Downtown!
Mis brazos se extienden buscando tu amor,
Cuando tu mano coge la mía, siento un poder tan divino
Eres mi mundo, eres mi noche y mi día
(You’re my world, Cilla Black)
Edgar Wright dejó el aire desenfadado de comedia que desarrollara con la llamada trilogía del cornetto (Zombies Party, Arma fatal y Bienvenidos al fin del mundo) y la deliciosa Scott Pilgrim contra el mundo (Scott Pilgrim vs the World, 2010) para aventurarse en el thriller con Baby driver (íd., 2016). Las excelentes coreografías que mostró, a nivel de movimientos de personajes y vehículos, resultado de una muy cuidada planificación y edición, la musicalidad que vinculaba canciones y acción, no lucieron sin embargo lo esperable. Wright nos libró un resultado tan correcto como mecánico y su carrera como director quedó en una encrucijada.
Tras diversos proyectos en los que se anunciara su participación, nos sumerge en el swinging London de los 60. Es curioso que también este año viéramos en Cruella (Craig Gillespie, 2021) los mismos escenarios, entre Piccadilly Circus y el downtown. Es más, ambas coincidían en dos personajes adolescentes que llegaban del campo a la Ciudad y, pese a las adverses condiciones de ambas, acudían al centro del universo con ansias de comerse el mundo. Ambas sitúan la acción en el contexto del diseño de moda, en el cual las protagonistas, por vocación o por azar, plantear triunfar y ambas enriquecen el diseño de producción y vestuario (muy especialmente en le caso de Cruella) con sendas bandas sonoras enriquecidas con canciones de la época. En el caso de la precuela de los 101 dálmatas (The Hundred and One Dalmatians, Clyde Geronimi, Hamilton Luske, Wolfgang Reitherman, 1961) disneyianos se orientaba al público familiar familiarizado con las cintas de superhéroes, aderezando la acción de la comedia en un crescendo que parece enfrentar a dos megavillanas.
Por su parte, Last Night in Soho se orienta directamente al Fantástico y a sus seguidores. Eloise, marcada por un pasado incierto de una madre depresiva y una vida provinciana, está obsesionada con el Londres sesentero, su música, su ropa, su look… Bendecida por una beca y los buenos deseos de su abuela (una Rita Tushingham que debutara en cintas de la nueva ola inglesa antes de centrarse en el teatro), Elly no es más que una joven pueblerina que sueña con el triunfo en el país de sus sueños. Tras un interludio en el que Wright pone su inocencia en evidencia frente al cinismo y prepotencia de compañeras más adineradas, la historia se desliza hacia lo sobrenatural. Ya se sabe, el sueño de la razón produce monstruos y, al dormir, Eloise se ve transportada a la vida paralela de Sandie, otra joven que quería triunfar como cantante en los 60. Progresivamente las luces de la ciudad son devoradas por las tinieblas morales en las que Sandie se ve abocada, a la par que Eloise (una excelente Thomasin Mckenzie) va mezclando las dos realidades. La historia que empieza como una comedia se irá desarrollando como un thriller progresivamente oscuro hasta sumergirse plenamente en el fantástico.
Al igual que lo hiciera en Baby Driver, Wright marca el ritmo narrativo y visual de una manera excelente. Las secuencias de llegada a la gran ciudad son absolutamente fluidas pero alcanzan un brillante nivel en la primera aparición de Sandie. El director de Zombies Party utiliza todos los recursos posibles para que Eloise sea su reflejo y siga en directo su trayectoria, desde su espectacular irrupción el Café de Paris hasta su audición en el Rialto. En la primera secuencia hay un ingenioso uso de los espejos para desarrollar la entrada triunfal de Sandie en el Café de Paris, acompañada por (la imagen de) Eloise en la recepción, en la escalinata y en la barra, hasta que sus cuerpos se alternan (sin solución de continuidad, basándose en una coreografía exquisita más que en efectos especiales) en el seductor baile con Jack. La alternancia de una y otra, de su presencia, sus rostros e, incluso, de sus cuerpos, la trasposición de sus identidades (o, más bien, de la de Elly en la de Sandie) sumergirá a la joven aspirante a diseñadora en una espiral progresivamente siniestra. El hábil juego de luces, de los neones en la calle o los focos en interiores de club y camerinos facilitan la progresiva sensación de pesadilla. Paralelamente, las canciones van modificando su tono. Si bien algunas piezas definen simplemente un contexto temporal al que Eloise anhelaría volver, otras forman literalmente parte de la narración. A World Without Love será seguida más adelante por Wishing and Hoping para, Waterloo Sunset mediante, se pueda llegar al centro, hasta la culminación en el You’re my World cantado por Cilla Black. El encuentro explosivo entre ambas jóvenes y el petulante Jack se acompañará de Got my Mind Set on You y Land of a 1000 Dances y, posteriormente, la oda a Londres, literal, será el Downtown de Petula Clark, cantado por Elly (la propia Anya Taylor-Joy) señalando la fascinación por la gran urbe. El número de Puppets on the String, con la aspirante a cantante reducida a comparsa en un local dedicado a hombres maduros con intereses venales marca, definitivamente, el cambio de tono de la película y el descenso a los infiernos para Elly y para Sandie. Wright no es un mero autor con grandes conocimientos de música popular sino que es, como puede serlo Scorsese, un autor de cine musical.
El sueño deviene una pesadilla tan real de la que será difícil escapar, sorprendiendo tal vez a parte de los espectadores que esperaban un enfrentamiento similar al de las dos antagonistas de Cruella. No será así puesto que Wright opta por aventurarse en el terror, sin hacerle ascos al slasher, con un mestizaje genérico muy propio de nuestra época que puede resultar incómodo para los paladares más clásicos. Fue significativo comprobar en el pasado Festival de Sitges como algunas revisitaciones del género (The Deep House, Halloween Kills) que planteaban variaciones sobre motivos clásicos (la casa encantada, el asesino indestructible) recibieron acogidas muy diversas, interpretándose tales apuestas por parte de espectadores veteranos como meras repeticiones de cliché antiguo. Es tal vez por ello que autores como Edgar Wright, Prano Bailey-Bond (Censor) o Carlson Young (The Blazing World) presentaron en el festival, con resultados diversos pero siempre interesantes, la hibridación genérica buscando la innovación.
En el caso concreto de Last Night in Soho, a medida que la historia se oscurece Wright prima la tensión y, si bien reitera en exceso algunas apariciones fantasmagóricas, mantiene el ritmo hasta alcanzar el clímax final, lleno de referencias a múltiples obras del género. Tal vez no alcance la categoría de clásico pero hay en esta propuesta mucha más vida que tenía la película anterior de Wright. De hecho, de vuelta al swinging London, Last Night in Soho avanza por dónde Cruella no pudo hacerlo. Aquella estaba sujeta a Disney y, por ello, pese al enorme esfuerzo de recrear el mismo Londres, la comedia no podía evolucionar hacia el terror, limitándose a un punto de contención en el ajuste de cuentas final más adecuado para un público familiar en el que incluso el Sympathy for the Devil parecía un poco fuera de lugar. En esta ocasión, sin embargo, la secuencia final resulta más coherente. El guiño entre dos realidades, entre dos mundos, entre la inocencia y la perversión adquiere un doble sentido y más mala leche que ambigüedad. No solo los tiempos han cambiado sino que también lo pueden hacer las heroínas. De hecho, mientras Cruella se prepara para un futuro de malvada esperpéntica por imperativos de un guion del pasado, Edgar Wright da a Sandy y Ellie una oportunidad de sororidad intertemporal.