El blockbuster como experiencia radical
Repasando el listado de películas escritas, producidas y dirigidas por George Miller y revisitando algunas de ellas con el fin de refrescar mi memoria para redactar estas breves impresiones sobre la que es en mi opinión su obra maestra, en tanto constituye la más perfecta sublimación de los elementos que definen su corpus fílmico, he podido confirmar que, efectivamente, el cineasta australiano es un autor completo y complejo. Pese a la aparente disparidad que presenta su filmografía y el eclecticismo acomodaticio que equivocadamente podríamos atribuir a algunas de sus películas en una aproximación superficial, lo cierto es que el cine de Miller desprende una extraordinaria personalidad fundamentada en su obsesión por utilizar las inmensas posibilidades que tiene la imagen cinemática como herramienta expresiva para plasmar su visión única de la representación artística en pantalla. Por otra parte, hemos de destacar que, temáticamente, todos sus proyectos cinematográficos, hasta aquellos supuestamente inofensivos por ocultarse tras la inteligente coartada del entretenimiento familiar, se asientan sobre un subtexto político que arremete contra la injusticia que prevalece en el sistema organizado y defiende la disconformidad como única alternativa para esquivar la mediocridad y superar las restricciones impuestas por el establishment.
Asimismo, resulta innegable que los cimientos de la obra del director de Las brujas de Eastwick (The Witches of Eastwick, 1987) y El aceite de la vida (Lorenzo´s Oil, 1992) se asientan sobre la saga protagonizada por Max Rockatansky, interpretado por Mel Gibson en la trilogía original. De esta manera, este joven médico con inquietudes artísticas abrió fuego en el cine aussie con la arrolladora Mad Max: salvajes de autopista (Mad Max, 1979), western postapocalíptico y ultraviolento de minúsculo presupuesto y estética comiquera que hacía de la necesidad virtud, otorgando una tremenda fuerza audiovisual a una historia de venganza con una trama argumental esquelética mediante una utilización vertiginosa del montaje apoyada en la enunciación hiperbólica y en la formulación telúrica del árido paisaje australiano dentro del plano que se convertirían en rasgos de estilo definitorios de la concepción cinética de la narrativa característica de su autor dentro de la saga Mad Max. Con este excelente debut, Miller consiguió varios logros muy importantes y gracias a esto pudo desarrollar su carrera cinematográfica. En primer lugar, inventó un subgénero que trascendió la seriedad y el pesimismo distópico de la sci-fi adulta de los 70’ para convertirse en el modelo a seguir por infinidad de filmes exploitation a partir de entonces y marcar así un nuevo camino dentro de la ciencia-ficción postapocalíptica. De hecho, la influencia de Mad Max en el cine de género contemporáneo desde su estreno se ha expandido hasta tal punto que es posible encontrar émulos, más o menos afortunados, de la saga de Miller tanto dentro del mainstream más grandilocuente como en los márgenes del cinéma bis más costroso. Además, en su ópera prima, Miller concibió a un antihéroe destinado a convertirse en un icono pop universal de manera definitiva en Mad Max 2: El guerrero de la carretera (Mad Max 2: The Road Warrior, 1981) y plantó las bases de una potente mitología que el propio cineasta expandiría contando con presupuestos cada vez más holgados en las dos secuelas que realizó durante la década de los 80’ y a la que volvería en el siglo XXI para reformularla de manera magistral en la película que nos ocupa.
El punto de partida de Mad Max: Furia en la carretera, según reconoció el propio George Miller en la muy celebrada presentación de este esperadísimo reboot realizada durante la edición del Festival de Cannes de 2015, era realizar un musical visual, una película alejada del relato cinematográfico tradicional en la cual los espectadores no tuvieran necesidad de leer subtítulos para entender su argumento. El resultado es un filme estructurado en torno a una única persecución over the top que se dilata durante sus dos horas de metraje, conformando así una experiencia puramente cinemática que funciona de manera fluida sin tener que ser compartimentada en las características set pieces que suelen articular la configuración narrativa del cine de acción convencional. Estamos, por tanto, ante un proyecto que abandona de manera autoconsciente el carácter más descriptivo del lenguaje cinematográfico para abrazar una experimentación estética que se aproxima más a la desarrollada desde las artes plásticas, sumergiéndose así en un delirio cinético basado en una noción violenta de la edición determinada por la sucesión frenética de 2700 planos perfectamente interconectados en sus 120 minutos de duración gracias a la impecable labor de Margaret Sixel que deriva en una orgía abstracta y feroz en constante movimiento que, sin embargo, articula su decurso con una precisión milimétrica que convierte su visionado en una experiencia plenamente orgánica para el espectador, que es consciente de lo que está pasando en cada momento pese al caos de la acción narrada. En este sentido, Mad Max: Furia en la carretera toma esa virulencia expositiva planteada de manera rudimentaria en su primera película para redefinirla desde el virtuosismo obsesivo del veterano Miller del siglo XXI, obteniendo así una propuesta radical y poderosa que trasciende la action movie clásica para convertir el blockbuster en una propuesta experimental y explosiva ideada para volarnos la cabeza.
Mad Max: Furia en la carretera redefine los tropos temáticos (se sitúa en una sociedad postapocalíptica afectada por una grave crisis de recursos energéticos y naturales, se produce una crítica política manifiesta en un mensaje antiautoritario y ecologista) y los atributos estilísticos (fetichismo por los vehículos a motor y la maquinaría pesada, montaje trepidante, utilización del formato panorámico e importancia narrativa del paisaje australiano como marco estético y traslación geofísica del estado psicológico de los personajes) de la saga original de Mad Max para configurar un artefacto monumental, ruidoso y salvaje que subvierte las reglas del mainstream generando una experiencia extrema que desarrolla la acción mediante una fisicidad notoria. Esto potencia la inmersión absoluta del espectador en un entorno macarra, anárquico, desolador y peligroso donde el ruido y la furia que se desprenden de cada uno de sus fotogramas nos introducen de lleno en esta impactante y vertiginosa evasión motorizada que comienza con un arrebato de disidencia nihilista para terminar convirtiéndose en un relato existencialista sobre la posibilidad de redención de la humanidad a través del derrocamiento de una avejentada y decadente dictadura patriarcal y materialista que sustenta su poder gracias al control exclusivo de los recursos esenciales.