Últimas tardes con Calum
El cine de la ensoñación y la remembranza. La búsqueda del momento decisivo —como los fotógrafos callejeros, como los nigromantes que luchan infructuosamente contra el tiempo tratando de posponer, a base de matraces y conjuros, la sensación de derrota definitiva—; la súplica insomne, esa que reclama una explicación que siempre llega a posteriori. Por qué somos como somos, en qué momento exacto decidimos bajarnos del escenario, abandonar el micrófono y poner fin a la representación. Secundarios haciéndose pasar por protagonistas antes y después del «¡corten!».
Desde este presente en el que empezamos a perder suelo, desde la enésima crisis existencial que nos exime de recordar la última fiesta o incluso el apellido de la persona con la que decimos compartir nuestra vida; desde ahí, digo, miramos hacia atrás legitimados por el vértigo. Como si algo de lo que hacemos aquí y ahora nos recordase a…
… de repente, aquel que fuera el último verano. Si no fuimos felices entonces, ya no lo seremos nunca. Un padre ejerciendo como tal (siquiera por imperativo legal). Un país cualquiera lo suficientemente lejos de casa. Y el no lugar por excelencia: una habitación de hotel, ínfulas de resort, piscinas a pares, insolación y picores nocturnos.
Mientras la una espiaba desde la barrera el mundo de los mayores, el otro se hallaba en la antesala de la postrera depresión. En los tiempos muertos, en los infinitos interludios entre días idénticos, se habló de todo menos de lo realmente importante. De incomprensión adolescente a fatalismo de adulto tocado y hundido. Dos estadios distintos, dos tempos desacompasados.
Charlotte Wells sí es de hablar (con imágenes). Y lo cuenta todo en dos escenas y cien silencios. Un karaoke al que Sophie baja sola, esperando que papá participe en el rito, que se sume a la liturgia del Losing my Religion ante el más neutro de los públicos. Ella todavía no conoce el sentido del ridículo, ese cuya súbita irrupción señala el final de la inocencia. Y él, en cambio, ya no tiene el cuerpo para ser juzgado por veraneantes con erupciones cutáneas que van del bermellón al rojo burdeos.
Y aquella tarde en el Gran Bazar. Una alfombra como símbolo y como enfermedad. Una decisión dilatada en el tiempo, un arabesco geométrico en el que perderse. El placer de pagar una cantidad de dinero obscena por algo que no necesitamos. ¿O es el saber que compramos algo que no nos pertenecerá?
Calum despidiéndose de la vida en las traseras de una tienda de tapices imbricados. Sophie rogando con la mirada que alguien la rescate… pero sin dejar de cantar la eterna canción. Después caerá el telón para ambos y entenderemos el aforismo lynchiano: no, qué va. No hay banda.