Mishima es el tercer guion que Schrader coescribió junto a su hermano Leonard, pues al de Blue Collar (1978) habría que sumar el de Yakuza (Sydney Pollack, 1974). En esta ocasión la participación de Leonard resulta determinante pues estuvo viviendo en Japón durante varios años dedicándose a la enseñanza y el biopic del polémico y prolífico escritor está rodado en japonés y de forma natural está impregnado en cada plano del espíritu nipón. Del mismo modo que lo hicieron con Los Sueños de Akira Kurosawa —Yume (Dreams) (Akira Kurosawa’s Dreams), 1990— unos años más tarde, Francis Ford Coppola y George Lucas posibilitaron el rodaje a golpe de talonario, pues Schrader no encontraba la financiación necesaria para poder abordar la película. Como su título original indica, está dividida en cuatro fragmentos, si bien en todos ellos se intersecan varias narraciones, la del último día de la vida del escritor (que además abre el film con unos redobles marciales y una ceremoniosa preparación del personaje que de alguna manera apunta la gravedad de lo que sucederá después), las representaciones de varias de sus obras (El pabellón dorado, La casa de Kyoko y Caballos desbocados, casi a modo de cortometrajes instalados dentro de la historia, convirtiéndola así en un experimento realmente arriesgado que explica en parte las dificultades para conseguir el dinero para rodar) combinando la estética minimalista de unas con la más colorida y recargada de otras, y flashbacks en blanco y negro donde se va reconstruyendo en paralelo la formación y el desarrollo de una ideología fuertemente nacionalista y cercana al fascismo así como de su identidad sexual, motivos que en Japón dieron alas a la censura, esa que no las suele necesitar. En esta ocasión no encajaban los sintetizadores de Moroder a quien recurriera en sus dos films anteriores y que se vieron sustituidos por una partitura mucho más acorde, a ratos militarista, a ratos épica y a ratos minimalista a cargo de un solvente Philip Glass, ya hacía mucho convertido al budismo, y que venía de hacer Koyaanisqatsi (Godfrey Reggio, Ron Fricke, Michael Hoenig, 1982), también apadrinada por Coppola. Aunque Schrader ha llegado a confesar que es su mejor película, y a nivel puramente visual así me lo parece, siendo indudable la fascinación que despiertan muchas de sus imágenes, es también la más larga, y en su intento por abarcar demasiado termina siendo difusa y dispersa, provocando en mí más o menos el mismo efecto que tuvo el discurso final de Mishima ante los soldados, aunque agradezco que el director no se hiciese el seppuku y continuase aumentando el corpus de su obra.