Sitges 2021. Volumen 2

Las familias, de nuevo

Cada año vemos en Sitges historias de familia. Familias distópicas, familias acechadas, familias rotas. Este año no fue distinto. Vamos a ver cómo está la familia, de las propuestas que me resultaron menos interesantes a aquellas que captaron toda la atención.

Familias acosadas

Entre las familias acosadas está la de Coming Home in the Dark (James Ashcroft, 2021) una cinta en la que una familia sufre el asalto fortuito de una pareja de psychokillers que, tras cebarse con los hijos, secuestran a la pareja para torturarles. Pese a la duda que se genera sobre la implicación del marido en un hecho traumático de la infancia del asesino, la situación parece tan gratuita como la propia película. A aquellos entusiastas del subgénero les molestó el final (que no revelaremos) pero a quien esto firma la tensión continua se reveló excesiva para un despliegue de violencia gratuito.  Buena parte de la platea la disfrutó. Ya decía yo que el esfuerzo de Haneke con Funny Games era infructuoso. Denunciar la exhibición de la violencia para aquellos que no gustamos de ella es innecesario e inútil puesto que el sector contrario no sólo cambiará de opinión sino que puede gozar esta obra y toda que reproduzca su esquema.

Sitges

Coming Home in the Dark (James Ashcroft, 2021)

Si me permiten, y por echar leña al fuego, seguiré por la obra que más me decepcionó. Por la fama de su autor, por el apoyo popular que precedía (y siguió a) su visionado. Más que Inexorable (2021), la película de Fabrice du Welz se me antojó imperdonable. ¿La historia? Una familia feliz, un matrimonio entre una heredera y un escritor de éxito (él de edad superior a su pareja), ven interrumpida su cotidianeidad por la entrada en el coto familiar de una joven atractiva que no duda en seducir, de uno u otro modo, a todos los elementos del núcleo familiar, niña, madre y pater familias. Du Welz utiliza un tono muy reposado, acompañado de una bellísima fotografía con una paleta de colores suaves que acabarán por sumergirse en la oscuridad a medida que el director eleva la tensión. Como todos podemos adivinar la recién llegada tiene un plan maquiavélico con la intención (contradictora según la secuencia) de quedarse con el padre o hundirlo en la miseria. Hay quien habló de Pasolini pero en esta propuesta de cinema de qualité tan poco arriesgada tenemos ecos más cotidianos que van de Eva al desnudo a Atracción fatal, de Herida a La mano que mece la cuna. A muchos les encantó pero más allá de la reproducción de un temario ya conocido hay que lamentar que se desaproveche, en el frenesí de la pugna final, la denuncia del mayor delito que un escritor puede cometer, la ocultación de la mediocridad a través del plagio. Un punto totalmente innovador en esta suerte de obras que queda sepultado por las luchas y llantos finales.

No tienen mejor suerte los protagonistas de We Need to Do Something (Sean King O’Grady, 2021) aunque la propuesta resulta mucho más interesante. Obra de cámara excelentemente dirigida encierra a otro núcleo familiar equivalente al anterior (padre, madre, hijo pequeño y chica adolescente) en el baño. Algo va a suceder y se sientan en el suelo por protección. Pero ni los personajes tienen información alguna sobre el suceso (¿tempestad, huracán?) ni el director explica por qué han tomado tal decisión. Los progenitores están enfrentados entre sí y el padre se relaja bebiendo, la adolescente sufre por falta de cobertura mientras el pequeño se angustia. La situación va complicándose con incidentes buñuelianos: un árbol se desploma sobre la casa y bloquea la puerta, los móviles quedan inutilizados de modo diverso, insectos y reptiles hacen irrupción en el espacio cerrado, por el resquicio abierto acarician una lengua de un animal desconocido, se oyen disparos y explosiones de origen incierto… No tardaremos en entender que la familia no saldrá nunca de allí pero la tensión acumulada mantiene el interés. La resolución final no está lamentablemente a la altura y la explicación dosificada en flashbacks parece fuera de lugar. Aun así es una cinta que merece suficiente atención y un director a quién hay que seguir.

Sitges

We Need to Do Something (Sean King O’Grady, 2021)

Familias rotas

Sitges

Here Before (Stacey Gregg, 2021)

La familia de Here Before (Stacey Gregg, 2021) sufre por la hermana perdida en un accidente de tráfico. La llegada de unos vecinos a la casa adosada con una hija pequeña distorsiona su recuperación. La madre, una excelente Andrea Riseborough (protagonista el año anterior en Possessor Uncut), identifica a la niña con la hija perdida, algo que estimula la propia niña refiriendo recuerdos familiares de la desaparecida que no podía conocer en modo alguno. Construida sobre el continuo deterioro de la salud mental de la madre y del deterioro familiar, la narración se aleja de estridencias, vinculándose en exceso a un realismo social, apegándose demasiado a la corrección propia de la productora BBC. Un giro final sorprendente ata cabos pero, en cierto modo, traiciona el espíritu de fantástico que se pretendía otorgar a la historia.

También perdieron la hija y la hermana de The Blazing World (Carlston Young, 2021) un debut en el largo realmente apoteósico, por la cantidad de propuestas narrativas y visuales que se ofrecen metafóricamente al dolor persistente de la pérdida y a los intentos de la protagonista de aliviarlo. Enfrentada a alucinaciones diversas y, en especial, a la aparición de un (siempre) siniestro Udo Kier que le ofrece entrar en un mundo paralelo, Margaret debe lidiar con un sentimiento de culpa, con unos padres absolutamente desnortados y con tendencias suicidas. Vive en un mundo irreal de por sí, con una casa familiar inmensa amueblada como un palacio y con las diversas alucinaciones propulsadas por las drogas. La directora trabaja las imágenes con esmero y la ayuda de una excelente banda sonora que utiliza tanto los sonidos más inquietantes como la música más sinfónica. Y, aunque la narración se complica tal vez de modo innecesario, el salto que Margaret adopta al saltar al mundo fantástico nos facilita las imágenes más extraordinarias de mundos mágicos, con salones iluminadas por una niebla de color, amenazas mortales, cabañas en las dunas de un desierto y pasajes secretos. Hay muchas referencias de cine en la película y pese a la mezcla de situaciones un tanto atropelladas, The Blazing World resulta estéticamente muy atractiva.

Sitges

The Blazing World (Carlston Young, 2021)

La aclamada Lamb (Valdimar Johannsson, 2021) nos sitúa, tras un inquietante prólogo elaborado con un travelling subjetivo a través de una ventisca nocturna que acaba en el corral de las ovejas, en una aislada granja islandesa. La pareja protagonista se dedica, lacónicamente, al cultivo de tierras y pastoreo, manteniendo una vida rutinaria de trabajo. El director describe a ambos personajes con eficiencia y parquedad, sin parafernalia alguna y definiendo bien el contexto rural, con la misma habilidad con que previamente nos ha insinuado una presencia maligna. Sin embargo no tardará en mezclarse ambas situaciones. Johannsson introduce con sutileza el fantástico, recurriendo al off visual y captando la curiosidad del espectador de un modo tan hábil como honesto. Cuándo finalmente descubre la sorpresa nos acomodamos a la misma con agrado, siguiendo el juego. Desafortunadamente el guion se desvía con un tercer personaje que no aporta nada a la historia y se precipita en un final que, aun manteniéndose en el género, no deja de ser brusco e inesperado.

Lamb (Valdimar Johannsson, 2021)

Tan aislados como la pareja de Lamb lo están los protagonistas de Luzifer (Peter Brunner, 2021), madre e hijo, eremitas en los Alpes a quiénes acechará tanto los demonios de la civilización como sus propios demonios internos. Johannes ha sido criado en el silencio y la obediencia a un supuesto Dios que su madre, ex alcohólica, le ha relatado. Suyos son los ritos y las ofrendas que ambos hacen frente a diversas estatuas que mezclan lo divino y lo pagano, asemejando más ofrendas a divinidades ancestrales que a auténticas ceremonias cristianas, pese a que se acompañen de oración o se refieran a Dios y la Virgen. Paralelamente al trabajo que les facilita un mínimo sustento con el huerto y las ovejas, Johannes cuida diversas rapaces y practica la cetrería, de modo infantil, con su águila favorita. Peter Brunner retrata con dureza la vida y el carácter de ambos, retraídos, asilvestrados pero, a la postre, indefensos. Ella, con su locura mística y su escuálido cuerpo lleno de tatuajes; él, fornido como un gigante pero totalmente desprovisto de referentes que le permitan entender el mundo, serán víctimas del acoso del capitalismo como de la opción de vida de la madre. Aún en las alturas, cerca del cielo, no hay dios alguno que les pueda proteger, sólo el Diablo acecha.

Luzifer (Peter Brunner, 2021)

De principio a fin, Marie se esforzará en numerosos rezos, ofrendas y cantos. Su cuerpo se mortificará con cepos y pinchos y obligará a su hijo a limpiar el suyo de supuestas impurezas. Brunner presenta la situación en toda su crudeza, a lo que ayudan sobremanera dos espléndidas interpretaciones de actores mayúsculos que ponen su físico al servicio de la historia (Susanne Jensen y Franz Rogowsky, premios a interpretación). Luzifer, en contra de lo esperable, no denuncia tanto el mal y la violencia de la industria (en este caso, turística) sino el fanatismo religioso. Algo que, por su parte, ya hizo su productor, Ulrich Siedl, en varias de sus obras y algo que, llegado a cierto punto de la película, se desborda en exceso, como Siedl suele hacer, alcanzando ciertas cotas de pornografía miserabilística. Una vez hemos visto el cariz de los acontecimientos, cuando ha quedado claro el talón de Aquiles de la vida en el paraíso, es innecesario hurgar en la herida y mostrarnos la agonía, moral y física de unos personajes. Aun así, voluntariosamente, esforzadamente, incómoda, Luzifer es una de las propuestas más interesantes del Festival.

Brutti, sporchi e cattivi

Y si la película de Brunner era de las más punzantes, la croata The Dawn (Zora, Dalibor Matanić, 2020) fue de las más insólitas. Situada en unas montañas, nos presenta la emigración de una aldea a la capital más próxima buscando más comodidades y recursos. La situación, no obstante, viene mediatizada por especulación inmobiliaria, con un amenazador mobbing (como en Luzifer, la expulsión del paraíso por intereses comerciales o inmobiliarios) y la intención de disponer de futuros terrenos de construcción, así como por la incierta amenaza de un “otro bando” que está también dispuesto a apropiarse de las tierras. Para todos aquellos que no seguimos la actualidad croata, The Dawn se presenta un tanto críptica pero el mobbing (no sólo presente en Luzifer sino en nuestra realidad más próxima) es una amenaza demasiado cotidiana y las escenas en que los vecinos van vaciando sus casas, el camión cargado con el futbolín del bar (un último mohicano) o los cuerpos de los resistentes son imágenes suficientemente explícitas.

Hay, sin embargo, una historia incluida en la primera, una historia aún más críptica y que resulta ser el núcleo duro de la película. Matja vive en la periferia del pueblo con su mujer y dos hijos. La desaparición del gemelo del hijo menor (como en The Blazing World) ha marcado la vida familiar desde hace años. A la marcha de sus convecinos se une otra amenaza indefinida, la construcción a marchas forzadas de otra casa en la loma frente a la suya, que el director retrata como la intrusión de lo maligno en la cotidianeidad. Su dueño es un luciferino personaje, un segundo Matja de mala catadura, que les acosa y tensa la relación entre la pareja y entre padres e hijos. La culminación de la película se da en la secuencia en que tal personaje se presenta en casa de Matja e indica a sus hijos que él es su nuevo padre y deben marchar con él, dejando a Matja sin familia ni hogar. El consecuente conflicto dará pie a un desenmascaramiento del diablo y su falsa construcción (los obreros mal pagados acaban por apalearle) y a la fuga de mujer e hijos a un segundo refugio con una supuesta religiosa Hay, sin duda, demasiada referencia interna y demasiada metáfora en torno al peso de la religión, al engaño encarnado en la iglesia y los falsos santos, para ser seguida por el espectador no balcánico de modo íntegro. Sin embargo, aun con todas las lagunas de comprensión, aun con un final insólito que incluye un número de street dance, Zora resulta una propuesta altamente interesante. La revelación del vacío que ocultan las fachadas de vanidad y triunfo se alinean con la inutilidad de la religión denunciando visualmente a los poderes fácticos que aun predominan en la región. Es muy posible que una mayor información social iluminase al espectador pero moverse entre las certezas y las adivinanzas, entre las inciertas propuestas que el director nos presenta en imágenes, no deja de tener un muy notable interés.

The Dawn (Zora, Dalibor Matanić, 2020)

Ya hemos visto en tantas ediciones del Festival numerosas obras sobre sociedades postapocalípticas. En esta ocasión, sin embargo, hay una renuncia a los efectismos vistos en tantas ocasiones y una apuesta muy coherente en la selección del escenario La terra dei figli (Claudio Cupellini, 2021) se desarrolla en zonas lacustres, desprovistas de signos de vida humana, salvo por puntuales asentamientos que tienen más de barracas o refugios improvisados que de auténticos hogares. El director capta el escenario, extenso, vacío, con grandes superficies de agua, en todo su vacío. La Tierra, y las superficies acuáticas, son un territorio muerto. Tan siquiera hay demasiada presencia de fauna (la detonación de una bomba en el agua constituye una de las escenas más impactantes recogida en picado, al no emerger peces sino cadáveres humanos). El protagonista, un adolescente sin nombre, es maltratado por el padre con quien vive y, a la muerte de éste, se evidencia como un personaje duro, sin conciencia alguna. Y es que, más allá de la violencia, presente o latente, la cara más cruel de esta sociedad es la completa falta de afecto, de relaciones humanas entre supervivientes, y la falta de referentes morales. A la muerte del padre, el joven emprende un viaje iniciático tratando que alguien le descifre los textos escritos por su padre, dado que él nunca aprendió a leer. Sin dejar de retratar un mundo de crueldad, Cupellini elabora un cuento en el que una bruja buena le abrirá la salida hacia otro mundo dónde, tras enfrentarse a ogros salvajes encarnados por dos ancianos obesos, acabará escuchando, como una epifanía, el texto de su padre narrado por un asesino. La revelación que recibe como una bendición le dará fuerzas para, por primera vez en su vida, hacer algo por otra persona y reconocer la importancia de la amistad y la piedad. La terra dei figli es un cuento cruel que nos enfrenta a un apocalipsis producido por la ausencia de empatía, por la falta de afecto, que puede estar más cerca de lo que creemos.

La terra dei figli (Claudio Cupellini, 2021)

Cerca de la realidad, demasiado cerca

A menudo deberíamos meditar en cómo pensamos las películas, en cómo las vivimos, en el contexto bajo el cual nos situamos como espectadores. De haber visto A nuvem rosa (Iuli Gerbase, 2021) en el momento en que se rodó, en 2019, la habríamos valorado de modo distinto. Sin duda la hubiéramos vivido de modo mucho más distante. Y, posiblemente, hubiéramos desesperado tremendamente en el confinamiento que tuvo lugar durante 2020. Porque la película trata precisamente del confinamiento, específicamente de un confinamiento que se prolonga más de 15 años… las nubes rosas del título son mortales y ocasionan un encierro forzado e indefinido de toda la población. Sin embargo no es intención de la directora crear una atmósfera fantástica, analizar el impacto a nivel mundial considerando un apocalipsis decadente o un análisis científico-técnico. No desarrolla los medios tecnológicos por los que la civilización, aunque encerrada, puede seguir subsistiendo ni se extiende en explicaciones más allá de las paredes del apartamento de los protagonistas. A nuvem rosa obvia en gran parte todos estos aspectos para centrarse en el impacto de un posible confinamiento (¿nos es familiar, cierto?) sobre una peculiar, inesperada, relación de pareja y, posteriormente, en una relación familiar.

Giovana y Yago despiertan tras el rollo de una noche. Inesperadamente, las alarmas decretan un toque de queda que se prolongará década y media, con un hijo de por medio. En este periodo tendrán tiempo de consolidar una amistad, disfrutar una relación temporal, alejarse, acercarse de nuevo, tener un hijo, luchar por criarlo, separarse (en el interior del dúplex), enfrentarse por el hijo y, finalmente, resituar posiciones en el seno de la nueva familia y en función de la tolerancia al encierro. A nuvem rosa no tiene nada de crónica rosa. Es la historia de una derrota. De una relación anormal, forzada. De una paternidad resignada. De unas vidas frustradas y, sorprendentemente, de una vida plena. La película se despliega de modo ingenioso, con una dirección adecuada al espacio pero con un guion muy trabajado que incluye todas las opciones vitales, incluidas todas las derrotas. Giovana acepta la situación y acepta a Yago como pareja y como padre de su hijo. Sin embargo no acepta su encierro como lo hará él. A pesar de su suavidad aparente, formal y narrativa, la obra de Gerbase es tremendamente áspera, con fuertes cargas de profundidad sobre la estructura familiar, sobre su arquitectura y capacidad de resiliencia. La derrota vital de Giovana es recogida por la directora con inevitabilidad y con amargura, especialmente por la reacción de su hijo. Estamos, actualmente, oyendo y viendo los efectos de la pandemia en los niños y adolescentes. Personas que padecen temor al contacto social. A nuvem rosa pone, sutilmente, el tema sobre la mesa con un joven que ha nacido en cautividad y se siente conforme, incluso feliz, con ello frente a la absoluta desesperación de una mujer que ansía una libertad perdida. Tras un metraje agridulce, el final y el conjunto de esta obra debe valorarse muy cuidadosamente tras lo vivido por todos en 2020 y por lo que (esperemos que no) pudiera suceder en el futuro.

A nuvem rosa (Iuli Gerbase, 2021)

Y la tristeza inherente a las obras anteriores inunda completamente todos los planos de Nitram (Justin Kurzel, 2021). Martin, apodado Nitram por sus antiguos compañeros de escuela, es uno de esos náufragos que produce nuestra sociedad. Afecto de una enfermedad mental actúa, ya en sus veintitantos, como un niño al que sus padres no saben controlar, disparando petardos frente a la escuela dónde niños y jóvenes se burlan de él, vagando por el barrio o haraganeando. El padre, depresivo, es incapaz de llevar a cabo ningún proyecto y, mucho menos, lidiar con los brotes agresivos de Martin. La madre, distante, incapaz de mostrar signos de cariño por él, sufre por la situación pero se lamenta repetidamente de su actitud sin dar opciones. El sistema, simplemente, le ignora. Las visitas al psiquiatra se reducen a verificar el uso de tricíclicos, con la idea de amansarle, y facilitar el certificado que pueda ayudar económicamente a la familia. Una relación puntual del joven con una mujer mayor, propietaria de una fortuna discreta, limitará su expansión aunque la súbita ruptura dará pie a una libertad que acabará en tragedia… Justin Kurzel se aleja del estilo manierista y los intensos virajes de color que utilizó en Macbeth (2015) para retratar con eficiencia y naturalidad un entorno en el que puede crecer un monstruo. La periferia urbana dónde se desarrolla la acción se ve tan descuidada y miserable como lo es a nivel moral el núcleo familiar de Martin. Las extraordinarias interpretaciones de los tres protagonistas elevan la cota de realismo.

Nitram (Justin Kurzel, 2021)

Anthony Lapaglia está patético literalmente como padre fracasado, Judy Davis (envejecida pero inmensa como siempre) compone un muy difícil papel de la madre que renuncia a mejorar la condición de su hijo y que esconde su amor y su dolor en el consumo constante de cigarrillos, Caleb  Landry Jones (ganador del premio de interpretación en Cannes y de nuevo en Sitges, ex aequo con Rogowsky) compone un tremendo personaje, condenado de antemano a la desgracia propia y ajena, niño encerrado en un corpachón patoso, incapaz de lanzarse a surfear como hacen sus conocidos y al que el destino le depara un terrible acontecimiento… Casi con 30 años, el Nitram del título cometerá una masacre atroz que descubrirá, demasiado tarde, las deficiencias del sistema y las lacras de una sociedad supuestamente feliz. Kurzel dedica cerca de dos horas a denunciarlas con paciencia y precisión y nos deja a las puertas del infierno evitando pornográficas escenas de violencia explícita. Ni falta qué le hace a Nitram, absolutamente descarnada en su indagación de las causas del horror.