El terror es algo que a veces entra en una sala de cine, se sienta a tu lado y aunque no chiste sabes que en ciertas escenas te mira y sonríe. No come palomitas, no se levanta para ir al baño, no se quita el abrigo, ni pone el móvil en modo avión. El miedo a veces es latente porque existe en la fotografía, en el sonido, en el silencio, en la puesta en escena, en el aire, en tu estómago. En ti.
El miedo latente, el terror no contado, es algo que habita siempre en la obra de Carlos Vermut y eso lo supimos y sentimos desde el principio, cuando nos acercamos a ver como con Diamond Flash él venía sin miedo a salirse de lo convencional y establecido. Manticora es la confirmación de una obra libre y respetuosa con la inteligencia pero que no tiene pudor alguno en lleva al límite su propuesta y al espectador. Una película sencilla aunque no lo parezca, brillante aunque sea oscura, donde convivir con un monstruo y su redención irresoluble, es nuestra escape room emocional, nuestra prueba de fuego (que aquí es parecido a que te metan en un piso en llamas sin puertas ni ventanas), nuestra perdición.
Vermut encuentra en Nacho Sánchez el aliado perfecto, en Zoe Stein la princesa rara secuestrada por un hechizo que la espera en una cama y que tiene que alimentar, en los bares nocturnos y diurnos el paisaje interior de la desolación, en el extrarradio la salida o al menos el descanso, en el menú de un japo, la zona de confort a la que regresar cada vez que imaginamos un final del cuento mejor, y en un pedófilo, que lucha todo el tiempo por no ser un pederasta, la historia de un hombre que es un monstruo que es un hombre.