He sobrevivido a la Muestra Syfy 2022, la decimoctava ya, pues afortunadamente existe la sala 2 del Palacio de la Prensa, que aun así no se libra de algún iluminado que piensa que en las distancias cortas, y con su sabia prosa a voz en grito, tendrá el mismo éxito que el del anuncio de Brummel. La mejor película, y con diferencia (aunque reconozco que no pude ver todas), la vi el jueves, en la presentación: El regreso de Scott Derrickson con The Black Phone, una fiel adaptación, aunque con interesantes añadidos, del cuento de Joe Hill incluido en su antología Fantasmas de la que escribiré un texto aparte con motivo de su estreno en poco menos de un mes. De Inexorable, Freaks Out y The Boy Behind the Door ya escribimos en las crónicas del último Festival de Sitges, así que las dejaré de lado y me centraré en comentar los otros ocho títulos vistos estos días.
Settlers, de Wyatt Rockefeller
Quizá Settlers no sea una película repleta de ritmo, y puede que tampoco lo que se espera en una cita como el syfy, pues su premisa de ciencia-ficción no es más que un mcguffin. También puede que sus cuatro partes bien diferenciadas (separadas por sorprendentes giros violentos) estén descompensadas, pero al menos podemos reconocer que va de menos a más, y precisamente por la forma que tiene de tomarse su tiempo podríamos decir que de alguna manera cuenta, a nivel microcosmos, la historia del declive de nuestra civilización. Un matrimonio y su hija comparten una aparentemente idílica existencia en una colonia marciana, pero por supuesto no todo es tan bonito como parece. La irrupción de unos extraños provocará que nada vuelva a ser lo mismo en una historia que se prolonga doce o quince años y en la que se dan cita diversas situaciones, fases al fin y al cabo, que encajan perfectamente dentro del cine de género en distintas vertientes: un encierro forzado y westerniano, una breve home invasion, un síndrome de Estocolmo con el deseo de venganza siempre en estado latente, un escenario de cine (post)apocalíptico con un hueco para la esperanza, e incluso el cine familiar encarnado en un robot de latón tan entrañable como, y esto es paradójico, escasamente dotado de sentimientos. Al final, otra paradoja, la película de Wyatt Rockefeller es prácticamente una epopeya, y sin embargo se acerca más a una pieza de cámara que al cine de aventuras.
Let the Wrong One In, de Conor McMahon
Esta cinta irlandesa comienza como un trasunto de Veneciafrenia en Transilvania, con el turismo nocivo, en este caso una despedida de soltera, que termina siendo ajusticiado por la tradición local. Es una película curiosa por varios motivos, entre los que destacaría la comparación de la drogadicción con el vampirismo ligada a la acertada elección de convertir a un yonki en vampiro. Su introducción es llamativa, gracias a la intervención de un par de hits de distintas épocas (Take me Out de Franz Ferdinand y Blister in the Sun de Violent Femmes) que otorgan un estilo de feelgood movie en plan bien, pero el ritmo desciende mucho durante el nudo, en el que la sensación es la de estar viendo un cortometraje extendido, con una narrativa teatral que apenas sale de una localización, o da esa sensación, porque las pocas secuencias de exteriores no aportan gran cosa. Sin embargo, toda la parte final, desde que el garito vampírico hace acto de aparición, hay un subidón digno de la fiesta que presenciamos, y a pesar de que en conjunto hayamos visto un film descompensado e irregular, la sensación final es otra, hay cierta personalidad en la realización de Conor McMahon, autor también del guion, aunque sea a base de planos oblicuos y vistosos y esquinados ángulos de cámara, también algunos tics como el zoom, que estoy dispuesto a perdonar pues no se abusa de él, a los que hay que añadir unos efectos especiales de chichinabo pero entrañables y resultones, y un sentido del humor tan irlandés como el acento de sus personajes, entre los que se incluye un taxista cazavampiros.
Sky Sharks, de Marc Fehse
No soy ningún experto en el subgénero de tiburones «exóticos» en el que se incluyen Sharknado (Anthony C. Ferrante, 2013) y sus secuelas, Megalodon (The Meg, Jon Turtletaub, 2018), DinoShark (Kevin O’Neill, 2010), Sharktopus (Declan O’Brien, 2010) o Megatiburon contra pulpo gigante (MegaShark vs. Giant Octopus, Jack Perez, 2009) y seguramente algunas decenas más. De hecho esta es la primera película que veo perteneciente a esta tipología plagada de escualos con comportamientos que van en contra de las leyes de la biología, por decirlo de algún modo. A pesar de ver en la sinopsis las palabras zombis, nazis y tiburones modificados genéticamente, es imposible no sentirse desconcertado después de los primeros minutos. Hay una mínima presentación de personajes metidos en un vuelo a NY, a priori potentes para pasar un rato divertido como por ejemplo un sacerdote expandillero, que no presagiaba que fuesen a cargárselos inmediatamente, decapitaciones con chorros de sangre digital mediante, para a continuación dar paso a unos créditos windingrefnianos. Pero no encontraremos mucho más de lo que esos diez primeros minutos prometían en el resto del metraje. Está muy bien sacar los intestinos a alguien para ahorcar con ellos a otra persona, o mezclar a Kreator con Vamos a la playa de Carmelo La Bionda y Stefano Righi, pero esos excesos hemoglobínicos y un par de breves escenas de sexo tan gratuito como teñido de sangre, apoyados en un chusco uso del CGI que apunta a cero pretensiones (genial, por otra parte, así nadie se lleva a engaños), y sus acompañamientos musicales se condensan en veinte de los cien minutos que dura el film, cuyo principal problema es tomarse demasiado en serio a sí mismo, diluyendo todos esos aciertos entre cháchara vacua tratando de dar una consistencia argumental y unas explicaciones que nadie necesita (que hay zombis nazis a lomos de tiburones voladores, por favor). Tampoco ayuda la propaganda de reclutamiento que invoca el recuerdo de Starship Troopers (Paul Verhoeven, 1997), que son palabras mayores pues la comparación ni siquiera es planteable. Me ha hecho añorar Iron Sky, que no me gustó especialmente, y siento que si se hubiese eliminado la paja y se hubiese dejado solo la chicha habría quedado un cortometraje de lo más entrañable.
The Advent Calendar, de Patrick Ridremont
El film de Patrick Ridremont se abre con Eva nadando en la piscina, donde un desconocido intenta ligar con ella. Cuando este descubre que es parapléjica se aleja intimidado. En los primeros compases del film vamos viendo los distintos comportamientos de la gente ante la diferencia: compasión, burla y aprovechamiento (ya hay que ser mala persona, pero al menos la justicia poética hace acto de presencia), incomprensión, condescendencia. Eva ha recibido como regalo un calendario de adviento, esa antigua tradición alemana que alimenta la ansiedad de los infantes por la llegada de la Navidad. No imagina que se trata de un objeto maldito como el cubo de Hellraiser, como la muñeca Anabelle, como el vestido de In Fabric. Y así, aunque el film comienza, formalmente hablando, como lo que podría ser una historia de Polanski, a medida que el calendario va imponiendo sus mefistofélicas condiciones y ejerciendo su juego de poder con la protagonista, se va transformando en algo más cercano a un Gaspar Noé, con una fotografía poderosa que se va nutriendo de rojos y azules, jugando con la iluminación, acompañando visualmente la idea de una posible locura, para terminar como un Suspiria (Dario Argento, 1977), aunque más por la danza en un entorno enrarecido que por cualquier otra cosa. La aparición de una criatura que nos acerca al terror más convencional en detrimento de lo que estaba siendo un agradable suspense llega, en cualquier caso, en el momento adecuado para romper con la monotonía del paso de los días y las pequeñas tragedias cotidianas que acarrean las maldiciones.
Slumber Party Massacre, de Danishka Esterhazy
The Slumber Party Massacre (Amy Holden Jones, 1982) encabezó una trilogía de slashers escritos y dirigidos por mujeres. Aunque las intenciones de su coguionista Rita Mae Brown fuesen bien distintas, esta fue apartada del proyecto (que inicialmente iba a dirigir) y la película finalmente se quedó en la fiesta de unas chicas en pijama en una cabaña en el bosque, atemorizadas y masacradas por un asesino en masa y su taladro, con las muchachas enseñando un poco las tetas, comportándose de forma estúpida y acogiéndose al machismo imperante en la sociedad de la época como si no existiese otra opción. La versión de 2021, desarticulada (con el artículo ‘The’ amputado de su título), nuevamente dirigida y escrita en femenino, nos ofrece todo lo que se podría esperar de una actualización de aquella en esta nuestra era woke: caña a la estupidez emparejada a la toxicidad masculina, a la presunción de inocencia tras la que suele esconderse la cultura de la violación, con algunos chistes buenos (la escena de la ducha o la de la batalla de almohadas; el «aliado» con una camiseta con el mensaje Bros before hoes) y el resto es, a simple vista, pura brocha gorda, un womansplaining sobre el patriarcado que a posteriori pienso que está escrito para gritar a los hombres: «esto es lo que tenemos que aguantar nosotras, gilipollas», y en ese sentido pues tiene hasta gracia ya que lo que realmente pensaba al verla era ¿pero que es esta puta mierda?, ¿son necesarios estos subrayados? y a lo mejor es simplemente una forma de ponernos en su lugar y hacernos sentir lo que ellas sienten seguramente más a menudo de lo que pensamos. Al margen de que funcione mejor como comedia que como film de género, siempre que comulguemos con lo anteriormente expuesto, Slumber Party Massacre tiene también un par de giros argumentales que se salen de lo común, y hay que reconocer que, aunque sea por unos minutos, cada uno de ellos consigue que recuperemos el interés en una cinta que me ha gustado más pensada a posteriori que durante su visionado.
Night Raiders, de Danis Goulet
La película nos presenta un futuro distópico, no tan lejano en el tiempo, y quizá tampoco en similitud, de nuestro presente, en el que después de una guerra civil en los EE.UU. el estado se apropia de los niños entre cuatro y dieciocho años para crear adeptos al nuevo régimen y entrenarlos militarmente, y por supuesto persigue a todo aquel que oculte o proteja a algún menor del alcance de sus garras. La clase media ha desaparecido y solo hay ciudadanos de primera y de tercera, entre los que por supuesto hay rebeldes, concretamente una tribu indígena, ficticia, pero que también podría ser real, y que pretende recuperar a sus niños gracias a la salvadora de la que habla una profecía. Lo que está ocurriendo con las armas en el país es solo un pequeño indicativo de tantos que consigue que un futuro tan degenerado no nos resulte descabellado. A pesar de una casi nula puesta en escena, la película remite visualmente a series como The Walking Dead (Frank Darabont, 2010- ) o videojuegos como The Last of Us (Naughty Dog 2013), escenarios postapocalípticos fruto de epidemias (virus o muertos vivientes, el resultado es el mismo), pero nos habla del resultado de una Guerra Civil, y aún así resulta creíble. El gobierno totalitario es representado simplemente por los cuerpos policiales y drones inteligentes. El mal sin un rostro reconocible, en su misma esencia.
The Cellar, de Brendan Muldowney
El punto de partida lo hemos visto en muchos telefilms, también en muchas películas de género, y en mucho telefilm de género, que no deja de ser un subgénero. La familia que se traslada a una enorme casa en medio del bosque, que necesita alguna que otra reforma y que tiene un sótano algo peculiar. Las interpretaciones no son convincentes e invitan a desear una muerte lenta y dolorosa a todos y cada uno de los personajes, un deseo que no será satisfecho, pues desgraciadamente no estamos ante ese tipo de película. La cosa parece ganar algo de interés cuando descubrimos que el sótano que alberga la casa parece una de esas estructuras imposibles como la que narraba Mark Z. Danielewski en Casa de hojas o ese territorio fantasmal del desenlace de Insidious (James Wan, 2010), y por un momento llegamos a pensar que la historia puede tener algo de miga, pues el anterior dueño de la casa fue un matemático ocultista y/o satánico (no me queda claro) interesado en la búsqueda de dimensiones desconocidas. Pero cuando vemos el desarrollo de la «investigación», plagado de pretendidas matemáticas tan ridículas como inexistentes, personajes accesorios encajados sin calzador (la visita a la anciana hija del antiguo morador o al profesor que heredó su despacho en la universidad son de juzgado de guardia) nos llevamos las manos a los ojos, para tapárnoslos, claro. Si nos los hubiésemos arrancado o al menos no dejásemos una rendija abierta seguramente nos habríamos ahorrado la presencia demoníaca en forma de figura cabría, tal vez lo mejor de la película aunque parezca un disfraz comprado en un bazar. Después de eso lo mejor es respirar profundo y contar hasta diez (o hasta tres millones) y confiar en que la película termine y se nos vaya de la cabeza.
Virus 32, de Gustavo Hernández
Gustavo Hernández es autor de La casa muda (2010), 78 minutos de plano secuencia en una casa embrujada, más atmosférico que terrorífico y que, más allá de la virguería que supuso en un momento en el que no estábamos tan saturados con este tipo de filigranas por las que reconozco que tengo debilidad, no recuerdo que me dejase especialmente marcado cuando la vi en Sitges hace poco más de una década. Su nuevo film comienza también con un largo (y, por supuesto, falso) plano secuencia bastante llamativo por su forma de encajar varias localizaciones y personajes que incluso incorpora un dron que sobrevuela la ciudad para pasar de uno a otro lugar. Tras los créditos la película ya entra en una narrativa más convencional y encontraremos un virus que convierte a la población infectada en individuos agresivos muy similares a los de 28 días después (28 Days Later…, Danny Boyle, 2002). Hernández nos cuenta la odisea de una madre, que ya perdió a un hijo en el pasado y sobrelleva como puede el peso de la culpa, para proteger a su hija en un enorme edificio abandonado donde trabaja como vigilante y que, por supuesto, se ve asaltado por varios infectados. Una película angustiosa que juega con la sensación de encierro que compartimos con la protagonista, y no ofrece nada que no hayamos visto antes en el género (lo de los 32 segundos de calma entre ataques no pasa de la pura anécdota, al margen de que no está explicado muy allá y es tan gratuito como prescindible) pero me convence su parte esperanzadora (en el sentido de no trágica). Yo sé que hay gente que se recrea con las miserias ajenas en pantalla grande: adicciones, relaciones toxicas, enfermedad y muerte, pero en los tiempos que corren cada vez valoro más dos cosas muy concretas: la comedia y la esperanza. Aquí de lo primero ni la hay ni se la espera, pero sí de lo segundo. Y si además me recuerda un videojuego de mi preadolescencia, no puedo pedir más. En determinado punto del Prince of Persia original, suicidé varias veces a mi personaje ante una situación de encierro que parecía infranqueable. Hasta que un día esperé y esperé, pensando en como podría escapar, quizá mientras merendaba un sándwich, y tal vez no demasiado, pero sí más de lo que las otras veces había tardado en arrastrar al futuro príncipe al autoempalamiento saltando sobre los pinchos que salían del suelo. De pronto, apareció una ratita que al pisar una baldosa me abrió la puerta que me acercaba a la libertad. A la protagonista de Virus 32 le pasa algo parecido: cuando se está apuntando con una pistola a la garganta, entra una rata en escena y le devuelve la vida y la esperanza. A veces, aunque haya ganas de pegarse un tiro, hay que saber esperar.