El traidor, de Marco Bellocchio

Uno de los últimos supervivientes de la época dorada del cine italiano —representante fundamental, en concreto junto a Bertolucci, del nuovo cinema italiano de los años sesenta— regresa con una obra mayor dentro de su filmografía, demostrando la buena salud de la gozan algunos cineastas octogenarios en plena actividad, como Costa-Gavras o Ken Loach, todos además representantes de un cine de evidente compromiso social, si bien muy diferente.

Tras la irregular, pero parcialmente estimulante Felices sueños (Fai bei sogni, 2016), con la que recuperó cierto favor de la crítica, El traidor supone un ejercicio de estilo personal, que profundizando en la etapa de relectura política abierta con la excepcional Buenos días, noche (Buongiorno notte, 2003). Aquí rastrea de nuevo la historia contemporánea italiana, combinando un enfoque crítico, pero sereno, con una aproximación formal y discursiva a contracorriente, llena de quiebros, fisuras narrativas, cambios de tono y de textura.

Bellocchio se centra en este caso en la historia de Tommaso Buscetta, un miembro de la Cosa Nostra, que fue el responsable, al confesar ante el juez Falcone, del encarcelamiento de buena parte de la cúpula de la mafia entre los años ochenta y noventa. La aproximación de Bellocchio narra en forma de crónica realista (a veces hiperrealista) la vida de Buscetta —su fuga a Brasil, su arresto y tortura posterior; su extradición a Italia, su relación con Falcone, el juicio posterior— pero otorgando un papel fundamental a la relación de esas vivencias con la propia historia italiana (a través de la querencia de emplear imágenes de archivo, fragmentos de programas de televisión de la época, reconstrucciones dramatizadas). No obstante, el hecho verdaderamente diferencial es la aportación una visión personal del subconsciente del personaje, que incluye digresiones, sueños, apariciones fantasmagóricas, y elementos de costumbrismo surrealista que manan de los propios acontecimientos históricos.

De esta forma, la aproximación de Bellocchio adquiere en su interpretación de los hechos, el carácter de una farsa poética o de trágica ópera bufa; de lo que pueden dar cuenta momentos memorables de diverso signo, como la plasmación del caótico juicio a la cúpula de la mafia en el que Buscetta es el testigo de cargo; el sueño en el que el protagonista asiste a su propio funeral; o la procesión nocturna por Roma de un grupo de obreros que defienden a la mafia al son de los tambores —escena que en su atmósfera noctámbula e irreal remite mucho a títulos previos del cineasta como La sonrisa de mi madre (L’ora di religione, 2002) o Bella addormentata (2012)—; amén de otras estampas prodigiosas de honda simbología, como la escena en la que Buscetta mantiene relaciones sexuales con una prostituta en la enfermería, junto al cadáver de un recluso fallecido.

No obstante, Bellocchio introduce también un carácter de crónica épica con apuntes propios a modo de ensayo, y esas intromisiones actúan más bien como marcas de estilo, a caballo entre una deriva posmoderna (presente ya en Vincere (íd., 2009), por ejemplo), con rótulos sobreimpresos en pantalla que enumeran los crímenes, o aportan informaciones complementarias; pero sobre todo con la integración de montajes de atracciones que funcionan como metáforas y antítesis en el mismo sentido que en el cine soviético de vanguardia.

En cualquier caso hay un signo distintivo en el discurso del film. Precisamente, frente a otro magistral film coetáneo y de temática muy parecida, El irlandés (The Irishman, Martin Scorsese, 2019), Bellocchio intenta desmitificar el universo mafioso. El cineasta actúa conscientemente en contraposición a la fascinación que este universo suscita en el imaginario fílmico norteamericano, desde obras clásicas de los treinta, pasando por supuesto por Coppola o por el citado Scorsese. Las claves estéticas del mundo retratado por Bellocchio son horteras, el entorno de la mafia es el de un lujo grotesco y vulgar, como muestra la endogámica zafiedad de la fiesta inicial (con uno de esos bailes filmados por Bellocchio en plano largo, habituales en su filmografía), y en general las relaciones de los personajes se caracterizan por la deslealtad y la crueldad antes que por un código de honor mitificado. Basta para apuntalar esta idea, observar la forma con la Bellocchio articula los flashbacks en los que Buscetta habla de su juventud, con un tono feliz y costumbrista y las imágenes, coloristas, cálidas, bien compuestas acompañan esa visión mentirosa, cortada abruptamente por el narrador y recuperada en un momento esencial del film. Bellocchio indica que ese recuerdo dulcificado no es tal, que bajo esa épica del honor y la familia, simplemente se halla un aparato criminal terrible en permanente complicidad con el Estado.

El film, tan duro como lúcido, no escatima en la plasmación de la violencia cuando esta tiene una función discursiva clara, para justificar el comportamiento de un personaje, o para mostrar, como en el caso del juez Falcone, un punto de vista claramente destinado a identificarse (como único personaje honrado de la función) con el de un público honesto y crítico. De hecho, uno de los grandes aciertos del director es hacer de Buscetta un personaje complejo, lleno de ambigüedad, y al que en ningún caso pretende justificar.