Belleza
Ignoro si será debido al relativo barbecho sufrido por la producción cinematográfica durante el pasado año, o quizás al sufrido por nosotros mismos en la cobertura festivalera y que nos pueda haber dulcificado la mirada, pero la impresión que ha dejado la última edición del SEFF ha sido extraordinaria, una demostración de músculo programador bajo unas coordenadas muy asentadas en la década que José Luis Cienfuegos ya lleva al frente del mismo.
De toda esta celebración cinéfila, las obras más bellas vistas estos días en el SEFF, también las que este cronista más ha disfrutado, eran las que apostaban con más decisión precisamente por la belleza. Esto puede sonar a redundancia, pero en realidad no lo es.
Y nadie como Alexandre Koberidze ha volcado su film sobre esta idea, sobre la exploración de lo bello a través de la mirada. Su segunda y magna obra, ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, nos interpela desde su mismo título para plantearnos nuestro punto de vista sobre la vida y el propio cine. En un mundo desacralizador y saturado de imágenes, ¿qué merece la pena mostrar?, ¿qué es importante y qué no?, ¿qué valor intrínseco tiene la belleza?, ¿tenemos capacidad para asombrarnos y emocionarnos ante lo cotidiano y trivial? Son cuestiones que sugiere el visionado de un film cuyo previsible argumento viene a ser un McGuffin, una invitación a lavar la mirada, a cerrar los ojos y volver a abrirlos —como nos pide explícitamente la película—, a bajar las defensas de nuestro aprendido escepticismo. Es un cuento de hadas donde el amor a primera vista de una pareja tras su encuentro fortuito se ve saboteado por una maldición que les hace cambiar de aspecto físico y habilidades, de manera que el chiringuito donde se habían citado antes de la transformación pasa a ser el lugar de trabajo de ambos sin que cada uno sepa la identidad del otro. Nada nos hace dudar de la resolución del entuerto, ni del papel que jugará el cine (en su formato celuloide) en cuanto hace acto de presencia dentro de la ficción. Tampoco de su obvio mensaje, la capacidad del medio para revelar cierta verdad íntima del mundo que nos rodea. No es lo más importante que tiene que mostrarnos Koberidze. En realidad, viene a ser una apropiada y coherente excusa para detenerse en los márgenes, en el entorno, en todos esos personajes anónimos y lugares potencialmente anodinos que formarían el decorado de una película, y que aquí pasan al primer plano, haciendo del film una gran digresión. Todo puede ser relevante (y bello) dependiendo de la mirada. El georgiano nos pide un acto de fe en cierta manera, un retorno a la inocencia, pero cumple su parte del trato con un ejercicio de seducción que empieza por su exquisita fotografía. Sus imágenes son impresionistas, nada intelectuales, sin psicología —siguiendo la tradición de su ilustre compatriota Otar Iosseliani—. Los diálogos no importan, están ausentes las más de las veces, importa el gesto, el encuadre y la luz; importan las grandes distancias focales que nos invitan a convertirnos en exploradores de fotogramas, a asomarnos desde afuera a otra realidad; importa el plano detalle que sugiere el resto de la escena y focaliza la mirada; e importa la música que, como el propio Koberidze dice, nos ayuda a descubrir un ritmo oculto en aquello que nos rodea, y que también se formula como un acto de celebración. Si hay films que pretenden dejar en trivial aquello que queda fuera de su marco de representación, éste reivindica la capacidad de la mirada para construir imágenes valiosas de casi cualquier cosa, para conjurar la belleza desde el gesto más sencillo. Y por el camino se convierte en la mejor película que trata el fútbol —o la película que mejor trata el fútbol— de la historia del cine.
En el caso de Il buco, su preciosismo visual, su exquisito trabajo de composición e iluminación, a menudo pictórico pero nunca gratuito, tiene por objetivo devolvernos la fascinación por unos paraísos perdidos, esos mundos rurales a los que Michelangelo Frammartino ha venido consagrando su obra cinematográfica. Una década después de Le Quattro Volte, nos ofrece otra pieza de orfebrería cuidadosamente macerada, y nos sitúa a principios de los años sesenta, cuando una partida de espeleólogos piamonteses realiza la exploración de una gruta en Calabria. Es un acto pionero, como nos informan los rótulos iniciales, la primera vez que una expedición del género se aventura en latitudes tan meridionales de Italia. Vienen de ese otro mundo que los lugareños ven a través de la televisión en la apertura del film, concretamente un reportaje sobre la Torre Pirelli de Milán, emblema del desarrollismo. Por eso su llegada no deja de representar una suerte de profanación por parte de la modernidad de un espacio y una sociedad tradicionales, sintetizadas en el rostro cincelado de arrugas de un veterano pastor, quien somatiza en su cuerpo la transgresión —y quizás este simbolismo sea lo más discutible de la propuesta de Frammartino—. Hay un juego de oposición y contrastes entre ambos universos, entre una tradición ritual en la que tiene cabida el misterio y una modernidad más prosaica y científica, que el film explota brillantemente en su primera parte. Como ese plano de los espeleólogos en el umbral de la sacristía que continúa en panorámica hasta descubrirnos a los feligreses en plena liturgia. Poco después vemos otra imagen de estos forasteros durmiendo al lado de un Cristo yaciente, un gesto desacralizador que en buena medida anula el misterio religioso, mientras el montaje nos muestra en paralelo al pueblo reunido alrededor de la televisión, como si fuera otra liturgia, otra posible fuente de misterio para ellos. Son cuestiones cruciales porque precisamente el proceso de cartografía de la gruta representa un despojamiento de su misterio, de esa hondura aparentemente insondable y contenido ignoto. La luz que proyectan las linternas de los cascos espeleológicos, que hiere la negrura subterránea, va conformando sus formas. Y una vez que la exploración se culmina, que la cartografía se completa, significa la muerte del misterio, y anuncia por extensión la muerte del medio rural. Es como si asistiéramos a la creación de un espacio fantasmal, mientras el cierre sugiere la pervivencia de un espíritu mítico de carácter ya atemporal.
Por su parte, la pretendida y lograda belleza en las imágenes de Diarios de Otsoga sirve en su caso como terapia pandémica, un refugio espiritual ante un mundo en suspensión y restricción cuyas imágenes se han vaciado de fuerzas motrices. Decía Miguel Gomes durante la presentación de esta película ante el público sevillano que los jugadores españoles del Benfica, el equipo de fútbol del cual es seguidor, tenían la tendencia a utilizar la expresión «pues nada» al responder a cualquier pregunta, expresión cuyo significado preciso se le escapaba pero que tenía ganas de usar en ese momento, y esta película que ha dirigido junto a Maureen Fazendeiro podríamos considerarla un gran «pues nada» cinematográfico. En realidad el planteamiento que proponen sus autores es bastante sencillo: mostrar las 24 jornadas de aislamiento de un grupo de personas en cronología inversa, y de esa manera, una puesta de manifiesto de la relativa inconsecuencia del tiempo vivido durante el confinamiento. Es cierto que los personajes realizan actividades que exceden la duración de cada jornada, pero nada es trascendente, nada supone una evolución psicológica, sólo parte de ese juego que podría proponer otra ordenación, incluso aleatoria, y cuyo resultado no sería muy diferente. Como ya hiciera en Aquel querido mes de Agosto, el rodaje en sí es parte del contenido argumental, otro elemento lúdico y humorístico que sumar a una obra que podría pecar de gratuita, pero que triunfa a base de pura seducción visual. Es sencillamente un placer mirar para sus imágenes, para sus gloriosos 16mm que propician unos fastuosos verdes, azules o rojos, deleitarse con la luz que se filtra por sus fotogramas. La finca de Otsoga que sirve de plató de rodaje se convierte así en una suerte de santuario estético en un film muy consciente de su propia intrascendencia, evocada en ese invernadero de mariposas que construyen los personajes, cuyo único objetivo es contener la efímera e improductiva belleza de estos insectos.