Juventud luminosa
Si el foco consagrado a Sandrine Veysset, a pesar de su relativa juventud, se sentía como el rescate de un pasado escamoteado, el dedicado a João Rosas parece proyectarse a un intrigante futuro. No es simplemente una cuestión de edad o de que su obra todavía no cuente con ningún largometraje, sino que los tres mediometrajes presentados en esta edición del FICX, que comparten actores y personajes, nos ofrecen la promesa de un work in progress vital que tendrá continuidad en el largo debut que el realizador portugués está preparando. Eso sí, no hay nada de provisional en el brillante acabado de estas piezas, tres gozosos acercamientos a tres estadios vitales, que programadas en conjunto hacen las veces de film-río a través de las etapas de juventud de sus personajes.
En Entrecampos (2013) nos encontramos con Mariana, una niña de 11 años recién llegada a Lisboa, la urbe capitalina cuyas dimensiones y bullicio le abruma y supera sus poco acostumbrados sentidos. Pero una vez conoce a su compañero de colegio Nicolau y a su hermano mayor Simão, el espacio se dulcifica para ella y también para los espectadores. Es muy sintomático ese tránsito en su cine, que busca la dulzura y lo luminoso, la conexión y la armonía, y que traslada a la puesta en escena a través de un cuidado trabajo con el sonido, reproduciendo el caos sonoro de la gran ciudad, y una gramática visual elaborada sobre la topografía lisboeta que, desde planos fijos y panorámicas, deriva a travellings discretamente coreografiados que acompañan y envuelven a los personajes, que realzan su sentimiento de camaradería y, ahora sí, pertenencia.
Nicolau será el protagonista del resto de la saga, y lo reencontramos tres años después en Maria do Mar (2015), ya como adolescente. Una pequeña fiesta organizada por su hermano Simão y sus amigos en una casa veraniega propicia que conozca a la bella joven que da título al corto, con cuya desnudez tropieza por azar en determinado momento. Es un film sobre el despertar amoroso y sexual, quizás temas tratados hasta la saciedad, pero que siempre son bienvenidos con una mirada tan cálida y elegante como la de Rosas. La combinación de naturalismo, espíritu lúdico y pinceladas de excentricidad, como las de ese personaje mudo embutido en un disfraz de muñeco, remiten al cine de algunos de sus compatriotas de O Som e a Fúria, pero siempre desde una sensibilidad muy personal. Ésta se hace patente en el descubrimiento por parte del protagonista del cuerpo femenino, o en la manera de rematar la historia mediante una elipsis (en la playa) y un fuera de campo (dentro del coche), de manera que la sugerencia apenas pase de la posibilidad, como si invitase al espectador a construir su propia versión del final de la historia.
En Catavento (2020), Nicolau ya está a punto de pasar a la universidad, y precisamente la elección de los estudios es parte medular de su argumento, ya que su (in)decisión siempre está ligada a la chica que le atrae (o que le manda señales) en cada momento, entre las cuales reaparece Mariana. Se ha convertido así en un inmaduro veleta sentimental que hace del seguidismo un modo de vida, reflejado estéticamente en el uso, de nuevo, de travellings de delicada construcción formal. Los paseos por el parque o ese primer beso en la cueva de la playa demuestran el talento y la reflexión sobre la narración visual de un Rosas que entrega su trabajo más elaborado de puesta en escena. Si la irresolución de su protagonista precipita un final abierto, igual sensación nos produce la obra del portugués en su conjunto, de quien esperaremos con impaciencia y anticipado regocijo su continuación.