La esencia depredadora del cine
Filmada en estado de trance narcótico por un entregadísimo Iván Zulueta (1943-2009), Arrebato es un artefacto hipnótico que atrapa la consciencia del espectador dejándola suspendida en un cuelgue cinéfilo tan fascinante como aterrador. Esta capacidad de fascinación convierte su visionado en un shock alucinatorio que trasciende las fronteras del espectáculo cinematográfico emparentado con la narrativa más tradicional para adentrarnos de lleno en el bizarro terreno de la experiencia mágica. Por supuesto, entendemos la magia según la concepción expuesta por el gran Alan Moore en Ángeles fósiles, es decir, como la capacidad que tiene la creación artística para expandir nuestro conocimiento y nuestra imaginación potenciando así que el sentido de la maravilla se manifieste ante nuestras asombradas miradas.
Rodada a salto de mata y con cuatro duros por un cineasta guiado por la necesidad imperiosa de transferir a imágenes en movimiento las ideas que se arremolinaban en el bullicioso interior de su mente inquieta, Arrebato es un milagro, una pócima sorprendente producida a través de un acto de alquimia caótica, donde la pulsión escópica y la adicción a la heroína se convierten en los ingredientes fundamentales para reflejar un proceso autodestructivo cuya finalidad es la de alcanzar la inmortalidad; una inmortalidad cuyo precio a pagar es la extinción del yo real a través de la transfiguración fantasmática del propio ser, que ha de verse transportado a un espacio (el del fotograma) donde se oculta la más profunda sustancia cinematográfica.
Iván Zulueta consigue con Arrebato (quizás de manera accidental y, sin duda, muy accidentada) una película que se posiciona por encima del mero ejercicio metalingüístico para retratar la huella impresa por la creación cinematográfica como un acto de pasión violenta que deriva en peligrosas consecuencias. De esta manera, la cámara de Super 8 que Pedro (Will More) utiliza de forma compulsiva en su inicialmente infructuoso intento por capturar la auténtica esencia del cine termina por convertirse en un monstruo mecánico, tan bello y sugestivo como feroz e implacable, que reclama con avidez omnívora imágenes con las que alimentarse y que paulatinamente va fagocitando al cineasta (y al espectador) hasta vampirizarlo totalmente.
José Sirgado (Eusebio Poncela) y Pedro P., nombre que remite directamente a Peter Pan en una nada sutil referencia al miedo a crecer que padece este personaje, personifican distintos aspectos de la poliédrica personalidad de Iván Zulueta y funcionan como alter-egos del propio cineasta. Mientras que José Sirgado, un director de cine profesional especializado en películas de terror de serie B, representa al autor que produce su obra amoldándose a la industria para terminar desencantado; Pedro P. simboliza la experimentación, la libertad creativa y la necesidad de practicar un cine más personal y arriesgado. En este sentido, los dos cineastas que aparecen en la película son una amalgama de aquello que Zulueta aspiraba a ser (un realizador de cine de género que factura productos dentro de la industria) y lo que realmente era (un visionario chiflado, superdotado para la creación fílmica pero incapacitado para someterse a los dictados fabriles que conlleva la producción cinematográfica). Arrebato es, entre otras muchas cosas, una reflexión de su autor sobre esta condición esquizoide del proceso creativo que se verá zanjada violentamente cuando la esencia depredadora del cine se imponga como único demiurgo posible a través de ese terrorífico tomavistas vampiro que terminará por devorarlos a ambos.
Otra de las grandes cuestiones tratadas en Arrebato es la del poder que tiene el fetichismo como instrumento para ralentizar el paso del tiempo durante el momento de admiración de la reliquia que induce a la pausa. Esta posibilidad de permanecer colgado en ese instante de éxtasis eterno es proporcionada a través del acto litúrgico de contemplar el objeto deseado. La secuencia en que Pedro muestra su álbum de cromos a José Sirgado no solo supone una magnífica y apasionada exposición teórica de lo que supone este lapso asombroso del arrebato, sino que la cámara de Zulueta es capaz de transmitir esa sensación de visión-táctil al espectador mediante una representación cinematográfica que otorga una gran importancia a la fisicidad del álbum, ensalzando así el valor prodigioso del objeto como catalizador de emociones. Los primeros planos del dedo de Pedro que se desliza por el álbum acariciando los cromos de manera lasciva se deleitan en enfatizar la textura porosa del papel, la rugosidad del álbum desgastado por el manoseo y el impacto de los colores saturados que desprenden las imágenes granulosas y degradadas de los fotogramas de Las minas del rey Salomón (King Solomon’s Mines; Andrew Marton y Compton Bennett, 1950).
Estamos ante un auténtico ovni cinematográfico, un perro verde del celuloide alucinado en el que su autor conjuga con una habilidad tan genuina e ingenua que parece fortuita inquietantes elementos temáticos y estilísticos del fantaterror con una gramática fílmica que abraza el lenguaje de la vanguardia experimental sin ambages. Como explica Zulueta a Andrés Duque en esa confesión descarnada que es Iván Z (2004), la posibilidad de rodar Arrebato surgió de forma un tanto apresurada partiendo de un guion escrito ex profeso para adaptarse a un presupuesto ajustado. La espontaneidad con la que se materializó la peripecia de llevar a cabo el proyecto obligó al equipo a organizarse casi de un día para otro. Esta falta de planificación a la hora de comenzar el rodaje hizo que Zulueta se entregara con pasión febril a la tarea de trasladar a la narrativa audiovisual un guion que retrospectivamente se nos ha revelado como una auténtica catarsis personal, tal fue la intensidad del trabajo y el esfuerzo que vertió el autor en la realización de su obra que, como él mismo reconoce en el documental de Duque, cuando la terminó quedó demasiado vaciado.
Esta desorganización en la gestación del filme y la anarquía que impulsaba el funcionamiento de los actores y del equipo técnico durante el rodaje se transfieren a la propia estructura narrativa de la película, que adquiere la forma de un relato fragmentado en el que se produce una deconstrucción abstracta de la historia. Esta imprecisión termina por convertir la película en una suerte de puzle demencial que altera la percepción del espectador para potenciar una sensación de confusión que repercute en la propia extrañeza que genera el enfrentarse a su visionado. No estamos, por tanto, ante un experimento articulado desde la premeditada escrupulosidad narrativa que pudieran tener, por ejemplo, los filmes de Alain Resnais, sino ante una huida hacia delante marcada por las continuas dudas y posiblemente plagada de numerosos errores que, sin embargo, de manera imprevista (y por ello absolutamente irrepetible) termina configurando un artefacto anómalo e imperfecto que nace del caos para ofrecernos una mirada al abismo tan peligrosa como fascinante.
Arrebato es, en definitiva, una película vampiro, una bestia depredadora que absorbió la fuerza vital de su creador dejándolo tan exhausto que después de terminarla sufrió un derrumbe físico y un colapso mental que lo llevaron a desaparecer de la escena pública durante más de una década. Zulueta decidió abandonar las tentaciones que ofrecía la vorágine madrileña y se retiró a la casa de su familia en Donostia donde residió hasta su muerte.