El último verano

El año 2022 ha supuesto el regreso del cine español al mundo del campo gracias a una nueva ola de voces cinematográficas que buscan explicar las tensiones de la contemporaneidad lejos de las grandes ciudades. Del grueso de esas ficciones, Alcarràs, el segundo largometraje de Carla Simón, sobresale en tanto que obra paradigmática de esa tendencia neorrural, pero también destaca como una singular película en la que la cineasta, como sucedía en Verano 1993, indaga en lo que pasa cuando los lazos invisibles que nos ligan a la tierra y a la gente se rompen de un día para el otro.

De entre muchas de sus virtudes, en mi caso me cautivaron el compromiso de la obra con el naturalismo narrativo y el esfuerzo mayúsculo por lograr que la sustracción de elementos equivalga a una suma, por hacer verdaderamente de Alcarràs un relato justo sobre el significado de los vínculos.

Si en su primer largo se apostaba por el punto de vista individual de la pequeña protagonista huérfana, en Alcarràs la mirada se expande para dejar espacio a todos y cada uno de los miembros de la familia Solé, interpretados con una viveza extraordinaria por un grupo de actores no profesionales, vecinos de la comarca leridana donde acontece la película. La cinta transita de personaje en personaje tejiendo una trama de afectos y anhelos que funciona en su carácter individual y colectivo, sobre todo cuando esa maraña de emociones acaba desembocando en una idea de melancolía al darse cuenta finalmente los Solé de que la expulsión del paraíso es irremediable.

Entre la crónica árida y la mirada tierna sobre un mundo rural en extinción, Simón ha logrado capturar en Alcarràs parte del espíritu del tiempo postpandémico, poniendo en escena una realidad que ha ido desapareciendo y a la que ya hemos dejado de pertenecer.