Algo que recordar
La última edición del FICX ha reverdecido laureles de Gijón como puerto de entrada del mejor cine indie yanqui. Repaso a dos estimulantes debuts.
La relación entre Gijón y los independientes estadounidenses siempre ha sido algo más que cordial. Por el Teatro Jovellanos se pasaron los mayores bad boys de los 90, acaso la última década gloriosa de la independencia en la casa del Tío Sam. Harmony Korine y su padrino Larry Clark eran visitantes recurrentes. También lo fueron francotiradores exquisitos como Kenneth Anger, apóstol de la estética queer encuerada o Jem Cohen, figura imprescindible del documental y la música gracias a sus trabajos con Fugazi o R.E.M. Las barras y estrellas acabaron por brillar cada vez más con la presencia de aspirantes a grandes nombres de Hollywood: Michael Pitt antes de ser Kurt Cobain por obra y gracia de Gus van Sant en Last Days o la directora de Boys don’t Cry, Kimberley Pierce, antes de lanzar al estrellato a su protagonista, Hilary Swank. Con el tiempo, Gijón viró hacia otros territorios. Por ejemplo, el año pasado arrasó la francofilia con Catherine Corisini, Denis Coté y el dúo Lecoustre y Marre. Y en 2019 fue el turno del cine portugués de Pedro Costa y su Vitalina Varela. Si a eso le sumamos a un Hong Sang-soo que siempre pesca algo en la playa de San Lorenzo, parece que Gijón ha globalizado sus premios como consecuencia de las nuevas dinámicas del audiovisual. Pero ese poso indie permanece y Gijón siempre ha sido y será un buen termómetro para conocer el estado actual del cine independiente estadounidense.
Este año, el palmarés y la selección ha ido por los mismos derroteros. El premio principal se lo llevó Metronom, del rumano Alexandru Belc, un drama político sobre ser joven y rebelde en la Rumanía de Ceaucescu. Venía con vitola de favorita tras hacerse con el premio a la Mejor Dirección en la sección A certain regard de Cannes. En las proyecciones la acompañó la excepcional R.M.N. de su compatriota Cristian Mungiu, todo un alegato contra la aporofobia. No fue, sin embargo, el trabajo más galardonado cuantitativamente, privilegio este que recayó en la estadounidense To Leslie, de Michael Morris que se llevó los premios para su pareja protagonista, una excepcional Andrea Riseborough (conocida sobre todo por su papel en Bloodline) y Marc Maron (GLOW). To Leslie es la historia de una white trash a la que se le apareció la virgen en forma de premio de lotería… y un diablo que le dijo que se bebiera hasta el reintegro. Hizo caso al segundo y sin (literalmente) donde caerse muerta, acabó en el pueblo que la vio nacer. Allí le da trabajo el personaje de Maron, un-poco-demasiado-buena-persona, no sé si me explico. Lo de esta película es curioso y sintomático. Un escalofrío le recorre uno la espalda cuando, en los títulos de crédito, oímos la inconfundible voz de Linda Perry, esa post grunge que liderara 4 Non Blondes. ¿Está viva? Y si la reconocemos, ¿realmente somos tan viejos? Es el debut en el largo de Morris, londinense afincado en EE.UU. En los 90, esta sería su quinta película (como mínimo). Podría haber sido tranquilamente el nuevo Sam Mandes, por sus prestigiosos orígenes en el teatro británico. En los tiempos que corren, sobrevive (y muy bien), como director alquilado a las mejores (y más adultas, que ya es mucho) producciones televisivas (Better Call Saul, House of Cards, Halt and Catch Fire o Shameless). Tal vez por la inquietante bienvenida de Linda Perry, To Leslie se ve y se siente como cine indie noventero, de ese que ya no es habitual en la gran pantalla. La gran pregunta que se le plantea al espectador es si Leslie volverá a darle al pirraque o será capaz de salvarse de una muerte segura y reconciliarse con su hijo. Como Morris viene de la tele, y en honor al trabajazo de Andrea Riseborough no haremos spoilers. Solo remarcar lo extraño que resulta para un europeo ver una película llena de moteros evangelistas (y evangelizadores).
La otra gran película independiente estadounidense de la competición fue Funny Pages, de Owen Cline, hijo de Kevin Cline (sobran las presentaciones) y Phoebe Cates. Esta última, como nos recordó Fran Gayo a los más desmemoriados, fue inmortal protagonista de Gremlins (la chica del monólogo sobre la muerte de su padre en una chimenea, no Gizmo ni Stripe, que nos conocemos), película posterior a la muy sugerente y calenturienta Escuela privada para chicas. El hijo parece haberse decantado más por el pulp de los trabajos de su madre que por la comedia sofisticada del padre. Funny Pages es un relato autobiográfico sobre su fracaso como dibujante de cómics. Narra la imposible relación entre un aspirante a Harvey Pekar y un colorista inestable. Tiene la frescura de un debut y cierta sensación de descontrol también muy de debutante, en parte provocada por la condición de cineasta y montador autodidacta de Cline. Producida por los Safdie para la omnipresente A24, es fea, es sucia y es lo más indie neoyorquina que puede ser una película, esto es, puro Nueva Jersey. Eso sí, viendo los mimbres, no hay mucha discusión sobre a dónde van a llegar el dúo protagonista en su viaje emocional. Está por hacer una película indie estadounidense sobre el cómic que no deje a los dibujantes (y a sus seguidores), como un atajo de frikis de complicada vida emocional (y mucho más atribulada vida sexual).
¿Y Hong Sang-soo? Pues se alzó con el premio a la Mejor distribución por La novelista y su película, tercer largo que ha presentado el amigo este año. Lo dicho, el Festival de Gijón es una competición en la que se presentan largometrajes de todo el mundo, especialmente de EEUU, y Hong Sang-soo siempre gana algo.