La belleza del gesto
El sonido del mar atrae a nuestra mente la imagen de ese último reducto de libertad donde la mano del hombre no ha conseguido fijar un límite. Los años de conquistas y batallas navales, de comercio y comunicaciones, no han evitado que, ante el canto sereno de una gaviota que sobrevuela la orilla, imaginemos el profundo océano como un espacio salvaje e indómito. Holy Motors (Léos Carax, 2012) arranca con el rumor de las olas y el graznido de las gaviotas. Frente a un cine repleto de gente durmiente, el propio Carax despierta en mitad de una habitación para conducirnos hacia ese otro lado en el que las imágenes y la narración conservan su vigencia original. Como el mar inabarcable, el cine es un arte sin límites capaz de transportar nuestros sentidos desde la primitiva cronofotografía de Étienne-Jules Marey hasta la sofisticada imagen virtual contemporánea. La historia de un gesto y un movimiento que resisten a la muerte, al encapsulado, al dique que contenga su torrencial expresividad.
Tal y como lo formulara el Pierre de Pola X (1999), el cine de Carax se asienta sobre el deseo de vivir, hasta el último aliento, todo aquello que permanecía oculto. En Holy Motors ese deseo no es otro que el de tomar el relato —el microcosmos de Carax, cada fragmento de cine que ha filmado o que forma parte de su cultura visual— y proyectarlo en sus infinitas posibilidades y registros. Vivir el cine, y sus imágenes, desde la experiencia y el instinto. Ese instinto que responde a la alegría —inocente, salvaje, pura— de continuar creando imágenes con la misma pasión con la que filmaba el joven cuerpo de Denis Lavant en sus primeras películas. Para el pintor holandés Piet Mondrian, el flujo de las olas se convirtió en una obsesión que necesitaba definir y plasmar en un cuadro; en otras palabras, darle un sentido. En el temperamento de Carax también está presente esa clase de obsesión, aquella que le lleva a buscar el origen, el sentido, del que nacen las imágenes a partir de sus infinitas expresiones. El motor que impulsa la creación cinematográfica.
Holy Motors podría definirse como una tentativa de agotar las posibilidades del cine, el caudal de sensaciones que se agazapan tras cada escena. Denis Lavant es un cuerpo mutante que adopta cualquier forma, cualquier registro, virtual o material, dramático y cómico, grotesco y sensible, un lienzo sobre el que Carax plasma su historia del cine. Como el Pierre de Pola X, Léos asume que este es su relato, la narración que quiere vivir hasta el límite. Obsesionado, recorre con su cámara cada rincón de París. Filma, con insólita sensibilidad, la piedad que escenifican en las catacumbas del cementerio una modelo y su extraña criatura; filma, con el pulso de un polar, la fiesta adolescente que ilumina un gris suburbio parisino; filma, con la ternura de los amores pasajeros, un improbable melodrama musical protagonizado por Kylie Minogue; filma. Cada imagen remite a un gesto, a la belleza que reclama la comprensión del espectador. Como si regresásemos a esa sala de cine que abre la película, repleta de un público dormido, Carax nos invita a abrir los ojos y dirigir la mirada hacia la belleza sensible que se despliega en la pantalla. La belleza que embarga, en una de las piezas más inolvidables del filme, el sensual baile de cuerpos destinados a servir como captura de movimientos. Unos cuerpos que, como los que registrase originariamente Marey, nos remiten a ese movimiento, al deseo de narrar, del que está hecho el cine.
A través de esa limusina-camerino, que aloja a las diferentes identidades de los personajes interpretados por Denis Lavant, Carax persigue la plasmación de la intensidad emocional del cine. Del espíritu burlón de la criatura llamada Mierda pasamos a ese anciano al borde de la muerte que refleja la ilusión, la farsa, tras el delicado adiós que compone junto a su hija; de la mendiga que explica en off su existencia anónima en el puente pasamos al padre preocupado, con aspecto de músico de jazz, que recoge a su hija de una fiesta adolescente. Cada rostro, cada vida posible que confluye en el corazón de la ficción, persigue capturar la atención de una mirada esquiva, la del espectador, que ha perdido el candor y la confianza en los relatos. Porque, tal vez, ese es el origen que Holy Motors rastrea incansablemente. Ese que, en plena era digital de los disfraces y las máscaras, nos advierte que sigue habiendo espacio para habitar en las imágenes, para (re)vivir la calidez familiar que nos transmitían las narraciones. Como ese insistente sonido de las olas que acompaña los primeros instantes del filme, en la última película dirigida por Léos Carax gravita, infatigable, el deseo de seguir creyendo en el cine, en la belleza del gesto creador. Ese es el motor que pone a punto nuestra imaginación.
sencillamente brillante, Óscar.
como la película que reseña.
y qué gusto poder ver y leer.
Qué bella reseña. De sólo leerlo, me volví a emocionar. Apenas vi Holy Motors el sábado y me pasó lo que hace tiempo no: salí emocionada del cine, casi como “bienviajada”.