Clint Eastwood es, para quien esto escribe, el mejor cineasta norteamericano vivo. Esto implica que cada nueva película —incluso cuando se trata de una obra menor, como es el caso— venga a confirmar su condición de maestro incuestionable, en la mejor tradición de la narrativa serena y la puesta en escena ajustada a lo que se quiere contar.
Richard Jewell (íd., 2019) es otra entrega de la particular serie oficiosa del director dedicada a algunos «héroes» americanos anónimos, que se inicia con El francotirador (American Sniper, 2014), y continúa con Sully (íd., 2016) y 15:17 Tren a París (The 15:17 to Paris, 2017). Su película anterior, Mula (The Mule, 2018), es una especie de paréntesis, no tanto porque su protagonista no sea también un personaje basado en un caso real de «superación», con algunos temas relacionados con los otros títulos, sino porque su tono elegiaco y, particularmente, el protagonismo del propio Eastwood, la acercan a otro grupo de films del director —como Gran Torino (íd., 2009)— mucho más notables e interesantes, por cierto.
En la película que nos ocupa, se narra de modo cronológico, con varios saltos temporales y un par de digresiones (como una pesadilla del protagonista), el caso real de Richard Jewell (interpretado por un memorable Paul Walter Hauser), un guardia de seguridad orondo, algo limitado intelectualmente, pero voluntarioso y entrañable. Su afán por cumplir correctamente con su trabajo, termina conduciéndole a convertirse en el principal sospechoso de un atentado terrorista acaecido durante las Olimpiadas de Atlanta en 1996. Eastwood narra, con habilidad técnica, solidez visual y mucho pulso, en pocas pinceladas, el entorno profesional, emocional y los avatares de este personaje, tan desastroso como humano.
El guión de Billy Ray elabora un relato causal en el que los mismos medios de comunicación que le han convertido en un héroe en las horas posteriores al atentado, colaboran activamente en su defenestración, merced a la información que el principal investigador del caso (Jon Hamm) le filtra a una ávida y oportunista periodista local (Olivia Wilde). De parte de Jewell, se encuentran su madre (Kathy Bates), y un abogado de medio pelo (Sam Rockwell).
Con estos mimbres queda activado un relato que funciona como un engranaje tan perfecto como previsible, y cuyos giros tienen elementos de denuncia, de costumbrismo —a veces incluso de humor—, alguna gota de suspense, pero sobre todo de drama emocional. Es en este último territorio donde Eastwood desarrolla de un modo más notorio su sello autoral, con un oscurecimiento progresivo de la escena (véase el escenario de esa humilde casa de los protagonistas) y los momentos de desgarro de estos personajes, punteados por la típica música eastwoodiana, firmada en este caso por Arturo Sandoval. El cineasta administra de modo ejemplar el ritmo y el tono del film, que más allá de sus limitaciones (en el dibujo de algunos personajes, por ejemplo), se ve como un conjunto poderoso, apoyado por las excelentes interpretaciones de todo el elenco.
No obstante, uno de los elementos de mayor interés del film (y por extensión del grupo de películas de Eastwood en el que se integra) es el del discurso que plantea, que ofrece curiosamente una mirada más poliédrica sobre la sociedad americana de lo que cabría pensar, en base a la conocida ideología conservadora del cineasta.
Más allá de su cuestionamiento evidente del papel destructivo de los medios de comunicación, con su pertinaz sensacionalismo; o de la forma de actuar, notablemente cuestionable, del FBI, el interés del relato se sitúa en la reflexión que efectúa sobre el concepto de verdad. Todas las instituciones o individuos que la película presenta intentan establecer una verdad oficial al margen de los hechos. La periodista encarnada por Olivia Wilde intenta construir su noticia para conseguir una exclusiva sin comprobar la veracidad porque no es prioritario; el FBI tiene prisa por encontrar un culpable y una historia plausible para cerrar el caso; pero a ninguno le interesan los hechos. Esta lógica discursiva, puesta de manifiesto de modo inequívoco por Eastwood, alerta sobre la dificultad de encontrar esa verdad, de definir los límites entre el relato de ficción y el verdadero.
Lo verdaderamente curioso es que Eastwood —catalogado como el último gran cineasta clásico, y no sin razón—, trasciende dicho clasicismo formal para investigar la frontera entre la ficción y la no ficción en un plano estético, que se ajusta como un guante al discurso de la película. Como ocurría ya en la fallida 15:17 Tren a París, donde utilizaba a los personajes reales como actores que dramatizaban aquello que habían vivido en la realidad, el veterano cineasta experimenta con una suerte de telerrealidad, mezclando formatos (el televisivo en cuatro tercios y de menor calidad, y el cinematográfico en scope), y sobre todo incluyendo numerosos insertos del Jewell real (prácticamente indiferenciable del actor que lo interpreta), lo que ofrece una simbiosis casi indistinguible entre la realidad y su reproducción; o incluso una utilización metafórica de insertos de archivo —una carrera de atletismo— en la escena en que el abogado de Jewell calcula la distancia y el tiempo recorridos por el sospechoso, prueba de descargo de su defendido.
Pero volviendo al discurso, a la relación entre la historia real y sus versiones posteriores, el interés de Eastwood no es tanto mantener su versión —que también—, como hacer visible la existencia de una multiplicidad de puntos de vista, algunos de ellos evidentemente manipulados en base a un interés espurio, propagandista o interesado. Esta voluntad del director resulta evidente si se toma como pista el guiño indirecto —divertidamente retorcido— que Eastwood se hace a sí mismo, cuando en una determinada escena, de modo aparentemente desprovisto de mucha relevancia, mientras los personajes discuten en casa, la televisión —en plano general— proyecta unas escenas de Arenas sangrientas (Sands of Iwo-Jima, Allan Dwan, 1949). Esta película es la versión oficialista, protagonizada por John Wayne, de la batalla de Iwo-Jima. Como es sabido, Eastwood se interesó intensamente por ese tema, dedicándole dos películas. Una de ellas, Banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers, 2006), ofrecía el punto de vista estadounidense, pero desmontando la versión oficial heroica (de nuevo con héroes verdaderos y falsos) sobre los hechos de la batalla. La otra, la superior Cartas desde Iwo-Jima (Letters from Iwo-Jima, 2006), mostraba la perspectiva japonesa del mismo acontecimiento. En Richard Jewell, el protagonista, «harto de explosiones», apaga violentamente la televisión. La correlación entre la historia oficial orquestada por determinados poderes e instituciones y el sujeto anónimo que se convierte en la víctima de dicho mecanismo es transparente.
Con esta mirada retrospectiva, queda claro que en prácticamente toda la obra de Eastwood, particularmente en la más reciente, pero no solo —piénsese en Cazador blanco, corazón negro (White Hunter, Black Heart, 1990) o en el personaje que escribe relatos del oeste en Sin perdón (Unforgiven, 1992)— flota este conflicto entre los hechos y su manipulación cuando estos son relatados. No debe sorprender que un cineasta tan esencialmente americano como Eastwood se preocupe por uno de los temas obsesivos en la aproximación a la propia historia estadounidense: la relación perenne entre su devenir histórico real y la construcción de su mito fundacional. Un mito nacionalista y épico obsesivo que ha alterado, por ejemplo, la verdad sobre la conquista del oeste, y que se ha elaborado de forma paralela a la propia marcha de la historia.
Este conflicto entre los hechos y su relato no tiene únicamente una perspectiva histórica, como puede observarse fácilmente atendiendo al modelo comunicativo de las actuales autoridades norteamericanas. En este sentido, los conceptos de posverdad o de fake news, de omnímoda y cansina actualidad, guardan una coherencia absoluta con el proceso de autoafirmación histórica de los Estados Unidos. Por eso mismo, no debe extrañar que Eastwood se centre en esta cuestión cuyo alcance es tan contemporáneo como histórico, recogiendo por ejemplo la tradición discursiva de un relato, epítome del clasicismo en su apoteosis, como es El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1961), de John Ford, preocupado también por las líneas de separación entre los hechos y la leyenda.
Traer a colación a John Ford para hablar de Eastwood y de su film Richard Jewell no resulta accidental o estéril. Los dos representan la asombrosa paradoja de mantener una perspectiva conservadora o incluso reaccionaria desde el punto de vista personal, y la admirable capacidad de rastrear en sus propias contradicciones y las de sus personajes, y con ellas en las de la sociedad en que se encuentran. Eastwood logra establecer un relato emocional que trata a sus protagonistas como individuos complejos, ejerciendo sobre ellos una comprensión humanista. El cariño que despliega sobre el personaje de Jewell, no solo pese a, sino sobre todo por sus limitaciones, entronca con ese modelo de pensamiento también paradójico del espíritu estadounidense: cualquiera puede (o al menos tiene derecho en la teoría) a intentar conseguir sus aspiraciones, a pesar de sus circunstancias, carácter, etc. Una apuesta por la libertad individual y la superación, loada habitualmente por el cine, que tiene sus ventajas y también sus desventajas; lo mismo puede servir para que el protagonista del film venza las dificultades y pueda aspirar a cumplir sus sueños, como para que un personaje como Donald Trump llegue a ser presidente.