Akira (Katsuhiro Ôtomo, 1988)

Akira es un film que tiene algo de mágico y de maravilloso para quienes, como nos pasa a nosotros, lo vivimos en plena adolescencia en aquellos ¿lejanos? años noventa (hay que recordar que en España llegó cuatro años tarde y la mayoría lo vimos en el afortunadamente superado y olvidado VHS). Naturalmente por lo innovador de su planteamiento, visual y narrativo, por ese envoltorio barroco donde sus incontables hallazgos beben, bebían, de muchas fuentes y de otras maneras (y culturas), que abrían hipervínculos de (nuevos) universos por descubrir y disfrutar. Pero por encima de todo esto, por lo que supone de símbolo y de punto de inflexión a esos meros borradores que éramos muchos (incluido su treintañero autor) de las personas que somos hoy día.

Akira

Katsuhiro Ôtomo adaptó su propio y voluminoso manga de más de dos mil cien páginas (el cual sigue otros derroteros y lo dio por terminado años después del estreno original del film) en una historia de poco más de dos horas de duración, que ahora visita nuevamente las salas treinta y dos años después de su lanzamiento, aproximadamente en la época imaginada en su narración, el 2019 de un Neo-Tokyo que no resulta tan diferente de cualquier gran urbe de nuestros días. Oportunidad para contemplar Akira, desde una perspectiva contemporánea, desde nuestra propia evolución, y para otras gentes (algunas jóvenes pero otras imaginamos mayores, incluso más mayores) descubrirla por primera vez y sorprenderse con la vitalidad y la firmeza de una propuesta adelantada a su tiempo que ha influenciado y sigue influenciando películas y series que han triunfado con las audiencias, desde Matrix hasta Stranger Things, aunque se puede rastrear en productos más minoritarios y mucho más interesantes como Drive de Nicolas Winding Refn, que beben también, aunque sea a sorbitos, de esta obra total, convirtiendo en un icono la cazadora de su protagonista (aquí con un escorpión) como ya lo hiciese Akira con la de su protagonista Kaneda, ese adolescente descreído, atrevido y un tanto payaso que se desvive para salvar a su amigo, su protegido, desde la infancia de las garras de lo desconocido mientras aprovecha para intentar conquistar a una joven rebelde y revolucionaria a través de las calles de ese Neo-Tokyo postnuclear, inflamadas por revueltas civiles aplacadas mediante la fuerza bruta por los grupos antidisturbios de la policía e incluso el mismo ejército, que nos recuerdan demasiado a cierta cotidianeidad de estos tiempos, confirmando que ciertos elementos de ese futuro previsto por Ôtomo son menos ciencia-ficción y más político-social de lo esperable… por lo menos antes de conocer algunas de las siguientes obras del mangaka y cineasta, algunas de ellas incluso de mayor alcance.

Los iconos que Akira ha dejado para la posteridad no han perdido ni un ápice de su fuerza, a la citada cazadora hay que unir la futurista (sigue pareciéndolo a día de hoy) moto de Kaneda, y momentos que han pervivido en la memoria personal y colectiva mucho más de lo que cabría imaginar (antes de este visionado reciente, la anterior vez nos lleva a hace una década o incluso a comienzos del XXI…), como ese oso gigante y terrorífico constituido a partir de juguetes que llegó a poblar algunas de nuestras pesadillas, o aquellos puramente épicos como aquel en que Tetsuo se enfunda la capa roja mientras la música percusiva y electrónica de Shôji Yamashiro se desprende atonal como un mantra, como un lamento, como el martillo de los dioses que cae lentamente para ejecutar su venganza contra una humanidad que ha ido demasiado lejos; o aquel en el que el desenfreno monstruoso y visceral, puro exabrupto cyberpunk, se apodera del eternamente acosado e indefenso adolescente que ahora se rebela como un arma de destrucción incontrolable que no para de crecer en ese estadio olímpico que curiosamente también iba a albergar unas olimpiadas en el 2020 real (aunque el motivo por el que no lo ha hecho haya sido algo diferente). 

Blue (Derek Jarman, 1993)