Mujeres que buscan
Es algo inevitable, y al tiempo digno de celebración, que los retratos femeninos complejos vayan ganando espacio en las pantallas cinematográficas, especialmente en los festivales, y si algo muestran en común los más interesantes vistos en esta edición del SEFF es la actitud inquieta e inquisitiva de unos personajes que a menudo no están conformes con el papel que la sociedad les ha asignado o que simplemente les cuesta encontrar un espacio vital en el que se sientan cómodos.
De hecho, la retrospectiva de esta edición, titulada Hacia otra historia del cine europeo, prestaba especial atención a la mirada femenina de nuestro pasado cinematográfico. A la de Mai Zetterling retratando en We Have Many Names la tragedia de una mujer cuyo mundo se hace trizas cuando desaparece el rol único al que se ha visto abocada, el de esposa, tras ser abandonada por su marido. O a la de Claudia von Alemann, en ese doble movimiento de búsqueda y huida que reflejaba en Blind Spot y que ya refiriéramos en nuestras crónicas berlinesas de 2019.
Pero nadie mostraba tanta necesidad de evadirse de su propia vida como las protagonistas de Wives, film que la noruega Anja Breien dirigió en 1975. Una reunión de antiguas compañeras de clase, jóvenes esposas en su gran mayoría, propicia la escapada de tres de ellas, que abdican temporalmente de cualquier responsabilidad familiar o laboral para continuar la diversión. En realidad se trata de un ensayo de emancipación que saben abocado al fracaso de antemano, porque son mujeres ya totalmente insertadas en unos roles sociales y con unos condicionantes de los cuales es extremadamente difícil librarse. Sería como una versión feminista del cine de Jacques Rozier, en el cual la única certeza es que las vacaciones se terminan y hay que retornar a la gris realidad cotidiana. El naturalismo es el arma estética de la película, que recurre predominantemente a la cámara en mano para potenciar la sensación de autenticidad en un film cuyo superficial tono cómico solo esconde el drama de la condición femenina, cuyo gamberrismo consigue denotar un mensaje sin necesidad de hacerlo explícito, sin connotar a los personajes que aparecen en la pantalla. Simplemente son mujeres que no quieren pedir perdón por sus defectos, sus errores o sus decisiones, y que toman conciencia de que la sororidad es su único refugio posible.
Ya en presente, otras tres mujeres nos acompañaban en sus periplos, en sus encuentros, paseos, conversaciones o devaneos. Pero las protagonistas de Outside Noise, dirigida por Ted Fendt, ya no sienten el confinamiento de rol, son unas jóvenes en fase de indefinición vital, amigas que llegan y se van, bien regresadas de Nueva York, o que se encuentran en Berlín o Viena, cuyo jet-lag físico evoca su dificultad para clarificar sus prioridades y objetivos. Y si verbalizan cierta obsesión por evitar el modo turista en sus viajes, lo terminan siendo de alguna manera en sus propias vidas. La dulzura, la ausencia de conflictos claros, el espíritu casual preside este pequeño film muy apropiadamente rodado en 16 mm para potenciar su aspecto cálido y desaliñado, que nos ofrece el privilegio de sentir que estamos de colegueo con unas viejas amigas.
Precisamente la característica más destacada de la protagonista del último film de Joachim Trier es su indefinición, su dificultad para mantener y llevar hasta el final sus decisiones vitales, qué estudiar, a qué dedicarse, con qué persona compartir su vida. Ella sería, según reza el título, The Worst Person in the World, aunque el epíteto lo utilice otro personaje para autocalificarse. Si el film caricaturiza con objetivo cómico las diferentes elecciones académicas y profesionales que va tomando, o si explota la vena romántica en las dos relaciones sentimentales que establece, también se encarga de desmontar la supuesta maldad que los roles de género podrían asignarle por no erigirse en ese bastión de entrega y fidelidad que le correspondería como mujer —estereotipo perpetuado en las pantallas cinematográficas—, por cambiar de idea, equivocarse, por ser egoista y trivial, por ser una antiheroína tratando de buscar su felicidad y autorrealización personal, aunque ello desate el drama entre los personajes que le rodean. Es por esto que sus hechuras de historia romántica derivan más bien en una obra anti-romántica, o que dentro de su carácter episódico y juguetón, a veces hasta un poco efectista, la comedia acabe dando paso al drama, o que cuestione algunos lugares comunes de las ficciones cinematográficas.
El romanticismo sí que caracteriza la obra de Juho Kousmanen, que cultiva un cine que apuesta por la calidez humana, aunque sus formas huyan feliz y sistemáticamente de cualquier amago de empalago. Al igual que hiciera en El día más feliz en la vida de Olli Mäki, también en Compartment Nº6 mira a un pasado cuya definición temporal se va concretando según avanza el metraje. No estamos en esa Rusia soviética de los años setenta que sugiere la apertura al ritmo de Roxy Music, aunque muchos escenarios y personajes evoquen una cierta suspensión atemporal, como la de un país que se ha quedado en el limbo histórico. Miramos a esa Rusia postsoviética a través de los extrañados ojos de una protagonista finlandesa a quien parece que le cuesta de natural integrarse. Desde luego no es capaz de hacerlo con el mundo intelectual de la escritora rusa de la que se ha enamorado. Por eso la historia acaba siendo una búsqueda no premeditada de ella misma, asociada a un viaje en cierto modo devenido en indeseado, el que tenía planeado con su pareja para ver unos petroglifos en el norte del país y que tendrá que emprender sola. En ese trayecto conoce a un minero en principio intimidante, pero a la postre mucho más afín a su manera de ser. En realidad toda la película trabaja sobre la noción de sobrepasar esa apariencia de sordidez de los deteriorados paisajes físicos y humanos por los que se mueve la protagonista, como si quisiera dar la réplica a ese cine que prácticamente monopoliza la cuota rusa del circuito festivalero. Y de hecho, el hilarante contrapunto lo ofrece ese trotamundos finés que hace puntual acto de presencia, como salido directamente de un catálogo de buenrollismo. Kousmanen filma con cámara en mano, centrando la imagen en su protagonista, reflejando su inicial desconcierto e incomodidad con el foco y los encuadres, que hacen del resto de la escena un espacio inestable y fugaz, hasta que su evolución acabe integrando en la imagen a otros personajes, hasta que cristalice el romance.
La búsqueda de la protagonista de Bergman Island tampoco parece premeditada o consciente, pero emerge en alguna manera a través de su labor creadora de ficciones cinematográficas, en su condición de directora de cine, como trasunto de la propia realizadora de la película, Mia Hansen-Løve. Porque resulta inevitable volver sobre su relación con Olivier Assayas, evidente espejo de esa pareja de cineastas de una marcada diferencia de edad que realiza una estadía en Färo —la isla en la que Ingmar Bergman pasó buena parte de su vida y donde rodó algunas de sus obras— con el objetivo de desarrollar sus respectivos proyectos. La convivencia y las dificultades para avanzar en el trabajo de esta mujer van poniendo de manifiesto cierto malestar en la relación, una crisis sorda que cuestiona la prevalencia de las figuras dominantes y protectoras, sea en el ámbito doméstico/privado o en el ideario común, como lo es el tótem cinematográfico que representa el propio maestro sueco. La crisis de la protagonista tiene eco en la ficción que cuenta a su marido, esbozo del film que se está planteando, sobre otra directora que siente la necesidad de aferrarse a un antiguo amante sin lograrlo, y cuya frustración resuena en la de la protagonista. Pero ese otro relato también entra en crisis, llega a un punto muerto que su autora no sabe cómo resolver, igual que su propia vida parece no avanzar a ningún sitio, y este atasco vital se resuelve en una brillantísima filigrana metanarrativa que mezcla con maestría los diferentes niveles de ficción, erigiéndose quizás en el mejor segmento de toda la carrera de Hansen-Løve. Sin duda un retorno a la forma tras la decepcionante Maya, en una obra más macerada y menos cuarteada, que va rumiando la problemática de su protagonista discretamente, desde una contención que estalla a través del metalenguaje.
Por su parte, la búsqueda más abstracta era la que emprendía la mujer interpretada por Tilda Swinton en Memoria, en permanente estado de desconcierto a causa de un sonido que sólo ella oye, una especie de fuerte golpe de peculiar violencia. El cambio de tercio geográfico acometido por Apichatpong Weerasethakul se ha materializado en una obra mucho más volcada sobre la vigilia que otros films previos, y eso que comienza con un plano (de singular virtuosismo y belleza) de su protagonista durmiendo. Colombia emerge así como un ente de una particular fisicidad y vitalidad en su faceta urbana, que también puede funcionar como agresor al ritmo de ese ruido que tortura a la protagonista. Por ejemplo, cuando lo oye en una escena callejera en la que un hombre huye a la carrera y por ello se diría que viene de cometer algún tipo de atentado. Pero los caminos del tailandés acaban por conducirle a la selva, a la suspensión vital, a una duermevela en la que detonan los elementos que se van poniendo en juego, de fantasía o no, como la percepción extrasensorial, el pretérito arqueológico o la latente violencia del presente. Como en otros films previos, el carácter mágico de sus narraciones, aquí casi borgiano, oficia como caja de resonancia de un pasado de violencia y opresión que reverbera en un presente todavía problemático, cuando no traumático. Con su elegancia visual y su gusto por el plano general, Weerasethakul construye una obra que hace del acto de mirar y de escuchar todo un ejercicio de indagación y, por qué no, fascinación. Y de alguna manera, las tres líneas temáticas que hemos propuesto para articular la cobertura de los mejores films vistos en este SEFF, (“belleza”, “opresión” y estas “mujeres que buscan”) se dan cita en esta película que podemos considerar un verdadero OVNI fílmico.