La última película de Cristi Puiu es una bofetada en la cara para cualquiera que se espere, no ya una comedia, sino una película con cierto sentido de la amenidad y/o el ritmo, una bofetada más o menos como las que se lleva uno de los criados por mearse en en el té. El que le da la galleta es István, el criado principal, que está dónde está porque no solo lo acepta (su puesto en la casa y en la vida), sino que lo hace con orgullo, y gracias a su empeño en el servicio, el señor y sus amigotes no degustarán l’eau de pénis. Ajenos a este pequeño incidente (una de las pocas muestras de humor de la película, que es prácticamente invisible, aunque aparece en determinados momentos soterradamente), Nikolai, el dueño y señor, junto con su esposa Olga, son los anfitriones de un curioso grupito de individuos de la alta sociedad rusa. A finales del siglo XIX, época en que transcurre la reunión, no existían las videoconsolas ni los karaokes, así que los amigos se dedican a debatir en francés, como buenos aristócratas del fin du siècle ruso. Discuten, o como decía, debaten, pues no son muy de alzar la voz, sobre (tampoco existía la liga de fútbol) si es posible la justificación moral del asesinato, el destino de Europa, el bien y el mal, Dios y el Diablo, con sus correspondientes derivadas, a modo de partido de tenis dialéctico, mientras se toman un apéritif, degustan les viandes o un buen cognac, e incluso el té que se ha encargado de salvar István, el héroe anónimo.
La puesta en escena de Puiu, que secuencia su obra en seis capítulos, uno por personaje principal (tiene el detalle y la conciencia de clase de incluir a István, una vez más, que le indica al coronel postrado en la cama que las voces que cantan La internacional son los obreros de la fundición, que quieren trabajar menos y ganar más, habráse visto) es sobria pero también rigurosa, y en este sentido cada capítulo se aborda de forma diferente, pero sin apenas variaciones dentro del mismo (cámaras fijadas en cada personaje, que se van alternando con sus turnos de palabra mientras estos están sentados a una mesa redonda; un plano lateral de la mesa de la comida, donde no veremos a los que están de espaldas, mala suerte; plano general de una habitación donde dialogan de pie, prácticamente inmóviles desde sus posiciones, como si fuesen setas), salvo quizá alguna fuga para ver cómo está el servicio e incluso, en un momento dado al final del tercer capítulo, los protagonistas se verán obligados a levantarse de la mesa al no recibir la obligada visita de István y/o compañía tras agitar la campanilla no una ni dos, sino más veces, cuando irrumpe una misteriosa música que se interpone a sus dimes y diretes, y serán, por tanto, seguidos por la cámara, rompiendo así el rigor esquemático de la escena del mismo modo que se rompe la armonía durante el té con pastas. Incluso podríamos decir que se rompe el tejido de la realidad durante unos instantes, pues el violento desenlace de la secuencia al que más adelante no habrá alusión alguna le otorga un aura onírica, surreal, o incluso, hilando muy fino, de visión premonitoria, pero es algo que no se sabrá, permaneciendo la naturaleza del momento sepultada en el misterio.
Por si no queda claro, el grupo de amigos son de esos que se llenan la boca cuando hablan de moral, pero son capaces, mientras debaten distraídamente la mejor ruta para llegar a Könisberg, de juzgar con la mirada cómo se hace una cama (hay mucha mala baba cuando se corta a este plano en el que la criada tiende la sábana, invitando a pensar que quizá lo hace sobre el cuerpo sin vida de Olga, que cae desmayada en la secuencia anterior) cuando probablemente no lo han hecho una sola vez en su vida. Mentiría si digo que los doscientos minutos que dejan al Stalker de Takovski a la altura de blockbuster de palomitas y que han florecido (como una de esas setas, otra vez las setas, que están en este mundo para disfrutar, o para ser devoradas por el hombre, no queda claro; en realidad queda transparente) de las palabras de Vladímir Soloviov, coetáneo de Dostoievski y Tolstoi, se pasan en un suspiro, pero insisto también en que se le puede coger el punto a su humor cabronaso (otro ejemplo: cuando Nikolai se saca una Santa Biblia de no se sabe dónde para cantarle las cuarenta, y con saña, a su propia esposa) e incluso enfrentarse sin miedo, pero sí con respeto, a las ideas de Soloviov con un pequeño retrato de la Rusia previa a la Revolución de fondo (pero en primer plano).