Posibilidad de escape
Si dejamos de lado su Doctor Strange (Doctor Extraño) (2016) o el remake de Ultimátum a la tierra (2008), Scott Derrickson siempre se ha movido en las coordenadas del cine de terror, aunque siendo fieles a la verdad, mientras que sus otros films la adscripción genérica era compartida en mayor medida —con el drama procesal en El exorcismo de Emily Rose (The Exorcism of Emily Rose, 2005); con el noir en la delirante Hellraiser V: Inferno (Hellraiser: Inferno, 2000); con el policíaco en Líbranos del mal (Deliver us from Evil, 2014)— solo en Sinister (2012) se introdujo en puridad en la materia. Probablemente aquel film que también protagonizaba Ethan Hawke sea su mejor trabajo junto con esta Black Phone, y tal vez no sea casual que ambos los haya producido Jason Blum, los haya coescrito con C. Robert Cargill (con quien además también colaboró en Doctor Strange, de cuya secuela se descolgó a tiempo por tener diferencias creativas con Marvel, y por tener también un proyecto al que agarrarse, pues ya estaba escrito el film que nos ocupa), ni que en esta ocasión la película se adhiera de nuevo al cine de terror sin ambages.
Black Phone traslada a la pantalla un relato de Joe Hill incluido en su antología Fantasmas, y funciona como tal adaptación capturando todo lo que ocurre en aquel (que expone básicamente el cautiverio del protagonista en una única localización, un sótano, si exceptuamos una breve introducción que narra la abducción), pero además lo enriquece con tramas en el exterior, dotando de un contexto al protagonista, e incluso se introducen detalles sobrenaturales adicionales a los que ya aparecían en su origen literario (su hermana con poderes y las referencias a que su madre también los tenía, que acertadamente se dejan caer a plomo para que el espectador los asuma, centrándose más en otros aspectos de la historia). Probablemente los más puristas podrían decir, no sin falta de razón, que como adaptación se ha extralimitado, pero sin embargo si el objetivo es un largometraje como es el caso, el relato no pasa de la mera anécdota y era necesaria esa construcción alrededor para dotar de entidad a la propuesta.
El desarrollo previo al secuestro está ambientado en Denver, en 1979 (toda la parte del sótano sería atemporal sin ese detalle de lo que sucede en el exterior), y ello podría dar pie a un ejercicio nostálgico repleto de referencias mamarrachas a lo Stranger Things, pero sin embargo ni los temas musicales apuntan en esa dirección (Free Ride de Edgar Winter Group, On the Run de Pink Floyd o el Fox on the Run de Slade no son los hits que uno podría esperar) ni la propia historia lo hace. Los chavales van en bici, juegan al béisbol, y van a los recreativos a jugar al pinball, claro, y sí, diseccionan a la puta rana como en todas las películas y series yankis de instituto, pero también hay violencia intrafamiliar, bullying y peleas callejeras entre adolescentes tan salvajes y brutales como sangrientas. Porque Derrickson se ha basado en su infancia integrándola en la historia de Joe Hill, pero no es precisamente almíbar lo que recuerda de aquella época, cuyas vivencias le dejaron secuelas psicológicas que ha tratado con terapia, pues creció en un hogar y un barrio más que conflictivos, violentos. En una entrevista a Empire da detalles del asunto e incluso habla de que la madre de un amigo suyo fue secuestrada, violada y asesinada, en una época en que Ted Bundy y la familia Manson eran la comidilla de las conversaciones entre los adolescentes de su edad.
Ese terror hacia lo real es lo que nos debería remover más en nuestras butacas, pero Derrickson no nos libra de los jump scares que tanto le gustan, nadie es perfecto. Aquí, en cualquier caso, parecen más estudiados y son menos frecuentes que en Sinister, lo cual no quiere decir que sean buenos, pero probablemente sea una de las pocas pegas que se le puedan poner al film. Las secuencias donde se narran los instantes previos a cada secuestro son brillantes, terminando con un fundido a negro, algunas (las de los flashbacks) sin que siquiera aparezca el secuestrador encarnado por Ethan Hawke, siendo suficiente con mostrar su furgoneta, manteniendo así el misterio en torno a su figura. Su personaje, aunque tiene líneas de diálogo, no deja de ser una incógnita más allá de su rostro enmascarado, que sin embargo poco o nada tiene que ver con las encarnaciones del mal que también se escondían tras una careta en títulos clásicos del género. Es misterioso pero está muy claro que es humano, e insisto en esto, la existencia de un individuo así es lo que realmente asusta, muy lejos de lo sobrenatural, a pesar de que lo fantástico tenga su cuota de presencia en la historia tanto en los puntos ya comentados como en el antiguo teléfono colgado en la pared que da título al film, y que comunica al protagonista con las anteriores víctimas del secuestrador.
A nivel de guion la película tiene también unos cuantos aciertos. Por un lado, juega con las expectativas del espectador dotando a Finney (Mason Thames) de una vida y unas posibilidades de futuro próximas (al sentarse en clase con la chica que me gusta, por ejemplo) que se ven truncadas dejándonos con una sensación de frustración a través de ese fundido a negro que representa la sombra que le cae encima a el y a toda la ciudad, una vez más, y logrando así que empaticemos con el protagonista. También incluye algunos elementos que se plantean como alternativas de fuga (el hoyo que cava, la ventana que da al jardín, la nevera), cuyas finalidades aparentes terminan derivando en otras, también relacionadas con la posibilidad de escape, pero no como se habían planteado inicialmente; otros los hereda de la historia de Hill, como el hecho de que alguno de los espíritus se quede aferrado a algún recuerdo puntual. Es probable que sea por tradición en el género, pero nos parece natural que un fantasma se obsesione con detalles de su vida previa que quizá fueron intrascendentes en su momento y que ahora en el más allá devienen fundamentales para conservarse en el reino de la fantasmagoría.
También merece la pena destacar la banda sonora de Mark Korven, que sin llegar a la excelencia de la que Christopher Young compuso para Sinister (un trabajo que iba más allá del simple acompañamiento musical profundizando en la vía del terror expandiendo, a través de la repetición, la fuerza de unas imágenes que a veces incluso quedaban en segundo plano), como aquella, se sale de lo convencional dentro del género, resultando a la vez todo lo perturbadora que se esperaría en un título como este, que se cuenta entre los más destacados, al menos de un tiempo a esta parte, dentro de un género de terror con claros signos de agotamiento y serias necesidades de renovación.