Coulrofobia
En las postrimerías de la década de los 50’ el mítico William Castle (empresario visionario, pero cineasta ciertamente limitado) se percató de que sus baratas películas de explotación nunca podrían competir en igualdad de condiciones con la impecable factura y el reparto estelar que ofrecían los filmes creados por los grandes estudios de Hollywood. Castle llegó a la inteligente conclusión de que para que los espectadores acudieran a las salas a ver las películas que realizaba con presupuestos mínimos y celeridad inusitada (algo que inevitablemente se reflejaba en su resultado artístico) debía ofrecerles una experiencia que fuese más allá del visionado de las, para bien o para mal, impactantes imágenes que se proyectaban en la pantalla. De esta manera, Castle generó una serie de trucos promocionales que condimentaban el acontecimiento cinematográfico acercándolo de nuevo a sus orígenes de barraca de feria.
Entre los sorprendentes y muy creativos gimmicks, nombre por el que son conocidas estas artimañas publicitarias del director de Escalofrío (The Tingler, 1959), imaginados por Castle nos interesa especialmente la idea que pergeñó para promocionar Macabre (1958). El futuro productor de La semilla del diablo (Rosemary´s Baby, Roman Polanski, 1968) hizo que los espectadores firmaran un seguro antes de ver la película por si morían de miedo durante la proyección. Para aportar mayor credibilidad al truco contrató a falsas enfermeras para que atendieran supuestos ataques de pánico en el vestíbulo del cine y completó este macabro atrezo disponiendo ambulancias a la entrada de la sala para atender posibles emergencias. Resulta incuestionable que el impulso publicitario (teóricamente espontáneo y no planificado) que ha recibido Terrifier 2 a través de numerosos mensajes en redes sociales donde muchos espectadores informaban de diversos desmayos y vomitonas que se habían producido durante el visionado del filme de Damien Leone, recuerda mucho al gancho que planteaba William Castle. En ambos casos, se hace hincapié en un grado de repulsión supuestamente insoportable, que incluso llega a manifestarse como malestar físico en un buen número de espectadores, para generar así un interés morboso que nos impulsa a enfrentarnos a unas imágenes que se intuyen como peligrosas. En cualquier caso, lo cierto es que Damien Leone ha obtenido pingües resultados económicos siguiendo las enseñanzas del maestro William Castle y Terrifier 2 ha logrado superar su condición periférica de película de nicho para convertirse en un efímero fenómeno sociológico.
Sin embargo, el sorprendente, y ciertamente espectacular, resultado en taquilla de Terrifier 2, que desde su estreno en EE.UU. el pasado mes de octubre lleva recaudados más de 14 millones de dólares partiendo de un exiguo presupuesto de solo 250.000, no puede explicarse únicamente por una hábil, aunque poco sutil, campaña publicitaria basada en estimular nuestra fascinación atávica por la representación truculenta de la violencia. En gran parte, el suceso del filme de Leone, como suele ocurrir en estos casos de éxito inesperado e inexplicable, es absolutamente coyuntural. Sin duda, el hecho de haber sido estrenada después de que la humanidad haya sufrido ese gran trauma mundial que ha supuesto enfrentarse a un pánico tan real como la infausta pandemia de COVID-19 ha jugado a favor de la película pues la ha convertido en una manifestación fílmica ideal para satisfacer la necesidad de experimentar esa catarsis colectiva que demandaba un público con necesidad de desfogar tensiones tras el periodo de confinamiento. Después de un momento de tanta intranquilidad un filme como Terrifier 2, que asume con honestidad su condición de artefacto exploitation sin necesidad de plantear ninguna coartada intelectual para justificar una propuesta que abraza el splatter más viscoso y extremo sin ambages, actúa como explosivo e involuntario purgante para desatascar los verdaderos temores adheridos a una sociedad moribunda.
Estamos ante una secuela directa de Terrifier (2016), un modesto slasher recordado entre el fandom por una brutal secuencia de torture porn en la que Art, el payaso asesino, cortaba a una chica desnuda por la mitad con una sierra oxidada ante la mirada aterrada de otra de sus victimas. Sin lugar a duda, lo mejor de aquella cinta y de esta secuela hipervitaminada es la gran presencia escénica que desprende Art The Clown, un personaje creado por Damien Leone en el 2008 para su corto The 9th Circle y que viene deambulando por la filmografía de su autor desde entonces pero que no encontró su representación perfecta hasta que fue encarnado por el escuálido actor David Howard Thornton otorgándole un carisma comparable al de los grandes iconos de la edad dorada del slasher creados por John Carpenter, Sean S. Cunningham y Wes Craven. Este payaso demoniaco y silente con poderes sobrenaturales y compulsión homicida es un horripilante híbrido entre el personaje de Conrad Veidt en El hombre que ríe (The Man who Laughs, Paul Leni, 1928), el Joker dibujado por Brian Bolland en La broma asesina (The Killing Joke, Alan Moore, Brian Bolland y John Higgins,1988) y el Pennywise creado por Stephen King en It (1986), cuya sonrisa produce inmediatos ataques de coulrofobia.
El éxito de Terrifier 2 merece ser celebrado por los fans del terror en estado puro pues viene a demostrar que hay vida más allá del elevated horror y demuestra que no hay que avergonzarse de un género ancestral que reivindica su carácter grotesco y su derecho a alimentarse de sangre y vísceras. En su cuarto largometraje, Leone, un director no demasiado dotado pero que profesa un amor sincero hacia el cine de terror, decide subir el volumen al 11 en su voluntad por incomodar al espectador descargando con deleite hemoglobínico su asumida condición de heredero del grindhouse de los 70’ ofreciendo aquí un festín sanguinolento de ultraviolencia gore cocinado a base de prótesis de látex y litros de jarabe de maíz mezclado con colorante. Esta utilización de efectos prácticos de maquillaje (obra del propio Damien Leone) para recrear las mutilaciones perpetradas por Art The Clown transmiten una exuberante fisicidad grandguignolesca que nos brindan algunos de los momentos más impactantes de un metraje quizás demasiado dilatado, pero que mantiene un buen ritmo durante sus 138 minutos y logra que no se nos haga cuesta arriba en ningún momento.