70 Festival de San Sebastián. Misterios

La normalidad ha reconquistado finalmente San Sebastián, donde estos días la gente ha poblado generosamente sus salas de cine, sus fiestas, sus bares y demás lugares de fricción social, para celebrar otra edición de su Festival de Cine, tan asentado en su modelo, tan continuista y tan instalado en la normalidad (que, todo sea dicho, también nos hace regresar año tras año). Incluso dejaba cierta sensación de regreso a un nivel promedio tras la excelente cosecha del año pasado,
beneficiada por el barbecho de 2020. Considerando el conjunto de sus secciones y la inevitable parcialidad de la selección de películas vistas, muy pocas obras han deslumbrado, pero el nivel medio ha rayado a buena altura. Esto se hace extensible a una sección oficial donde el film colombiano Los reyes del mundo y su directora Laura Mora se alzaron con la Concha de Oro con otra historia sobre un grupo juvenil abocado a sufrir e infringir violencia. Mora sale airosa del empeño buscando un tono y unas soluciones visuales que nos ahorren los elementos más gráficos del relato mientras explora su vena poética, pero no deja de sumarse a otros títulos como Monos o La jauría (que también se pudo ver estos días) que parecen ir delimitando el estereotipo festivalero del cine de su país. Un film estimable que nos ha ahorrado las agrias polémicas que a veces acompañan al fallo del jurado, pero que no ha entrado en esta selección de lo más granado visto
estos días.

Los misterios de Laura

Trenque Lauquen fue, por calidad y también por duración, la gran película de la última edición del festival donostiarra, un festín narrativo de cuatro horas de metraje que encuentra su referente más obvio y natural en el cine de Mariano Llinás, viejo colega de la directora en la productora El Pampero. Es una obra al tiempo humilde y ambiciosa, pequeña en cuanto a nivel de producción y grande en espíritu, en la libertad que se otorga para desplegarse ante nuestros ojos.

Trenque Lauquen

Nos adentramos por sus meandros narrativos con la desaparición de una mujer, Laura, y por similares veredas saldremos de la ficción. Entre medias, asistimos a la búsqueda de este personaje y a otros dos misterios que habían surgido a su alrededor durante su estancia en la localidad de Trenque Lauquen, cuando todavía no estaba ausente. El primero sería un misterio del pasado, más bien de biblioteca, y el segundo un misterio del presente, más bien de trabajo de campo, articulando
las dos partes en las que se ha dividido la proyección. De esta manera, el placer por el relato nos lleva de la mano en diversas líneas temporales que se van abriendo camino a través de la compleja estructura del film, alternando diferentes puntos de vista, también a través oralidad de los personajes, con flashbacks que pueden entrar en modo matrioshka. Incluso podemos encontrarnos a personajes hablando a otros situados en tiempos diferentes sobre hechos que se remontan a un tercer tiempo pretérito. Es una filigrana narrativa que se regodea en su propio carácter misterioso, en la dosificación de información, en el ritmo en que esta es ofrecida a los interlocutores y, consiguientemente, al espectador, que entra a formar parte de esa red de personajes que escuchan e indagan en la cualidad misteriosa que les ofrece la realidad circundante. Por supuesto lo importante no es aquí el destino, sino el proceso; no se trata de alcanzar la resolución de las preguntas que el metraje nos va planteando, sino del acto de investigar y fabular con las posibles respuestas. Como el objeto del misterio de la segunda parte, podríamos decir que la película es un cuerpo vivo que va mutando, lo cual también serviría como guiño metanarrativo. Y por eso mismo tampoco tendría
sentido un triple mortal para resolver la narración aclarando todas las zonas de sombra que propone. La película opta por disolverse en la nada en un hermoso último cuarto de hora que prácticamente renuncia a los diálogos, al suministro de nueva información que caracteriza la mayor parte del metraje (una información que en todo caso nos hace dar vueltas más que avanzar verdaderamente). Quizás es todo ello una manera de reconocer cuánto nos apasionan las historias, lo hipnótico que puede llegar a ser el acto de relatar, pero también la posible caducidad en estos tiempos de las ficciones (y no ficciones) que llegan envueltas en un lazo.

Trenque Lauquen encaja casi como una pieza de puzzle dentro de la obra de Citarella. Ella nos invita a pensar que se trata de una secuela de su ópera prima, Ostende, otro film titulado como una población argentina a la que también llega un personaje igualmente interpretado por Laura Paredes, asimismo amante de los misterios y, detalle decisivo, cuyo teléfono móvil tiene también por sintonía el Suspicious Minds de Elvis Presley, título elegido con toda la intención de señalar el carácter de la protagonista. Pero es que además, tampoco sería nada aventurado leer Trenque Lauquen como una precuela de La mujer de los perros, el siguiente film de Citarella, aunque aquí la protagonista sea Verónica Llinás, también codirectora, encarnando a un personaje que parece haber cortado amarras con la sociedad, de quien no conocemos su nombre, pasado o el menor detalle biográfico. Una Laura avejentada en potencia.

Por otro lado, Trenque Lauquen también se antoja como una evolución y síntesis estilística y narrativa de sus obras previas. Ostende es de nuevo el referente más claro en cuanto a puesta en escena. Aunque más enfática al señalar la subjetividad de su único punto de vista, ya anticipa algunos gestos visuales de su último film, como la panorámica de ida y vuelta para descubrir personajes que desaparecen. Mientras tanto, la propuesta narrativa de La mujer de los perros, con una protagonista a la que nunca llegamos a oír, nos puede hacer pensar en el cine de Lisandro Alonso y también encontraría eco en el tramo final de Trenque Lauquen, casi sin diálogos, ya abandonado a la acción física de nuestra heroína, reforzando esa sensación de ligazón argumental entre ambos títulos. Finalmente, el tercer largometraje de Citarella y previo al que nos ocupa, Los poetas visitan a Juana Bignozzi, codirigido en esta ocasión por Mercedes Halfon y ajeno a este universo argumental, sí que sirve de anticipo por la pérdida de linealidad y los juegos narrativos que propone y que nos va acercando al potencial fabulador del cine de Mariano Llinás.

Los misterios de Hong

Hong Sang-soo, por su parte, era la gran atracción a priori del festival, un cineasta que puede ser tan transparente como misterioso, en buena medida a través de las estructuras narrativas por las que lleva transitando su cine desde hace un cuarto de siglo, y cuyo despliegue tiende a agrietar el realismo del material que vamos visionando para profundizar en la significación de sus retratos humanos.

Walk Up

Su último film, Walk Up, protagonizado por un típico alter-ego de Hong en forma de director de cine, se presenta estructurado en cuatro segmentos principales, a grosso modo, uno por cada piso del pequeño inmueble que posee una amiga suya. El cambio de segmento significa una elipsis que genera en cualquier espectador mínimamente familiarizado con su cine un grado de incertidumbre al respecto de dónde nos hará aterrizar la historia. En este caso vamos ascendiendo de piso de la mano de cuatro momentos vitales de este hombre que parecen consecutivos y en los que se va emparejando con diferentes mujeres tras llegar con su hija en la apertura del film. El salto a una coda final genera, ahora sí, una falla en la narración que nos devuelve al episodio inicial, lo que puede interpretarse como una vuelta atrás en el tiempo pero también como el cierre de algún tipo de ensoñación. El protagonista es un personaje que tiende a quedarse sólo en todos los segmentos, que tiene problemas en las relaciones personales (hace años que no veía a su hija), que de hecho parece interaccionar según su vanidad sea alimentada, y quizás podríamos interpretar que en realidad está fantaseando sobre posibles relaciones en los diferentes espacios que le enseña su amiga durante el primer segmento. Sería además muy apropiado al ácido sentido del humor de Hong que ni siquiera en esas supuestas ensoñaciones pudiera su personaje escapar a sus tendencias insulares. Precisamente es curiosa la ausencia en esta ocasión de zooms en los habituales planos-secuencia en los que se dirime la acción dialogada, así como el muy limitado uso de reencuadres, de manera que ese contenedor arquitectónico que potenciaría la imaginación del protagonista adquiere una mayor relevancia. En todo caso, el cierre de la película nos lo devuelve de nuevo solitario y sin compañía, en su estadio natural y definitivo, conformando otro retrato masculino que añadir a la galería que Hong ha venido conformando todos estos años, siempre con un sesgo sensiblemente más negativo que cuando aborda los femeninos, muy apropiado para una edición del festival en la que tantos títulos han puesto en cuestión los diferentes modelos de masculinidad. 

70 Festival de San Sebastián. El techo amarillo, de Isabel Coixet