Salvajes de la carretera
No está de más recordar cada cierto tiempo el impagable regalo que nos hacen los cineastas australianos cuando filman, rindiéndoles pleitesía, los paisajes de esa isla con vocación de continente: el tópico crítico viene a abundar en el magisterio ejercido, a este respecto, por los prodigiosos primeros trabajos del hoy lamentablemente olvidado Peter Weir, pero ni su maestría en otorgar entidad visual a los ecosistemas de su país de nacimiento constituye un ejemplo aislado, ni esta naturaleza virgen, se diría que primigenia, es la única que atrapa el encuadre cuando se deja reposar la cámara a ras de suelo. Su compatriota George Miller, cuya evolución artística le alejará, en el transcurrir de su filmografía, de los intereses compartidos con el firmante de Los coches que devoraron París (The Cars that Ate Paris, 1974) debuta tras las cámaras algunos años después con un título en el que los páramos desolados, atravesados por polvorientas carreteras que se extienden, interminables, hasta más allá de la línea de fuga adquieren gran protagonismo: en Mad Max: salvajes de autopista (Mad Max, 1979) el peso del entorno hostil se percibe, amenazador, desde el primer hasta el último minuto de su conciso metraje.
No menos tópico resultaría ubicar esta espléndida opera prima en las márgenes genéricas del western crepuscular, cuyos ecos, especialmente de la vertiente italiana, aún se dejaban oír en la lejana Australia a finales de la década de los 70: si el western clásico se definía en función de sus espacios, cuando el tránsito de las interminables llanuras norteamericanas no podía sino transformar a los hombres (y escasas mujeres) que las recorrían en pos de una esquiva quimera, el spaguetti llevaba el paroxismo, desdeñando la templanza del canon, los efectos desestabilizadores de dicha simbiosis. Con especial delectación por los estertores violentos, pura visceralidad, a los que abocaba la supervivencia en una tierra sin ley. Y sí: las resonancias del cine de Leone —y Peckinpah— reverberan, sin adulterar, en las imágenes pero entreveradas de un tono distópico, que alude sin explicitarlo al final de la civilización, del que asistimos a sus consecuencias. No se nos informa de lo que ha sucedido en la urbe que se intuye al fondo del plano pero si vemos, sin escatimar en brutalidad, el terror que se ha apoderado de las carreteras.
En contadas ocasiones el añadido español al título original ha resultado tan revelador del sentido último de una obra: los «salvajes de la autopista» que se pasean a sus anchas por los desolados parajes funcionan a nivel dramático como reflejo inequívoco del infierno posnuclear al que ha sido relegado la humanidad, en el que moral e intelecto han desaparecido al imponerse en su lugar barbarie y supervivencia. Y pese a que el modus operandi de estos sanguinarios criminales implique actuar al unísono, arrasándolo todo a su paso, Miller no escatima primeros planos, modélicamente encuadrados por el resto de integrantes de la horda, para resaltar su naturaleza pulsional; sus rostros devenidos en máscaras grotescas, desencajadas, que les emparentan con las bestias que, se diría, recorrían los páramos que flanquean las desiertas carreteras que ahora transitan sobre sus flamantes máquinas de dos ruedas. Cazadores y carroñeros, alimañas a fin de cuentas, su mera existencia justifica una respuesta a la altura de la amenaza que encarnan: la de los guardianes de la ley, encargados de poner coto a sus desmanes. Cueste lo que cueste.
Si una cualidad ha perdido el cine comercial con el transcurrir de los años, en el que cabe encuadrar a Mad Max —pese a sus evidentes estrecheces presupuestarias— en su condición de entrega inaugural de una saga erigida a partir de las libérrimas aportaciones de sus sucesivas continuaciones es la de ser capaz de mostrar, en toda su crudeza, el salvajismo del que es capaz el ser humano, sin coartadas ideológicas que valgan. Filmar desde la observación frontal la comisión de actos violentos que emanan, y aquí surge el elemento más perturbador, de la propia naturaleza atávica, regresiva, de la violencia. Con independencia del lado de la ley en que uno se sitúe. Que esta línea trazada de antemano se vuelva más permeable con el transcurrir de los minutos, sin tener que prodigarse en cansinas justificaciones que preserven la (buena) conciencia del espectador, resulta lamentablemente muy raro de ver en la actualidad, cuando en la corriente distópica inaugurada con honores por esta y otras ilustres contemporáneas, que en su modélica hibridación de acción y ciencia-ficción tendrá fértil continuidad en la década posterior, era práctica habitual: violencia arbitraria como muestra fehaciente de un mundo violento. Por arbitrario.
Furia y metal
Las tensiones de una época que levantó acta del fin de la inocencia, o visto lo que ha venido después cuando menos del principio del fin, toman cuerpo en las proteicas imágenes de esta obra, proyectándose hacia un futuro apocalíptico a partir de determinados elementos temáticos y estéticos que remiten, inequívocamente, a la década de los 70: si la banda de sanguinarios moteros podría perfectamente pegar sus ruedas a las de sus contraculturales colegas de Easy Rider (Buscando mi destino) (Easy Rider. Dennis Hopper, 1969), sus celosos perseguidores, embutidos en sus ceñidos uniformes de cuero negro, parecen escapados de algún cuarto oscuro como los visitados en A la caza (Cruising. William Friedkin, 1980), lo que no va a la zaga —¿Quizá un detalle avieso de un socarrón George Miller— del exceso testosterónico que aqueja al grueso de estos defensores del orden, en especial al compañero de Max (Mel Gibson), en un estado de combustión permanente que le llevará, inapelable determinismo, a arder en su propio hoguera. Si en 1979 resultaba difícil intuir que este joven de 23 años terminaría por convertirse en una de las estrellas más rutilantes de Hollywood, es precisamente la limpieza de su mirada la que posiciona al espectador en el relato. El rostro de la contención rodeado de estridencias.
Desde su primera aparición en pantalla queda claro que Max es un profesional del exterminio, lo que conlleva que no le tiemble el pulso cuando de eliminar malnacidos se refiere, pero sin aspamientos ni golpes en el pecho. En la primera de sus célebres encarnaciones neuróticas Mel Gibson confiere a su héroe por antonomasia un hieratismo que, sumado a su parquedad expresiva, le impele a sepultar en su interior el caudal de emociones primarias que se desatará, inevitablemente, cuando se produzca la tragedia: esa que intuimos desde los primeros minutos de metraje pero que, una vez que se desencadene, ha de dejarnos sobrecogidos. Si el retrato de la vida familiar del protagonista ni resulta novedoso ni lo pretende, en un título que sabe integrar los tópicos del género en la narración renunciando sabiamente a recrearse en ellos, la muerte de su esposa e hijo llega sin anunciarse: resuelta en off visual, tras una escueta sucesión de planos, superponiendo sobre el horizonte yermo los restos del drama el tiempo suficiente como para que mantener la vista sobre la pantalla duela. Sin subrayados melodramáticos. Toda una lección de puesta en escena.
Que no constituye un hallazgo afortunado en una obra que, desdeñando su condición de opera prima, está cuajada de ellas: de manera coherente con el corolario de que la muerte llega sobre ruedas, las persecuciones automovilísticas que inician y clausuran Mad Max son un prodigio de ritmo, dinamismo y visceralidad, resaltando en el caso de la segunda su condición expiatoria, de ajuste de cuentas con unos villanos que, hasta entonces, no eran sino meros objetivos de un día de trabajo. Detengámonos en la primera: si prestamos atención a la sucesión de planos que la conforman muchos de ellos se articulan a través de posiciones fijas de cámara que duran el tiempo suficiente para que veamos los vehículos avanzar, a toda velocidad, por el encuadre. Un elogio de la profundidad de campo que amplifica exponencialmente el vértigo que cabe exigirle a una secuencia de acción, cuando sus responsables se toman en serio su trabajo, asimismo beneficiada por una labor de montaje que cabe considerar de excepcional. Ante todo por integrar armónicamente en la misma secuencia panorámicas, planos medios y primeros planos. Rostros desencajados ante la inminencia del impacto recreándose, con puntilloso detallismo, en la cualidad sobrecogedora de la destrucción.
Un ideario, el que emana de la conjunción de furia y metal, que ha sentado cátedra en el mejor cine de acción y que el propio George Miller ha sabido hacer suyo, amplificando exponencialmente barbarie y escapismo, en su saga de cabecera. Desposeído de atributos humanos, brutalmente cercenadas sus razones para vivir, al Max que parece condenado a recorrer, a lomos de su flamante bólido, los desolados parajes en los que moran, a duras penas, los escasos supervivientes del cataclismo no le queda sino convertirse en leyenda, trasmitida de boca en boca por aquellos a los que su mera mención insufla coraje. Confianza en poder sobrevivir a los peligros de ese deshumanizado mundo futuro. Para llegar a la mítica que preside Mad Max 2: el guerrero de la carretera (Mad Max 2: The Road Warrior, 1981) hace falta otorgarle a nuestro héroe un pasado: ese que más que contar muestra una obra sin la cual no se puede entender la evolución posterior de ese cine que amalgama subversión con entretenimiento, proyectando una mirada febril hacia el peor de los futuros posibles.