Un mundo feliz
Dwelling in the Fuchun Mountains (Chun Jiang Shui Nuan, Xiaogang Gu, 2019)
Aunque parezca que han pasado años, sólo hace unos meses estábamos alabando la cosecha del cine chino que nos llegó durante 2019 en diversos festivales (An Elephant Sitting Still, La ceniza es el blanco más puro, Largo viaje hacia la noche, El lago del ganso salvaje…). Obras que se situaban al margen del mainstream y, bajo el pretexto de un culebrón, un thriller, una onírica historia de amor o un noir presentaban la sociedad china actual. Un mundo en ruinas, más que un mundo en evolución, en medio del cual flotaban múltiples personajes en busca de un destino mejor, de un mundo feliz.
Es este mundo en ruinas, esta sociedad en descomposición, el centro mismo de la historia de Dwelling in Fuchun Mountains. El título de la película hace referencia directa a un pergamino pintado del arte clásico chino en el que se habla de una época de sabios, poetas y filósofos y del lugar en que habitaban, el valle de Fuchun, donde actualmente está situada Fuyang, lugar dónde sucede la acción. No hay ahora (al menos en la película) rastro de los paisajes bucólicos, de las montañas que ascendían majestuosamente desde el río ni de castillos o monasterios, antaño alabados en literatura o pintura. Ahora hay una ciudad en la que habitan 7 millones y medio de personas, expandida a lo largo de ambas orillas del río representado en los pergaminos y que como, Saturno, va devorando a sus propios hijos. Barrios nacidos tras la revolución comunista, que sepultaron los antiguos poblados, son ahora derribados para construir una nueva metrópolis llena de rascacielos, con tren rápido a Hanzhou y universidad propia. Son la propia Fuyang y una familia de la ciudad los protagonistas de la cinta, inseparables unos de la otra. Una familia cualquiera, una familia pobre, otra familia más víctima del capitalismo salvaje de la China comunista.
Una familia encarnada por actores no profesionales y construida sobre el guion y en la puesta en escena con absoluta verosimilitud. Una abuela viuda que sufrirá un accidente vascular cerebral durante la celebración de su septuagésimo aniversario, secuencia coral introductoria en la que el director, ágil y certeramente presenta a todos los personajes: el hijo mayor, dueño del restaurante en el que transcurre la acción, su esposa y su joven hija, que serán eje de uno de los conflictos dramáticos de la película: el segundo y su familia, habitantes de un pequeño bote al haberse declarado su bloque de pisos apto para demolición; el tercero, un ludópata a quien abandonó su mujer y que está al cargo de un hijo con síndrome de Down, cuyas acciones y deudas repercuten en el resto de la familia; el más joven, por último, a quien la abuela desea ver casado antes de morir.
Xiaogang dispone de suficiente material humano sobre el guion para elaborar un culebrón o un alegato social, como hiciera Bo Hu en su singular An Elephant Sitting Still. Sin embargo, su ambición, su capacidad y sus recursos van aún más allá. Dwelling in Fuchun mountains deviene un fresco de las ciudades chinas contemporáneas con jóvenes atrapados por unas deudas e hipotecas adquiridas para obtener el apartamento al que todo joven ambicioso debe aspirar. Un retrato de padres que se dejan la piel para sacar adelante los estudios de sus hijos e hijas únicos y de éstos, que se sienten con la obligación de triunfar, tanto para no ser menos en una sociedad competitiva como para devolver la deuda que tienen con sus progenitores. Jóvenes que presumen de su escalada laboral mediante la sumisión a la empresa frente a aquellos quienes optan por desarrollar carreras vocacionales (y de escasa remuneración, como es el caso de maestros y escritores). Chicas a las que sus padres enfrentan al dilema de un matrimonio por amor o uno de conveniencia, con el mejor partido posible del entorno más inmediato. Un retrato de un estado que aniquila el pasado borrando todo rastro de antigüedad como quien limpia una mancha. Grúas que asoman por doquier, brigadas de obreros que derriban edificios, excavadoras campando por las calles ocupan buena parte de los encuadres de la película mientras los protagonistas deambulan por la ciudad. Pescadores que viven al día y se calientan con el pequeño fuego que encienden frente a sus barcas. Bandas de matones que viven del juego y préstamos abusivos… y, sobre todos, marcando sus deseos y sus fracasos, enmarcándoles la vida, el dinero, siempre el dinero.
Todo nos suena familiar. Son historias que Bo Hu o Jia Zhang Ke nos contaran ya, con escenas de derribos y bandas mafiosas incluida. No obstante, en esta ocasión, Xiaogang enlaza con gran capacidad narrativa las anécdotas familiares y, a la vez, consigue que adquieran representatividad de toda la sociedad. Veremos cómo Guxi es empujada por su madre a una boda por interés en contra de su voluntad, mientras ve el buen resultado que con esta estrategia tuvo su amiga. Oiremos cómo su primo, cuyos padres deben vivir en un barquito tras ser desahuciados de una casa a punto de derribo, visita los pisos de moda de la ciudad y comprueba que el precio a pagar hipoteca toda su vida. Comprobaremos, una vez más, cómo el juego es una adicción que atrapa individuos de todo nivel social… Y, todo ello, servido de modo extremadamente hábil, enlazando secuencias mediante diálogos superpuestos, trabajando la profundidad de campo (las permanentes construcciones que aparecen al fondo de diversas escenas), utilizando panorámicas o grúas. Son muy destacables algunos planos secuencia que recurren a travellings, tan útiles como discretos, siguiendo la vida de los pescadores en los muelles cerca de los barrios que están siendo derribados u otro en el que, a distancia, desde el exterior, la cámara sigue el asalto de la banda de extorsionadores al restaurante del hermano mayor, evitando efectos melodramáticos en una escena violenta que otros directores habrían tratado en planos más bruscos y próximos. En el travelling más notable, el montaje enlaza mediante un movimiento de grúa y un salto de diálogo de personajes distintos, el paseo del hermano menor y su nueva novia con el de Guxi y el suyo. Éstos pasean cerca del río, se acercan a la orilla, bromean mientras él se zambulle y sigue sus trayectorias, ella andando, él nadando, hasta que se reúnen más adelante, él sale del agua, se viste apresuradamente y corren para subir al ferry. Un hermoso movimiento de cámara congruente con la acción y que no sólo da fluidez a la narración, sino que permite ver la vida social de la ciudad.
Xiaogang cierra la obra con un reto destacable, planteándola como la primera de una trilogía. Habrá que ver si este director y el cine chino tienen la capacidad de mantener este altísimo nivel para seguir desarrollando la crónica social de un mundo en mutación con interés para el espectador occidental… Aunque, bien pensado, quizás no tengamos tanta distancia con las vicisitudes de la población china ni estemos tan lejos de su obsesión por el dinero y el consumo.