidente evoluciona de una situación incómoda al insólito inicio de una relación. La evolución dramática de la escena, la posición de Naoufel frente al interfono, las frases y las réplicas, están compuestas de un modo inaudito, como en pocas obras, animadas o con personajes reales. El diálogo del joven con la supuesta señora, al otro lado de la línea, las frases que van bajando el tono inicial de agresividad verbal hasta acercarse a cierto nivel de comprensión, la solitaria comida de la pizza en el portal frente a la lluvia y el comentario gastronómico hacia la pizza desmembrada dan pie a cierta esperanza de que la vida puede mejorar. Una esperanza que nunca pierde la mano en su avance continuo, una esperanza que Gabrielle entenderá en toda su dimensión al reproducir la prueba final a la que Naoufel se somete a sí mismo en una tensa escena que remata brillantemente la cinta.
Yo no la entendí así.
El protagonista acaba metido en la carpintería porque se interesa (obsesiona) con una chica que, incluso por el interfono, le genera una curiosidad que creía ya perdida y le transmite una amabilidad o ternura que solo recuerda de su infancia.
Desde la muerte de sus padres, había perdido el contacto con ese tipo de personas y ‘quería’ recuperarlo. Por eso la persigue en el metro. Una chispa parece encenderse en su hasta ahora miserable vida.
Desde mi punto de vista, la parte de la mano es un añadido que sirve para narrar la historia de una manera muy original y que da mucho juego, especialmente para algunas de las fantásticas escenas de animación que se ven en esta película. Además, la mano, al igual que él, están anclados a un pasado que les ha sido cercenado (y nunca mejor dicho), al que quieren regresar con todas sus fuerzas, pero no pueden. Es un refuerzo emotivo de lo que él siente y lo que a él le sucede.
Al final de la película, la mano se retira porque parece que lo ha entendido, y él da un ‘salto al vacío’ aceptando que el pasado no regresará y que tiene que aceptarlo, liberarse y emprender un nuevo camino sin verse condicionado por este. Por eso graba encima de la muerte de sus padres y deja las cintas tras de él.