Annette, de Leos Carax

No habrá paz para los malvados

AnnetteAunque las trayectorias de sus personajes, de profesión famosos, les llevan de gira a lo largo y ancho del mundo, sus vidas transcurren en la siempre cinematográfica Los Angeles, donde se desarrolla principalmente la historia. No resulta casual siendo los autores del guion y la banda sonora los angelinos Sparks, banda formada por los hermanos Mael, Ron y Russell, con ya más de cincuenta años a sus espaldas desde su primer álbum. La película inicialmente iba a ser una obra de teatro con Russell interpretando al protagonista, Henry McHenry, y Ron al director de orquesta. Finalmente, al cobrar vida el proyecto en el medio cinematográfico, los que insuflaron vida a estos personajes fueron Adam Driver y Simon Helberg, en una decisión impulsada básicamente por motivos comerciales. Para trabajar con Leos Carax en la que ha sido su primera película en inglés y casi una década después de su previa Holy Motors, le entregaban CD’s con la música, las letras por escrito y breves acotaciones sobre cada escena y a partir de ahí fue el director, juntamente con los actores y el equipo, quien perpetró el artefacto final, esta inclasificable ópera pop, un mayúsculo drama con crímenes, fantasmas, marionetas, y una vibrante y enérgica puesta en escena que se retroalimenta del vigor interpretativo de un Adam Driver que sustituye aquí al habitual (en el cine de Carax) Denis Lavant y que literalmente fagocita a su partenaire, una correcta Marion Cotillard, que sufre en la vida real lo que Ann, su personaje, soprano que interpreta siempre a divas que fallecen, sobre el escenario.

Henry McHenry (Driver) es un humorista en crisis (aunque al principio parezca un boxeador, o incluso Kylo Renn, quiero pensar que esa capucha es un chiste malintencionado) de stand-up (juraría cien veces que hay un cameo de Bo Burnham entre el público de uno de sus patéticos shows, aunque cuando busco en google confirmación solo encuentro las comparaciones entre ambos, no del todo desencaminadas) sin la más mínima gracia, en lo que parece una decisión intencionada de los creadores para provocar antipatía en el espectador (pues por ejemplo el chiste del babysitting, más para el espectador de la película que para el público de McHenry, que en ese momento está ausente, sí la tiene, y bastante), un personaje que va sufriendo una transformación ante nosotros, pues si bien al comienzo es un tipo hosco con cara de pocos amigos, al menos parece cariñoso con su amada, pero como a veces ocurre en la vida real, no deja de ser un lobo con piel de cordero y en un momento en que la sociedad, partiendo del fenómeno #metoo, es plenamente consciente de una cierta tendencia, antaño camuflada y blanqueada de múltiples formas, la película absorbe esto incluyendo una, en cualquier caso anecdótica, referencia donde puede resonar el caso Harvey Weinstein u otros similares durante la pesadilla de Ann (Cotillard).

Tras un aviso locutado que nos invita a guardarnos para nuestros adentros cualquier intento de perturbar la inmersión de otro espectador en lo que está a punto de observar/sentir, y a hacer lo propio, sumergirnos en la historia, algo que quizá no está de más tras un tiempo en el que algunos tienen que reaprender cómo era aquello de volver al cine, eso de la pantalla oscura, y guardar silencio y alejarse de esa otra pequeña pantalla que nos hipnotiza, aunque solo sea durante algo más de un par de horas, tras ese aviso que en resumen es un recordatorio de que el cine debe ser entendido como una experiencia inmersiva abstrayéndose de todo lo demás, arranca la obra, en una decisión arriesgada, con el que probablemente sea el mejor tema, y lo hace terminando de romper esa cuarta pared a través del hueco abierto por el citado aviso con una secuencia tan impostada y autoconsciente como hipnótica donde los protagonistas, encabezados por los propios Sparks, que se autorelegan a un segundo plano según comienza el desfile por las calles de Los Angeles, son observados por el propio Carax y su hija, supervisando el conjunto, algo que encuentra su eco en un desenlace que a mi caprichosa memoria le trae a la cabeza el de Zatoichi (íd., Takeshi Kitano, 2003), que no deja de ser un saludo al público como cuando al final de una obra los artistas salen a recibir los aplausos del (no siempre) respetable, con una locución parecida a la inicial que recuerda también a aquellos avisos de películas de hace sesenta años como Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), época en la que los Mael ya eran adolescentes, aunque allí el mensaje era el de no revelar a nadie el final y aquí el de que les hagamos promoción, signo de los tiempos.

La película está trufada de momentos para el recuerdo, ya sea por su brillante puesta en escena (la secuencia del parto al son de She’s Out of This World, donde reconozco que me hizo mucha gracia el monitoreo de las constantes vitales al son de la música, la ráfaga de imágenes de los tour nocturnos por las discotecas, o el propio número del comienzo del film), por su absurdidad (Henry cantando el tema principal del film mientras practica sexo oral o la escena del juicio), su poder de sugerencia (la pesadilla de Henry) o su espectacularidad —Annette a punto de cantar en el intermedio de la hyperbowl (sic) o la tempestad (ambos apoyados fuertemente en efectos digitales), que pensé sería metafórica al ver el cartel pero resulta ser una tormenta real y el punto de inflexión del film—, y casi al final da la sensación de intentar redimir a un personaje bastante odioso con un tema, Stepping back in time, que habla de un hipotético «y si», como si fuese tan sencillo ignorar la irreversibilidad del tiempo (algo solo propio de maravillosas fantasías como Tenet o el videojuego Braid, donde incluso pudiendo romper las reglas más básicas de la cuarta dimensión, el final no deja de ser amargo) y deshacer los errores cometidos, cuando ya sabemos que el hombre es el animal que tropieza n veces con la misma piedra y si pudiese desfacer los entuertos una vez realizados, volvería a caer en los mismos errores u otros peores. Pero no hay confusión posible, no habrá paz para los malvados. El verdadero desenlace en la celda de la prisión no deja dudas al respecto.

Annette

Quiero entender la chocante presentación física de Annette como una obvia metáfora de la mercantilización, no ya del talento infantil, sino de los propios menores, una despreciable y, en algunos casos lucrativa, costumbre desgraciadamente a la orden del día en estos tiempos donde el click y el like son más importantes que el futuro de unos niños que, en el mejor de los casos, acabarán heredando el dinero que sus padres han amasado a su costa. O eso, o una simple excentricidad marcadamente feísta que contribuye a ensombrecer el tono de una película no demasiado alegre de por sí. En cualquier caso estamos ante el mejor cine que nos ha llegado en este segundo año de pandemia junto con la maravillosa y bastante incomprendida cinta de aventuras perpetrada por Zack Snyder y su ejército de zombies veganos (naturales de las Vegas, me refiero) y el documental del encierro del ya citado Burnham.