Bigbug, de Jean-Pierre Jeunet

El fatídico destino de Jean-Pierre Jeunet

BigbugHubo un tiempo, cuando formaba tándem con Marc Caro, en que la hiperbólica caligrafía fílmica de Jean-Pierre Jeunet estaba a disposición de narraciones que conjugaban con gran talento una incomoda extrañeza, próxima a lo terrorífico, con un humor absurdo que potenciaba una sensación de inquietud muy perturbadora. De aquella colaboración, surgieron dos películas en las que ternura y crueldad se fusionaban en un sorprendente acto de alquimia cinematográfica que tomaba el cartoon más desmadrado de Tex Avery, el minimalismo expresivo de Jacques Tati y el barroquismo formal de Terry Gilliam para crear un estilo con una personalidad tan extravagante como arrolladora. Esto hizo que dos joyas como Delicatessen (1991) y La ciudad de los niños perdidos (La Cité des enfants perdus, 1995) se convirtieran en películas de culto instantáneo y sus servicios fueran reclamados por 20th Century Fox para hacerse cargo de Alien: Resurrección (Alien: Resurrection, Jean Pierre Jeunet, 1997); Caro se encargó de la dirección artística y de desarrollar los storyboards de esta estimable cuarta parte de la saga iniciada por Alien el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979), mientras que Jean-Pierre Jeunet asumió, por primera vez, la dirección en solitario.

Tras la que sería su única experiencia estadounidense, los caminos de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro se bifurcaron. En Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, 2001), quizás para desmarcarse de sus obras junto a Caro y subrayar así la ruptura de su colaboración para reafirmarse como autor individual, Jean-Pierre Jeunet reformuló la esencia oscura y perturbadora de sus anteriores trabajos para realizar una película mucho más luminosa y humanista. Amélie es, por tanto, un filme excesivamente amable que reniega de esa fascinante incomodidad que transmitían Delicatessen y La ciudad de los niños perdidos para deleitarse en la exposición preciosista de una bonhomía hipertrofiada que despierta una antipatía visceral en ciertos espectadores. Pese a que sigue utilizando recursos estilísticos propios de su cine anterior (uso de grandes angulares, saturación de los colores, angulaciones de cámara extravagantes, etc.) Jeunet invierte el significado de estos mediante una puesta en escena que se aleja del ambiente opresivo característico de sus primeros filmes para potenciar mediante un virtuosismo indudable una representación de la ciudad de París que se revela como proyección poética de la mirada almibarada de su esquizoide protagonista. Esta reconversión del cine de Jeunet le proporcionó el mayor éxito de su carrera. De esta forma, Amélie supuso un hito que lamentablemente marcaría el posterior desarrollo de la filmografía del director galo hacia un cine cada vez más edulcorado e inofensivo que perseguía repetir a toda costa el suceso de este filme, cayendo así en una serie de desastrosos intentos fallidos por replicar su esencia.  

Bigbug

Llegamos así a la película que nos ocupa. Bigbug, primer largometraje de Jeunet después de casi una década, pretende ser una sátira bajo la apariencia de una ciencia-ficción distópica que debe tanto a Isaac Asimov como a Les Humanoïdes Associés y las bizarras historietas que estos autores publicaron en la mítica revista gala Métal Hurlant. En la película se presenta un futuro hipertecnologizado en el que los seres humanos dependen plenamente de la Inteligencia Artificial para satisfacer sus necesidades. Lo más interesante que plantea Bigbug es la dualidad que se da entre las distintas inteligencias artificiales que aparecen en la película. Por un lado, tenemos a los robots y androides domésticos, que están al servicio de las personas y aspiran a alcanzar una humanidad que les resulta tan fascinante como incomprensible; por otro, están los Yonyx (François Levantal), androides fascistas que quieren imponer un régimen tecnológico totalitario para someter y eliminar a la especie humana. El último filme de Jean-Pierre Jeunet se abre con una secuencia en la que se nos muestra un programa de televisión titulado Homo Ridiculus en el que dos Yonyx pasean a unos humanos ataviados como perros que se dedican a orinar en farolas y a olerse el trasero. Estamos ante una presentación tan poco sutil como engañosa, pues se nos da a entender que los temibles androides, cuyo diseño remite claramente al creado por el genial Rob Bottin para el cuerpo biónico de Alex Murphy (Peter Weller) en Robocop (Robocop, Paul Verhoeven, 1987), han tomado el mando cuando, como pronto descubriremos, no es así, al menos de momento. A golpe de mando a distancia, Jeunet nos adentra en el que será el escenario principal del filme. Se trata de una vivienda unifamiliar plenamente robotizada y situada en una zona suburbial de una ciudad indeterminada, que nos hace pensar inmediatamente en la casa de Mi tío (Mon oncle, Jacques Tati, 1958), donde los personajes van a quedar encerrados durante gran parte del metraje de la película. En este aspecto, Jean-Pierre Jeunet utiliza con cierta habilidad la ambigüedad, al dar a entender que se ha producido una rebelión global de las máquinas y por eso los humanos han sido aislados en la casa. Este enclaustramiento involuntario da lugar a una serie de desavenencias y acercamientos entre los personajes y, sobre todo, a unos divertidos planteamientos robóticos sobre la condición humana que proporcionan algunos de los momentos más gratificantes de la película. Sin embargo, Bigbug adolece de una serie de defectos que terminan por expulsar al espectador: intenta ser una sátira, pero demanda urgentemente una mayor carga vitriólica en su sentido del humor para obtener un resultado mínimamente hiriente; el retrofuturismo estético de una dirección de arte influida por Los Supersónicos (The Jetsons, Hanna-Barbera, 1962-1987) queda diluido por una posproducción demasiado recargada que afea tremendamente el resultado formal definitivo y, sobre todo, el guion de la película está mal estructurado y resulta tan confuso como inocuo en sus planteamientos críticos.